José Julián Barriga
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José Julián Barriga |
Yo he venido esta noche aquí, aturdido, o al
menos confuso, por el impacto que me ha causado la lectura atenta de este
libro, sintiendo la necesidad de comentarlo con otros que hayan leído estos
versos, para conocer de ellos si acaso han sufrido y gozado lo mismo que yo he
gozado y sufrido. Ya sé que los sentimientos son intransferibles, que cada cual
amasa como puede sus impresiones. Así y todo, necesito saber lo que otros han
sentido, no vaya a ser que mis sensaciones vayan erradas.
Quien les habla tiene el escaso
merito de ser tan sólo un consumidor de versos desde su prehistoria. No es un
experto, no es un profesor de letras, ni siquiera un escritor, pero se siente
con el mismo derecho que aquellos otros a hablar de poesía y de poetas, porque
le nacieron los dientes del alma consumiendo versos ajenos. No soy providencialista,
ni creo en las meigas, pero bendigo a los dioses de los poetas que me han dado
ocasión de presentar este libro o estos libros de Pablo Jiménez. No vengo, sin
embargo, a hacer el panegírico del autor. Vengo a hablarles de unos versos, de
estos y otros del mismo autor, que he frecuentado a lo largo de los años. No quisiera
tampoco hacerles perder el tiempo recordando avatares de infancia compartida. Sí
necesito, en cambio, decirles que, aunque
Pablo Jiménez fue poeta y músico precoz, es probable que hayamos compartido un
mismo despertar poético. Y como imagino que alguno de los presentes sientan una
mínima curiosidad sobre el origen de nuestra común procedencia poética, él como
autor de versos y yo como consumidor, permítanme recordar a aquel hombre que en
el internado nos hizo copiar, y nos enseñó a declamar versos, si no prohibidos,
sí al menos versos clandestinos. Imaginen ustedes –primeros años de los cincuenta
del pasado siglo- a un clérigo ilustrado
obligando a niños de pueblo a proclamar, sí a proclamar, versos de
Antonio Machado, Juan Ramón, Cernuda, Rubén Darío, Gerardo Diego, Gabriela
Mistral.
¿Te acuerdas Pablo dónde
aprendimos estos versos?: “El sol te
empuja hacia mí/ por la espalda/ Ven/ tú que vienes del alba… ¡Llega, ven, / no
te pierdas en tus llamas/ por los detrás, por los cruces de la luz! ¡Ven tu que
vienes del alba!”
O estos otros: “La noche mira un roble/ que muere de dolor
y de nostalgia/ ¡Todo el día empapando/ la lluvia su corteza amortajada”.
La primera estrofa que he
leído, la conocen todos ustedes, pertenece al poema “Del Alba”, de Juan Ramon
Jimenez. Los segundos versos, los de la “noche que mira un roble”, están
fechados el 8 de mayo del 1957, y corresponden a un muchacho, o a un niño, de
14 años, que se llamaba y se llama Pablo Jiménez García. Es decir, preparando
estas notas, he descubierto, yo que soy hombre de memoria frágil, fragilísima,
que te había “antologado” ya en aquellos tiempos. Y digo antologado, porque
este poema del niño Pablo Jiménez está en mi cuaderno detrás de “Las Carretas”
de Juan Ramón y anteceden, al “Viaje Definitivo”, también de Juan Ramón, y, al
que sigue, “Nocturno” de Gabriela Mistral. Y por si alguien duda de la
exactitud de lo que voy contando, he aquí la prueba…
Tuvimos la suerte, -éramos
niños o aprendices de adolescentes-, de tener un buen maestro de versos. La vida nos separó
y nos llevó a cada uno por derroteros diferentes. Pero he leído que recalaste
en Madrid en 1962, hace cincuenta y un años, el mismo año, de suerte y de ventura,
en el que, con maleta de cartón, bajé de
un tren en la estación de Delicias. Y hoy,
en el Hogar extremeño de Madrid, se ha producido nuestro reencuentro; se han
vuelto a cruzar nuestros caminos: yo que fui tu antólogo de niño, en una
antología de niño de pueblo, y tú un poeta de cuerpo entero.
Y antes de entrar en el libro,
me voy a permitir opinar, tan a fondo como permita mi ignorancia, sobre el
sustrato de estas páginas. No esperen de mí nada extraordinario; a los más
expertos en letras, les pido disculpas si mis consideraciones no están a la
altura del autor al que presentamos. Quienes ignoren o no frecuenten la lectura
de Pablo Jimenez, tal vez agradezcan las siguientes observaciones que voy a hacer
a continuación.
Es poesía metafísica. Me dirán
que toda poesía, lo es; está más allá de la física. Pues les diré que esta
poesía es metafísica reforzada, implementada. Absténgase de consumirla quienes
busquen en los versos sonoridad, goce placentero para los sentidos. Consúmanla,
por el contrario, quienes tengan paladar
y gusto para el razonamiento profundo, para las cuestiones esenciales que
afectan a la vida y a la condición humana. Si tuviéramos que hablar en términos
musicales, que tanto entiende y maneja el autor, no es ésta poesía sobre las
Cuatro Estaciones. No. En todo caso sería poesía al estilo Mahler o Bruckner. Y
si hablásemos de pintura (por cierto hablaremos mas adelante de otro libro de
Pablo Jiménez con referencias a la pintura) no es Murillo lo que en está en danza,
piensen más bien en Bacon, o en el extremeño Barjola. Pablo Jiménez no es poeta
de Juegos Florales. Lo es del tiempo que
pasa, la memoria que se escurre, el amor que se olvida, la muerte. Es muy
probable que a quien lea estos versos le suceda lo que a mí me ha ocurrido: una
gran sacudida interior. Una especie de drenaje catártico, en el sentido de que
la escritura de Pablo Jiménez te obliga a sumergirte en el drama. Sí, son versos
dramáticos, inquietantes, hasta turbadores. ¿Por qué nos tiene que asustar los
versos dramáticos, si es arte al estilo de las tragedias griegas? La vida se
puede vivir con gravedad y conciencia, o con ligereza. Ya sé que el hombre
actual busca placeres livianos y pasajeros; emociones “pret a porter”;
sentimientos “low cost”, ideas para ir tirando. Lo contrario de lo que sucede en
este breve libro, que tiene por título “Deducida Materia”. Quienes se decidan a
entrar en sus páginas, van a consumir un tratado de singular belleza sobre la
naturaleza humana en toda su complejidad, con todas sus contradicciones, pero
también en su belleza más genuina. No hay mayor belleza que la que deriva del
entendimiento sincero y profundo de la existencia. Efectivamente es poesía
existencial, llena de sentimientos de melancolía, de anhelos de eternidad, de esperanza
y de desesperanza, como la vida misma cuando se vive con plena conciencia. Por
eso me atreví a recomendar que se abstuvieran de pasar las páginas de este
libro aquellos que pasan la vida sin inquietarse por los misterios de la
existencia, o aquellos otros que estén instalados en un mundo de certezas.
¿Es un libro autobiográfico?
No, evidentemente no, pero está bien nutrido de huellas personales. Lo que no
sé hasta qué punto puede pedirse a un poeta que aquello que cuenta, o que
cualquier paisaje íntimo que represente, le pertenezca. Sería tanto como exigir
al narrador que aquello que cuente le hubiere sucedido. Pero no hay duda de que
los versos auténticos vienen del venero propio; son versos sinceros, escritos
en tiempo de reflexión, por eso son versos metafísicos; por eso producen ese
escozor que acompaña siempre a los pensamientos más fundamentales.
Es por lo tanto, un libro escrito
para minorías. No nos avergüence decirlo y proclamarlo. Quienes gustan de este
género, por cierto he de decirlo ya: son versos absolutamente extraordinarios,
y, cuando digo extraordinarios, lo digo con la convicción de quien tiene el
gusto habituado a los placeres de la lectura. Quienes consuman este género de
poesía pertenecen a esa extraña cofradía de gentes, minorías, que buscan cada
día la razón última de la alegría y de la tristeza, del amor y de la ternura,
del desamor y del desconsuelo, gentes siempre dispuestas a encontrar
sensaciones en cualquier tramo del camino, gentes con capacidad para hilvanar
ideas de las contrariedades que la vida nos presente, gentes de la tribu de
Epicuro, austeras para las cosas que consumimos, pero avarientos de goces
inmateriales; gentes de mente libre, sí claro, ¿cómo no?, gentes
contradictorias.
Pro no debo consumir más
tiempo en tratar de definir lo indefinible, ni en cuestiones biográficas que
son aspectos superfluos cuando se trata de explicar cuestiones de calidad
innegable. Pablo Jiménez es un poeta ambicioso y decidido, tenaz, probablemente
le importe poco lo que estoy diciendo o lo que podamos decir sus lectores. El
seguirá su ruta implacablemente, absorto en su verso, sin importarle mucho o
poco. Miren ustedes, un poeta como el que he descrito, tan iconoclasta, tan
inconformista, probablemente tan heterodoxo, se ha atrevido a hacer un poema a
la rosa. Amigo Pablo, si de la rosa está ya dicho todo; si poetizar sobre la
rosa es requisito seguro de fracaso. ¿Hay algo tan afectado como hablar de la
rosa y de los ruiseñores? Y lo digo yo, que soy un modesto cultivador de rosas.
Pues, señores, este poeta existencial ha hecho un largo, larguísimo, poema a
una rosa roja, pagina 65, que es, ¿cómo lo diría?, una cosmogonía de la vida. Tan
pronto el poeta se transmuta en rosa roja, como la rosa roja de tu verso se
transforma, cobra vida, y protagoniza el
relato de las emociones más substanciales.
No hay tiempo para concretar
mucho más. Pero, al presentador de un libro creo que se puede permitir el
derecho a hacer una cata en el producto y así ofrecerlo a los asistentes al
acto de presentación de un libro excepcional. El libro consta de tres partes.
Una obertura, dos actos y un último poema de cierre, de bajada del telón. Son
en total 17 poemas, poemas largos, el mismo dice en algún verso que no le va la
escritura corta. Necesita trazos largos, expandirse, porque cada poema es una
obra completa, que a su vez se puede descomponer en varios capítulos. La
escritura de Pablo Jiménez – y no me corresponde a mí analizar literariamente
estos o cualquiera otros textos- es una escritura tensionada, sonora, tiene
timbre musical, en búsqueda permanente de ensanchar el lenguaje porque no le
basta el diccionario, hasta la frontera del metalenguaje. No tiene un ápice de
preciosismo, cuando la escritura lleva camino del lirismo, se frena y regresa
al territorio de las ideas y del argumento. Cada poema cuenta la vida, una vida completa, de
principio a fin. ¿Cómo son las vidas que
Pablo Jiménez nos cuenta?
Me he atrevido a hacer una
breve antología para demostrar aquí esta noche lo que llevo dicho y para ello
me voy a servir de algunos conceptos. Pero antes quiero hacerles una
advertencia: voy a leer unas estrofas, a pesar de que los poemas de Pablo
Jiménez exigen lectura completa, a sabiendas de que es imposible parcelar el sentido íntegro de cada poema. Si
no lo hiciera, nos darían aquí las del alba. Me voy a referir a dos o tres
poemas. El primero se titula “Cesar Vallejo y conjeturas·”. El poeta se dispone
a recordar un suceso y ese recuerdo le provoca una tempestad de evocaciones sucesivas
de pequeños o grandes acontecimientos: el internado en verano, el regreso a
casa, una estación de ferrocarril, la muerte y la contemplación del cadáver del
abuelo. El poeta transmuta en color el recuerdo. El ayer –dice- es azul “como el más alto cielo o la extrema
blancura, solo luz”; “no puede contemplarse el ayer porque ciega”. Vemos en
primer lugar la representación lírica del azul, un vocablo de una sonoridad inigualable,
pero que le sirve al poeta para componer esta exaltación del color. El poeta ha
hecho una extensa evocación de algunos sucesos de su vida, incluyendo la muerte
y la contemplación del abuelo. En su cabeza se mezclan recuerdos y actitudes
diversas. El poeta va poner distancia de aquella memoria para refugiarse en sí
mismo, en su plena conciencia y dice:
“Azul
es la distancia y son azules, / terriblemente azules las palabras/ que el
olvido hizo suyas, como azul/ es la verdad y esquiva y tornadiza/y no puede
alcanzarse con las manos/ porque azul no es asible y siempre es lejos. / Y el
rostro aquel que fue tu rostro un día/ ¿vas a decir que no es azul?/Cristales,/
azogues obstinados devolviéndonos/ mirada y apariencia/ Ahí tienes la
respuesta. Y la memoria,/ reina de los azules, que nos miente/ porque nos
necesita vivos…/ De otro modo decidme, ¿quién podría/ abrir los ojos, ay, cada
mañana/ y echarse a andar/ como del muerto aquel cantó Vallejo?”
He leído que la poesía de
Pablo Jiménez es culta en el sentido de que para la plena comprensión de estos
versos se necesita de mucha lectura y conocimiento previos, si de verdad se
quiere extraer todo el jugo que contiene. Además, los versos de Pablo Jiménez
están impregnados de sentido pictórico y de sentido musical. La música y la
pintura tienen siempre protagonismo en su escritura. La escritura de Pablo
Jimenez es , ya lo he dicho, tensa, siempre al borde de desbordar el
diccionario, como si la palabra le resultara insuficiente para expresarse, por
eso recurre permanentemente a las artes hermanas de la pintura y de la música.
Me refiero ahora a otro poema
que se titula “La vieja casa en venta”. Comienza el poeta lamentando la
fragilidad de la memoria con estos versos preliminares: “Qué deshabitación/ el ámbito que arropa la memoria,/ aquellas voces que
tragó el silencio/ qué tercas en su olvido,/ cuánto humo aventado, qué diluida
música”
Este es el prologo. De
inmediato va exhumar el recuerdo de
objetos y de situaciones vividas en la vieja casa familiar: el reloj de pared,
una santacena de metal, la luz que filtra una persiana, la quebradura del
espejo, una silla de anea, la troje, y, de pronto, se encuentra en la memoria
con los ojos de alguien “que le miraban
por su nombre”. Después de este recorrido material, el poeta va y dice: “Qué ajeno y malvenido/ quien regresa a
destiempo/ al viejo decorado donde antaño bregó,/ protagonista iluso de su
vida;/ qué solo/ detrás de tantos nombres,/ de tantas máscaras,/ de tanto amor
mentido”…”Y qué crudo el regreso/a los exilios cotidianos/ dejando atrás y para
siempre/ la clausura que fue nido y techumbre:/sellada y sola con su olor
perdido,/ sus detenidos pasos/ y el olvido vivísimo de tantos/ ojos
inolvidables/ que tras los yertos párpados/ persisten/ en la condenación de las
preguntas”
Como he dicho, el libro se
titula “Deducida materia” y, sin embargo, el hilo conductor de todos o de la
inmensa mayoría de los poemas es la memoria o la desmemoria, los caprichos de
la memoria, hasta el punto de que se podría afirmar que el libro en cierto es
modo es un ajuste de cuentas con la memoria. Hay un poema de una gran ternura
dentro del sentido escatológico que siempre conserva la escritura de Pablo
Jiménez que se titula “A la espera del ángel”. No dejen de leerlo, se lo
recomiendo con total convencimiento. Dice el poeta que aún preserva la esperanza,
la mirada, por si el ángel de la infancia feliz regresa a rescatarlo de la
“prisión-despeñadero” en el que el adulto ha caído. El poeta vive en
desasosiego prisionero de la memoria y es, en este punto, donde exclama: “Apacigua, memoria,/ tus iracundos mares,
mándame / con la pleamar un punto de sosiego/ y, si quiera un instante, aquella
música/ de las viejas palabras,/ aquel leño de encina crepitando/ en el extinto
hogar, aquellos ojos/ pasmados en las lenguas de la llama,/ aquel silencio
vivo, aquellas sombras/ vibrando en la pared, aquellas voces/ queridas que me
siguen/ hablando tras lo blanco de la muerte,/ aquel cálido tiempo detenido.
¿Oyes, sueño, las alas?/Ven compasivo, /pon a nevar tus copos invisibles/ sobre
el lánguido yermo de mis párpados/ y que a la tibia soledad suceda/ un dulce
alejamiento hasta el dintel/ de la ausencia de toda sensación./ Y déjame allí
solo, acurrucado/ en el regazo de lo hondo, a salvo/ del escrutinio de la
luz/.¡Dormir, dormir, por si acontece el ángel!
En esta pequeña glosa o
antología voy a terminar con el poema que yo más recomendaría de este libro. Es
el que lo cierra con el título “Ulises se reencuentra con su Dios al arribar a
Ítaca”. No creo que necesite ninguna explicación; es uno de los poemas más
sencillos dentro de la enorme complejidad de la escritura de Pablo Jiménez.
Basta con estar atento para seguir esta argumentación existencial que tiene un
cierto deje juanramoniano, de su poema “Espacio”. El viejo Ulises vuelve a casa
y el poeta le interpela: “Hoy sabes que
de frágil/ corazón y de carencias inducidas/ se ceba la esperanza, ese único
camino/ que conduce a la fe./ ¿Recuerdas tus más jóvenes años? Dios tenía/ la
llave de tus sueños y en tus sueños/ -solo en tus sueños- encontraba/ su
esencia Dios. Tú lo creabas/ un día y otro día/ de tu propia materia
vulnerable,/ le dabas nombre,/ lo vestías de pompa y resplandor/ (el que
necesitabas / para sobrevivir) y lo adorabas/ en el sitial de oro que tenías/
alzado para él./ Mas la razón,/ un tiempo aletargada en la inocencia,/ aconteció
un mal día y adujo sus razones/ y del ciclón sobrevenido/arrasados quedaron
retablos y quimeras./ De aquel dulce muchacho/ la llama extinta arde/ en tus
ojos vacíos que van precipitándose/ de naufragio en naufragio/ a su lóbrego sino,
ciegos de la relumbre/ que enciende el vaho de los sueños…”
Estos son los versos, solo una
pequeña muestra, de cómo es la escritura de Pablo Jiménez. Pero les advierto:
lo he leído y lo he interpretado, a mi albedrio. Los versos de Pablo Jiménez
son un calidoscopio. Volteen el artefacto y comprobaran cómo la lectura de los
versos que les aconsejo admiten otras interpretaciones, otras derivas siempre
diferentes, pero siempre enriquecedoras de estos textos esenciales y
existenciales. Tal vez si los hubiera leído otra persona, o yo mismo en otras circunstancias,
el resultado y las apreciaciones serían distintos.
Quiero terminar con una última
consideración, si no obligada, al menos oportuna por el lugar donde esta
reunión se celebra. Pepe Iglesias me recordaba el dicho de Neruda de que hablar
de la aldea es hablar del universo, sobre todo cuando se hace con inteligencia
y oportunidad. Me gustaría haber tenido tiempo para hacer un recorrido
sentimental sobre las huellas de la tierra, tu tierra, mi tierra. No hay
tiempo, pero me hubiera gustado, Pepe Iglesias, poder hacer una larga,
larguísima referencia al trasunto extremeño que recorre este libro, no para
hacerlo más próximo o emotivo, sino para glosar de algún modo la huella
extremeña de este poeta. Pero que nadie intente hacer una lectura regionalista
de estos versos. Son versos universales.
Repito, amigo Pablo: hubiera
preferido no conocerte. ¿Por qué y para qué? Para admirar estos versos más descomprometidamente,
más libremente, sin adherencias biográficas, pero con idéntica pasión lectora.
Gracias a todos.
PRESENTACIÓN
DEDUCIDA MATERIA/ FIGURACIONES
Javier Rguez. Magano
19 de abril de 2013
Deducida
materia y Figuraciones: cuadros de una exposición,
se inscriben, con la debida distancia, dentro de una trayectoria creadora cuya
producción toma como modelo paradigmático el descrédito, la negación con
voluntad afirmadora, el cuestionamiento como inercia identitaria sujeta siempre
a un devenir especulativo. Lo deducible, si afirmado, cobra valor a partir del
instante en que se funda; instante puesto en fuga, acto mismo de nombrarse
figurado en el lenguaje que es, al tiempo, simulacro y artificio volcado en el
presente. Un presente que avoraza la memoria de que se nutre con valor
pretérito; el pasado como afirmación de la memoria en acto del presente:
circularidad, retorno de sí, retorno hacia sí: Nadie/ Nada, pues no supone sino un simulacro de retorno: (…) ¿Retorno?/ ¿Retorno a qué y de qué? Nadie es
el nombre/ que tu mismo te diste. Nominación, término que, es a la vez,
punto de partida, itinerario recurrente que aventura el espejismo, alfaguara
que transcurre detenida en el decurso ahondado de sus aguas: latencia, en fin,
de ese pozo-identidad en que figura y donde
lo literario-como sostiene el autor- sería suicidarse. Así la memoria: territorio del ensueño,
ensueño ella misma: despoblación.
Rostros del pasado tan ajenos al recuerdo, tan extrañados, que regresan con la
atroz severidad de quien se sabe concernido a dar respuesta del propio y
evocado vínculo. Atisbos de apariencia insospechada, fantasmagorías en una
lenta y muda sucesión de alumbramientos que acontecen como quien presume
inminencias de un paisaje clausurado. “Qué
deshabitación/ el ámbito que arropa la memoria,/ aquellas voces que tragó el
silencio/ qué tercas en su olvido,/ cuánto humo aventado, qué diluída música.” Una urgencia, entonces, configura el espacio
preterido, anuda el tacto a la palabra, late en su interior develamiento: no
todo deviene transparencia especulada de artificio. Arde y acompasa y
acrecienta el pulso y se extasía y se duele y pide más. Es el amor, al fin,
quien en sí reúne, como de un metal acrisolado, la sola incandescencia que
fulgura en sus versos: “De ti me duelo
sobre todo, amor./ Falaz conmigo fuiste, como con todos. Ave/ del paraíso te
soñé y tus alas/ fueron región para mis avatares/ (…) Amor, perdido amor, duéleme
siempre.”
Amor que al desamor engendra, pues de su
ausencia testifica, acrecentado, el desamor que le concede, como del tiempo la
oquedad de la memoria, su trasunto.
Materia deducida, figurada en
cada uno de los lienzos interiores de una geografía vital itinerante. De uno a
otro libro esa materia deviene objeto mismo del acto creador, vertebra la
fábula increada, se traiciona, se confía al azaroso lance de un tiempo que
transcurre y es, al cabo, transcurrido; mujermadrevulva de unas aguas ancestrales,
ángel celador de la inocencia, ojo medular de la memoria en el destiempo, aquel
cuya mirada le interroga: Nada, Nadie.
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