LOS HIJOS DE DON JUAN
DE AUSTRIA
Ricardo Hernández Megías
Arturo Culebras Mayordomo
Priego-Cuenca, agosto de 2014
D. Juan de Austria De Sánchez Coello |
La primera pregunta que nos haríamos es quién fue verdaderamente su madre. Hijo natural del emperador Carlos V, nunca ha habido constancia exacta de la auténtica figura de la madre, aunque en un codicilo a su testamento de 6 de junio de 1553, Carlos V admitía que por quanto estando yo en Alemania, después que embiudé, huve un hijo natural de una muger soltera, al que se llama Gerónimo. Los documentos contemporáneos señalan como su madre a Bárbara Blomberg, una jovencísima y guapa muchacha, perteneciente a la burguesía alemana quien después del nacimiento del niño sería desposada con Jerôme Pyramus Kegel, comisario en la corte de María de Hungría en Bruselas, hermana del emperador y seguramente, la primera mujer que estuvo a cargo del niño que atendería al nombre de Jeromín.
Sabido es que en aquellos tiempos los hijos nacidos fuera del matrimonio pocas veces eran reconocidos por sus padres, siendo su triste destino, sin su consentimiento y sin posibilidad de contradecir a sus progenitores, las tapias de un convento de clausura, principalmente si eran mujeres, con lo que cínicamente se pretendía por parte de sus progenitores hacer responsables directos de sus pecados de la carne al fruto de sus amores y entregarlos a Dios (previa dote económica según el rango del padre), para borrarlos definitivamente del mundo, mientras que sus madres (sus amantes) eran casadas ventajosamente con personajes del entorno del amante.
El convencimiento de que Bárbara Blomberg pudiera ser realmente la madre nos lo da el hecho de que a la muerte de Kegel y de uno de sus hijos en 1569, la dama empezaría a recibir una pensión por parte del emperador, como madre de Don Juan. Después de unos años de vida bastante escandalosa, la dama moriría en Colindres, Santander, en 1598 a donde la había traido su propio hijo a petición de su padre, el rey.
Los primeros años de vida de don Juan están marcados por un completo abandono por parte de su padre, quien tardaría muchos años en querer conocerlo, seguramente a consecuencia de sus remordimientos con motivo de una grave enfermedad que lo puso al borde de la muerte. El emperador, hombre muy religioso, pretendería con este acto suavizar su conciencia frente a un fruto de su sangre.
El emperador saldría vivo de este grave trance y en 1550 decide que un músico flamenco y su mujer española, Ana de Medina, acojan en su casa de Leganés al muchacho, comunicándole al matrimonio de que el niño era hijo bastardo de un gran personaje de la Corte y que debían cuidarlo como si fuera hijo suyo, a cambio de cincuenta ducados anuales.
Sin embargo, tal y como habíamos adelantado anteriormente, el emperador tenía muy claro que el destino de aquel niño debía de ser el convento para: que pudiéndose buenamente endereçar que de su libre y spontánea voluntad él tomase hábito en alguna religión de frailes reformados, á lo qual se encamine, sin hacerle para ello premio ni extorsión alguna. Y no pudiendo esto guiar assí, y queriendo él más seguir la vida y estado seglar, para lo cual le proveyó de treinta mil ducados en el reyno de Nápoles.
Dª Magdalena de Ulloa |
Pero algo se le removería en lo más dentro de su conciencia respecto a este su hijo no reconocido, cuando en 1554 manda que el niño pase de las manos de doña Ana de Medina, ahora viuda a las de la recta e intransigente doña Magdalena de Ulloa, esposa de su consejero y confidente, Don Luis de Quijada, con quien Jeromín pasaría los cinco años siguientes viviendo en el castillo de Villagarcía de Campos. Sabemos, por documentos posteriores que llegan hasta la hija de Don Juan, Ana María de Austria y Mendoza, que doña Magdalena, aun siendo muy exigente en temas de moral y de religión con el niño, llegó verdaderamente a quererlo como si fuera su propio hijo, así como también sabemos el cariño y el respeto que Don Juan mantuvo con Don Luis, su guía y maestro en su formación militar, lamentando firmemente su muerte en lance de guerra en la villa mora de Serón, en las alpujarras granadinas.
Muchas veces se ha hablado del por qué el hombre más poderoso del mundo en el siglo XVI, había elegido para morir un olvidado lugar de la provincia de Cáceres, sin tener en cuenta que Don Luis de Quijada, su consejero y hombre muy poderoso en la comarca tenía muchos interese económicos en la zona, siendo el dueño del castillo fortaleza de Jarandilla (hoy Parador Nacional), lugar donde primeramente estuvo hospedado el emperador hasta la finalización de las obras de acondicionamiento del pequeño Monasterio de Yuste. Naturalmente, aunque el emperador traía sus propios sirvientes, el alejamiento del lugar elegido y la propiedad de sus términos hacían casi imposible el poder llegar hasta él sin contar con la autorización del fiel e interesado servidor real.
Y a Yuste fue llamado el niño Jeromín, a la edad de once años, en el año de 1558, sin que su padre hiciera ninguna señal especial para el reconocimiento de su paternidad, aunque esta ya estaba en boca del pueblo, e incluso, Felipe II, ya sabía que tenía un hermano de padre. Carlos V moriría en septiembre de 1558, dejándole a su hijo la responsabilidad del cumplimiento del testamento paterno.
El encuentro directo entre los dos hermanos no llegaría hasta 1559, en Valladolid, causándole una grata impresión aquel guapo muchacho, rubio y de ojos azules, de maneras corteses y de carácter abierto, que contrastaba con la fría y estudiada actitud en la que se había criado el rey. Lo primero que hizo el rey fue cambiarle el nombre a su medio hermano y ponerle el de Juan, nombre de otro hermano suyo muerto en su infancia.
Podríamos decir, aparte de los equívocos e intromisiones de sus consejeros políticos que llevaron a un alejamiento de Don Juan de la Corte madrileña, que las relaciones entre los dos medio hermanos estará siempre marcada, principalmente por parte del rey Felipe II, por un sentimiento de amor-odio como consecuencia de la gran diferencia de caracteres que hacían de Don Juan un ejemplo de hombre galante y conquistador, muy alejado del encorsetamiento moral de su hermano el rey. Su misma formación en la corte y en la Universidad de Alcalá, junto a sus sobrinos Don Carlos y Alessandro Farnese, hacen del muchacho, un personaje de leyenda que le seguirá durante toda su vida. Hombre guapo, como podemos ver por algunos retratos de la época, se hacía querer rápidamente por todos aquellos que le conocían, sobre todos por parte de las mujeres, tema que nos vamos al que nos vamos a referir a continuación, y motivo de estas líneas.
Para seguir con nuestro estudio, es preciso señalar que don Juan a partir de 1560, fecha de su reconocimiento como hijo de Carlos V, vive fascinado por los hombres y mujeres del marquesado de Santillana. Sus íntimos amigos (don Rodrigo y el conde de Orgaz) pertenecen a la familia, y otro tanto sucede con su mayordomo mayor, don Fernando, VII conde de Priego, de Cuenca, quien le seguiría, junto a dos de sus hijos en la famosa batalla de Lepanto.
Hemos escrito no hace mucho tiempo, con motivo del estudio de una lápida en el Convento del Rosal de Priego, Cuenca, –feudo de una rama principal de la poderosa familia de los Mendoza– con el nombre de María (Teresa) de Mendoza, nombre homónimo de la primera amante conocida de Don Juan y madre de dos de sus hijos reconocidos, Ana María de Austria y Mendoza, y Francisco, sobre el comportamiento amoroso del vencedor de las Alpujarras y de Lepanto, dejando un reguero de hijos, muchos de ellos no reconocidos por el padre, y dando por excluida la duda de si aquella dama que duerme su sueño eterno en aquel alejado lugar de la Alcarria conquense era la bella y fantasmagórica señora que amó y fue amada por tan importante señor, demostrando, según el propio testamento de doña María de Mendoza, en la que se declara parroquiana de la Iglesia de San Justo y pide enterrarse en la parte del Evangelio del Altar de Nuestra Señora del convento de la Trinidad, de Madrid.
Dª Ana de Austria y Mendoza |
Doña María de Mendoza, la primera amante del arrogante vencedor de Lepanto, tuvo a una primera hija, Doña Ana de Jesús, metida a monja a la edad de seis años y más tarde, ya muerto su padre, reconocida por su tío el rey Felipe II, con lo que pasaría a formar parte de la familia real con el nombre de Ana de Austria y Mendoza, pero sin permitirle salir del convento. Para saber quién fue esta dama, la tragedia en la que vivió durante parte de su vida, y los trágicos acontecimientos en los que se vio envuelta como consecuencia de sus amores con un joven pastelero de Madrigal que quería suplantar la figura del desaparecido don Sebastián, rey de Portugal y sobrino de Felipe II, muerto en la descabellada aventura de la batalla de Alcazarquivir (la desaparición del cadáver del rey don Sebastián será motivo de leyendas que han llegado con todo su vigor hasta nuestros días y motivo del Proceso del Pastelero de Madrigal en el que se vio envuelta doña Ana de Austria), le remitimos a los bien documentados estudios de la escritora Mercedes Fórmica, titulados: La Hija de don Juan de Austria (Ana Jesús en el proceso del pastelero de Madrigal), Caro Raggio, 1973, y María de Mendoza (solución a un enigma amoroso). Caro Raggio, Madrid, 1979, o nuestro propio estudio, ya señalado titulado Doña María de Mendoza, amante de Don Juan de Austria y su posible tumba en el Convento de Santa María del Rosal de Priego, Cuenca.
La fecha de nacimiento de Doña Ana de Mendoza resulta interesante de precisar por cuanto ella nos indica los primeros amores de nuestro personaje. Dicha fecha queda en el más completo olvido en las primeras biografías de Don Juan escritas por Lorenzo Van der Hammer y Baltasar de Porreño, queriendo ambos silenciar este pasaje de su vida. Habrá que esperar muchos años y después de los acontecimientos y proceso sufrido contra el supuesto rey portugués, que tuvo resonancias internacionales, para conocer la existencia de dicha dama. Fue el padre Strada, miembro de la Compañía de Jesús y heredera de los papeles y bienes de doña Magdalena de Ulloa, la rígida dama que crió y educó a padre y a la hija, quien alzara el velo del misterio en un pasaje de su obra, anunciando que una joven de la más alta nobleza, llamada María de Mendoza, hizo a don Juan padre de una niña hacia 1570.
Dª Ana María de Austria |
Finalmente, para terminar con este asunto, no fijaremos las palabras de la misma doña Ana en la carta escrita a su tío el rey Felipe II, el 19 de noviembre de 1594, justificando el no haberle avisado de sus relaciones con Gabriel de Espinosa, por no saber, era obligada, por haber entrado aquí (en el convento), de seis años, o lo reflejado en la Escritura de Entrada de doña Ana en el convento de Nuestra Señora de Gracia, de Madrigal, fechada el 28 de junio de 1575 que nos dice: Conoscida cosa sea de todos los que la presente vieran, como Nos, la Priora, monxas e convento, del Monasterio de Nuestra Señora de Gracia Real… recibimos, por monxa novicia, a la señora doña Ana de Jesús, sobrina de la muy Ilustre Sra. doña Magdalena de Ulloa, por seiscientos ducados de lote… e luego que la dicha Señora aya la edad de diez y seis años, que el Santo Concilio manda, en queriendo quedar, en esta dicha casa la avremos de dar el velo de la profesión…
Es posible que, de acuerdo D. Juan junto con Dª Catalina de Mendoza su madre, decidieran desplazarse a Madrid, donde resultaría más fácil dar a luz “sin ruido”. Doña Catalina, disponía de alguna hacienda y, ya viuda, no estaba “sujeta” a nadie, lo que significaba poder moverse con libertad.
La primera huella de Dª María de Mendoza en Madrid aparece en julio de 1570, cuando Dª Catalina compra una casa para su hija (A.H.P. Protocolo 389. Julio de 1570. Escritura de compraventa de una casa por Dª Catalina de Mendoza).
Aunque cuenta la leyenda y queda recogido en el comadreo de las monjas del
convento, que en un momento indeterminado recibió en la “grada” a una joven peregrina cubierta por un rebozo que nunca se quitó. No sabemos quién pudo ser esta desconocida peregrina, pero, naturalmente descartamos a doña María, su madre, muerta dos años antes del fallecimiento de su padre don Juan de Austria.
Ana de Austria Abadesa del Monasterio de las Huelgas |
Dicha leyenda de la visita de la peregrina, que iba acompañada por don Juan de Mendoza, nos va a dejar el conocimiento de la existencia de otro hijo de don Juan con doña María, llamado Francesco, que criado en Xerez (Xerez del Marquesado, en las Alpujarras), había sido secuestrado por los moriscos. La presencia de este nuevo hijo del vencedor de Lepanto abre una nueva pregunta: ¿siguió la joven y apasionada María de Mendoza a su amante en las luchas granadinas?
Tampoco puede descartarse que Dª María de Mendoza hubiese seguido a su héroe a Granada, dejando a su hija Ana de Mendoza con su abuela Dª Catalina y al cuidado de Pascuala, su criada, comprometida a ciertos servicios a través de un severo contrato de asentamiento.
La existencia de este niño induce a pensar que doña María estuvo con don Juan en Granada y que su segundo hijo nació en el feudo de los Mendoza, pues no es concebible pensar que éste fuera llevado a tan inhóspito como peligroso lugar, a no ser que viniera el mundo en aquellas tierras.
La presencia de este niño. A diferencia de otros hijos de don Juan (que se sepa a ciencia cierta, don Juan tuvo otra niña, Juana, de sus amores con la sorrentina Diana Falangola, a quien conoció en una corrida de toros celebrada en la residencia del virrey, cardenal Granvela, y a quien siguiendo la costumbre de la época casó con Antonio Stambone, hidalgo napolitano, y Jerónimo, de Zenobia Sarastrosio) queda borrada durante muchos años para aparecer nuevamente cuando doña Ana, en un afán de conocer su pasado, busque a Francesco y un soldado de aquellas guerras en las alpujarras granadinas le asegure conocer su paradero.
A diferencia de su hija Ana, cuyo destino ya estaba escrito desde el momento de su nacimiento, Juana fue confiada a su media hermana Margarita de Farnesio, duquesa de Parma, residente en Aquila y madre de Alejandro Farnesio, quien mucho más mundana que la rígida y obediente doña Magdalena, para quien todo hijo fuera del matrimonio era un pecado, vivió otra vida mucho más acorde a su nacimiento, aun a despecho de los deseos de su padre que: la verdad es, que si Dios se la llevase…, o más tarde, con el deseo incumplido de verla profesar en un convento, para, finalmente, ser reconocida e, incluso, valorada por su gracia y belleza: Vuestra Alteza le diga que hasta me sepa escribir no la quiero enviar otro recado, que en esto veré y en la priesa que se diera en aprenderlo, lo que estima las nuevas de su padre… Este nombre de padre no acabo de admitirlo, ni sé cómo puede venirme bien. Es mi hija, pero si no fuera más de su Alteza, que mía y de su madre, más le valiere no haber nacido… Creo que quiero más a esa niña, por lo que Vuestra Alteza hace por ella y por lo que la ama, que por hija, ni por otra cosa… ¿Estaría –con estas palabras– acordándose don Juan de su propia infancia, donde fue abandonado de su madre y olvidado de su padre?
En los primeros días de octubre del aciago año de 1578 (año de la batalla de Alcazarquivir), muere en la ciudad flamenca de Namur don Juan de Austria. Unos dicen que como consecuencia del tifus que asola la comarca, los más malignos, como consecuencia de los efectos del veneno encargado suministrar desde la corte madrileña. Sus enemigos más cercanos, como lo fuera el ladino y libidinoso cardenal Granvela, como consecuencia de sus desarreglos sexuales, es decir, por la acción de la sífilis. Sea lo que fuere, la muerte de tan distinguido capitán militar fue un mazazo que retumbó en todos los territorios de dominio español, y principalmente, en la corte madrileña.
Esta muerte inesperada va a traer también consecuencias muy importantes en la vida de unos seres hasta esos momentos condenados al olvido, como era el caso de los hijos del fallecido don Juan de Austria. Nada más llegar el cadáver con su comitiva a la ciudad de Namur, Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, nombrado por su primo como su sucesor y nuevo capitán de las tropas en Flandes, cogerá la pluma para escribirle a su tío el rey Felipe II, la siguiente nota: Señor: Vuestra Majestad excuse que le importune con esta misiva, pero entiendo deber de conciencia poner en conocimiento de Vuestra Majestad, que el Señor don Juan de Austria, que esté en el cielo, tuvo hace nueve años una hija en doña María de Mendoza…
El rey, hombre muy piadoso y de sentimientos mucho más nobles de lo que la Historia nos ha querido dar a entender, amador él mismo de damas cortesanas hoy bien conocidas, entiende que debe darle una solución al problema planteado a la muerte del hermano, aunque siempre lento en su resolución, tardaría cinco años en buscarle acomodo en la familia real al nuevo miembro descubierto a la muerte del galante amador. En 1583, Ana de Jesús, monja enclaustrada en el convento de Nuestra Señora de Gracia, de Madrigal, pasa a llamarse con todo los merecimientos que el caso merece, doña Ana de Austria y Mendoza, pero, y aquí sí que el rey es consecuente con las normas y costumbres de su tiempo, sin salir de su enclaustramiento monacal, al que se le sigue condenando de por vida, por muchas que sean las quejas de la perjudicada y su declaración personal de no querer profesar como monja porque le gustaría vestir trajes hermosos, lucir joyeles deslumbrantes, atraer las miradas de los caballeros que arriesgan la vida por “su dama” en torneos y juegos de caña, o susurran palabras de amor, aprovechando el trenzado de la danzas. Con este reconocimiento por parte del rey finaliza el gran secreto, firmemente guardado por cuantos lo conocían, de la existencia de las hijas de don Juan de Austria.
¿Desconocía Felipe II la existencia de estos vástagos del hijo bastardo de su padre, el emperador? Puede que así sea. Pero lo que nadie puede negar es que el rey conocía muy bien los trapicheos amorosos de su hermano, cuando él mismo le escribe en una carta de 1575 la recomendación de que cuide mucho no ofender en materia de amores a familias principales. ¿Estaba enterado por aquellas fechas de sus amores con doña María de Mendoza? No conocemos documentos que nos orienten sobre las gestiones que se realizaron para el reconocimiento de doña Ana, más que las que realizó la duquesa de Parma, y éstas, referidas a las muy interesadas referidas a su protegida, doña Juana. Y una pregunta que nos viene como encaje de esta triste historia: ¿Esperó el “rey prudente” a la muerte de doña María y de doña Diana para reconocer a sus sobrinas, metidas ambas en conventos de clausura?
Nave Mayor Monasterio de las Huelgas (Burgos) |
Tenemos que recordar al lector que los conventos de clausura en el siglo XVI diferían bastante del concepto que ahora se tiene de los mismos. La misma Santa Teresa, fundadora de los de su orden, los quería cómodos y que las monjas, en muchos casos familiares directos de la nobleza española, estuvieran lo más cómodas posibles y no añoraran lo que dejaban atrás. Aunque eran convento de “clausura”, los intercambios entre el interior y el exterior eran bastante frecuentes, y las monjas en ellos encerradas, podían tener la compañía de sus sirvientes o doncellas de compañía, según el grado de opulencia (la dote) con la que hubieran entrado en el mismo. Doña Ana de Jesús, después reconocida como Ana de Austria, vive en el convento con los privilegios que le otorga el ser nieta e hija de reyes, e hija de uno de los hombres con más fama en la historia guerrera de España, disfrutando de estancias y servidumbre en consonancia con su apellido.
En el año 1586 doña Ana va a recibir una visita que va a cambiar para siempre el estrecho margen de la memoria familiar que tiene. Hacía las cuatro de la tarde la hermana tornera viene a decirle que una mujer con hábitos de peregrina, que se dirige a Santiago, pide verla con muchas lágrimas, negándose a decir su nombre y los motivos de su visita. Doña Ana, cansada de que desde el conocimiento de sus orígenes familiares se le acerquen con el deseo de una recomendación, una merced o un traslado, se niega a recibirla. Sin embargo, tanto insiste la mujer desconocida que ruega a sus servidoras que asistan a la entrevista, mientras que ella la escuchará entre bastidores.
La joven es una mujer de unos quince años, de muy lindos ojos, cubierta de un rebozo que no se quitará y con las manos ocultas bajo unos guanteçicos sin dedos. Cuenta que viene de Sevilla a pedir la salvación del alma de don Juan. Asegura que se ha detenido con la sana curiosidad de conocer a doña Ana y que ignora la existencia de un hermano de padre y madre, el cual, cuando se criaba en Xerez, fue raptado por los moriscos, aunque ha podido ser salvado y se le puede reconocer por una mancha encarnada en forma de corazón, consecuencia de un “antojo” que tuvo su madre estando de él preñada.
La historia resulta apasionante.
Doña Luisa de Grado, una de las sirvientas o dama de compañía de doña Ana insiste para que la mujer se quite el rebozo y descubra la cara. Para que confiese su nombre. A lo que ella contesta que solo lo haría ante su Excelencia.
La duda acecha a los oyentes que le preguntan lo extraño de que siendo moça y tan linda vaya sola por los caminos llenos de ladrones y bandidos, a lo que contesta que no voy sola, Señora. Me acompaña un caballero anciano, don Juan de Mendoza y una mujer vieja, apellido que pone en alerta a la mujer oculta tras los visillos, al escuchar el de su madre. Mas no cede a los ruegos de la pelegrina que se ha dado cuenta de que la dama, o no quiere verla, o está retenida tras las rejas que las separa. Cuando se aleja hacia la puerta cubierta la cara de amargas lágrimas, las damas pueden observar que lleva medias de seda de agujas, encarnadas, y calzas afolladas, lo que las hace sospechar que se trata de un mancebo disfrazado. Las torneras contarán después que un joven de unos quince años, el mismo que intentó sobornar al hortelano para que entregase una carta a doña Ana, estuvo por el pueblo. El mozo tenía aun gran parecido con Su Excelencia y se quejaba que en el convento no le dejaban ver a su hermana.
¿Estamos ante la presencia de Francesco, el hijo olvidado de don Juan de Austria y de doña María de Mendoza y por lo tanto hermano de Doña Ana? Difícil es saberlo, aunque muchos son los datos que el muchacho da y que coinciden punto por punto con los verdaderos de Francesco, entre ellos y el más importante, el del lugar de su nacimiento: Xerez, deudo del marquesado de Çenete, donde quedó el fruto de los amores de sus padres.
La soledad y la repugnancia hacia la vida religiosa, hacen de ella una mujer amargada y sedienta de aventuras, al mismo tiempo que añora la llegada nuevamente de aquel jovencito al que ahora considera su hermano.
Cuando en 1589, con veinte años llega el momento de la toma del velo, las encumbradas familias emparentadas con ella que asisten a la ceremonia de don Pedro Termiño, obispo de Ávila, no se asombran al ver cuajados de lágrimas los ojos de la novicia.
Retrato del Rey Sebastián, el Deseado, que sería suplantado por Gabriel de Espinosa. |
En 1594 llega Gabriel de Espinosa, más tarde conocido como el Pastelero de Madrigal a la ciudad de Valladolid acompañado de una niña, llamada Clara-Eugenia y de una mujer por nombre Inés Cid. Era hombre menudo de cuerpo, flaco y de rostro curtido, con una nube en su ojo derecho, y tenía el pelo y la barba encanecidos, dándole una apariencia de más viejo de lo que él mismo afirmaba, pues decía tener unos 40 años y con pinta de noble caballero que habla varios idiomas.
Tres meses más tarde Gabriel de Espinosa fue apresado en Valladolid por don Rodrigo de Santillán, alcalde del crimen en la Chancillería. Llevaba días mostrando joyas y hablando con poco respeto del rey. Pero el mayor misterio fue el de las cuatro cartas que le tomaron. Dos eran de fray Miguel de los Santos, agustino portugués, vicario del convento de Nuestra Señora de Gracia el Real de Madrigal, y otras dos de doña Ana de Austria, monja en el mismo convento y sobrina del rey don Felipe II, como hija natural que era de don Juan de Austria, el héroe de Lepanto. En aquellas cartas el fraile trataba de “Majestad” al pastelero, y las palabras de doña Ana no sólo parecían las de una novia a su prometido, sino que además se refería a la niña Clara Eugenia, llamándole “mi hija”. Para don Rodrigo, con más deudas de las convenientes, aquélla era la oportunidad de alcanzar el favor real y la encomienda con que tantos altos funcionarios soñaban, así que, saltando jerarquías, escribió directamente a Su Majestad.
Recibido el encargo del caso, don Rodrigo y sus alguaciles viajaron enseguida a Madrigal, entraron en la clausura del monasterio, hicieron encerrar a doña Ana en sus aposentos y, tras un rápido registro, se llevaron los escasos papeles que hallaron. Prendieron así mismo, entre otros, a fray Miguel de los Santos y a Inés Cid.
La primera explicación del extraño comportamientos del pastelero la dio fray Miguel con una fantástica revelación. Gabriel de Espinosa era realmente el rey de Portugal don Sebastián, derrotado, desaparecido y dado por muerto en 1578 en los campos africanos de Alcazarquivir, a donde había ido al frente de 20.000 soldados para dar batalla al infiel.
No era aquélla la primera reaparición de don Sebastián. Conseguida la sucesión del trono portugués por Felipe II, tras la muerte del Infante don Enrique y la expulsión de don Antonio, prior de Crato, también aspirante a la corona, muchos portugueses añoraban un rey propio. Dos casos de pretendidos don Sebastián habían sucedido diez años antes en Portugal, acabando con la prisión y muerte de los impostores.
Poco después de llegar Espinosa a Madrigal, fray Miguel creyó ver en él a su rey deseado, y cuando se lo insinuó al pastelero, éste le respondió ambiguamente.
Tras varios encuentros con Espinosa a través de la reja del convento, doña Ana también se convenció. Aquel hombre era su primo, llegado providencialmente cuando más lo necesitaba. Poco después ambos se prometieron en matrimonio, condicionándolo ella a conseguir la dispensa de voto, merced que el Papa no negaría a un rey. De ahí el llamar “hija” a Clara Eugenia, y no por otras causas. Por cierto, el sábado 15 de abril de 1595, fue bautizado en Madrigal Gabriel, otro descendiente de la pareja, “hijo de Inés, pastelera, y de su amo, que dijo ser suyo”, según un apunte en el libro de bautismos de Santa María del Castillo, de Madrigal.
La relación del pastelero con la sobrina del Rey no podía quedar en secreto. Y cuando las habladurías comenzaron, Gabriel de Espinosa marchó a Valladolid con algunas joyas y dineros de doña Ana. Aunque había prometido ir hacia el norte a encontrarse con un hermano que ella creía tener, para volver con él a Madrigal, parece más cierto que por el momento pensaba dejar aquella aventura.
Acusado de crimen de lesa majestad, Espinosa fue condenado a la horca, cumpliéndose la sentencia en la tarde del 1 de agosto de 1595, en la plaza pública de Madrigal, donde todos quedaron sorprendidos del orgullo de su mirada, la cólera con que citó a don Rodrigo ante el Tribunal de Dios y la tranquilidad que tuvo ajustándose la soga al cuello. Luego, su cuerpo fue decapitado y hecho cuartos, siendo los despojos expuestos al pueblo.
Trasladado a Madrid fray Miguel de los Santos, y acusado del mismo crimen que Espinosa, fue primero degradado al estado laico, y después, a mediodía del jueves 19 de octubre, ahorcado en la plaza pública. Al pie del cadalso insistió en su inocencia diciendo haber creído que Espinosa era don Sebastián. También decapitado, su cabeza fue transportada hasta Madrigal para acompañar por unas horas a la del Pastelero.
La culpa de doña Ana de Austria se saldó con un encierro en el convento agustino de Ávila. Allí, desprovista de privilegios, pasó poco más de 3 años, hasta que su primo Felipe III, a poco de suceder a su padre, la hizo devolver al de Madrigal, donde, restituida su influencia y recobrada la tranquilidad de espíritu, fue elegida priora. Ocupó aquel cargo hasta que en 1611, dejando la orden de San Agustín, pasó a ser abadesa del cisterciense monasterio de las Huelgas de Burgos, la mayor dignidad eclesiástica a que una mujer podía aspirar. Y por cierto que actuó como una magnífica prelada, quizás la mejor que tuvo nunca aquel real sitio.
Este apoyo de su primo Felipe III, muerto en 1620, catapultó nuevamente la figura de aquella dama tan firmemente arraigada a la familia real. Doña Ana de Austria aparece en el testamento de su media hermana de padre, la duquesa de Petrabona, Margarita, fallecida en 1629, designándole la gran cantidad de trescientos ducados de renta cada año, como señal del gran amor que siempre he tenido a mi queridísima hermana, la Señora doña Ana de Austria…
Este mismo año de 1629, el rastro de doña Ana de Austria desaparece para siempre a la edad de sesenta años, dejando para la leyenda una incógnita tan grande como lo fue su nacimiento. Según algunos rumores entre las monjas del Císter, doña Ana marchó a Sevilla, donde no sabemos si abandonó la vida religiosa para dirigirse a Italia y le cogió la muerte en la capital hispalense. Lo que sí sabemos es que su magnífico sepulcro de la capilla de las Huelgas sigue desde entonces vacío.
Como vacío queda el recuerdo de Francesco, su hermano de madre y padre (aunque no reconocido por ambos), que duerme en el mismo triste silencio con que vino a la vida, y del que su último recuerdo es el fallido intento de ver a su hermana en el convento de Madrigal.
Priego-Cuenca, agosto de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario