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MUERTE DE LA GOLONDRINA

Su cuerpo era menudo, casi etéreo, siempre cubierto por un ropaje negro que guardaba lutos de varias generaciones; tanto en verano como en invierno. Su cara afilada, enjuta y su nariz de perfil aquilino le daban un aire de animalillo como asustado, en estampida; siempre a la defensiva de no sabemos qué posible peligros. Lo más hermoso de su rostro eran sus ojos; unos ojos vivarachos, alegres, pizpiretas, con una intensidad en su mirada que hacían retroceder al más osado que se le enfrentara. Su boca, una fina raya en su rostro, siempre te recibía con una sonrisa de gratitud, como si quisiera poseerte y desearte te quedaras con ella para siempre. Como sus hermanas las otras golondrinas, había viajado en varias ocasiones de un continente a otro sin saber muy bien dónde se encontraba. Ella teñía una misión sagrada allá donde estuviera: proteger y cuidar a sus semejantes, a su familia, a sus queridos tíos que la habían acogido, protegido y amado como una hija desde sus más tiernos años de infancia. Viajó bajo la protección de enormes barcos que elevaban hacia el cielo enormes penachos de humo con los que se quedaba extasiada, sin que nunca se le quebrara el ánimo, pensando que era un saludo a su persona. El agua del mar, espejeante, donde el tórrido sol del ecuador le hacía brotar brillos a miles de esmeraldas, era su máximo entretenimiento en los largos y cansados viajes en busca de nueva vida. Pero ¿quién piensa y siente el cansancio o el aburrimiento cuando se es dueño de la juventud y los sueños dominan nuestros sentimientos?

Durante muchos años encontró un nuevo nido en las tierras más cálidas de un país que se vierte al mar Caribe, lugar por aquellos años paradisíaco, y en donde la vida se presentaba a los emprendedores con toda la pujanza de sus inmensas riquezas. Todo estaba por hacer, menor disfrutar de la hermosa naturaleza con la que Dios había premiado a la hermosa tierra de Venezuela. Y entre perfumes de selvas floreció la hermosa niña, siempre arropada por sus tíos, que llegaron allí con un buen bagaje profesional. Buena vivienda, poderosos coches, fiestas en las Embajadas, escogidas amistades….

Fiel guardiana de su intimidad, nunca habló de sus sentimientos personales. ¿Tuvo amores las joven española en tierra americanas? ¿Sintió sobre su cintura el abrazo perturbador de unos brazos masculinos? ¿Se dejó arrastrar su corazón por ese torbellino de sentimientos que es el amor? No lo sabemos. Hemos encontrado fotografías de recepciones en el barco por parte del capitán; de fiestas bulliciosas y juveniles en la embajada de España en Venezuela; de viajes al interior del país montados en grandes y potentes carruajes mecánicos; de sus éxitos en el negocio de alta peluquería en el que se embarcaron, muchas fotos de una familia de buena posición social, pero ninguna acompañada de un hombre que nos haga pensar en un acompañante sentimental.

Y la golondrina, cuando el sentimiento de nostalgia por la tierra española pudo más que el bienestar del que disfrutaban en país extraño, volvió de nuevo buscando hacer nuevo nido en tierras madrileñas. No fue el fin de su vuelo. Fueron muchos años viviendo en una tierra cálida caribeña como para aceptar ahora los agudos y suaves fríos de la sierra de Guadarrama. Un nuevo vuelo los llevó a la costa mediterránea donde montaron su nido en lo más alto de una gran torre de pisos frente al mar de Alicante.

Y la golondrina se fue marchitando con los años, empequeñeciendo su ya de por sí menudo cuerpo, mientras miraba la línea del mar buscando abrir un horizonte que poco a poco se le iba cerrando. Se dedicó en cuerpo y alma, como siempre había hecho, a cuidar a sus familiares. Y cuando estos murieron después de penosa enfermedad, cuando fue la única que quedó en vida de sus hermanos madrileños, la soledad del nido frente a su querido mar mediterráneo mitigaba el dolor de la pérdida humana. Cada mañana, muy temprano, como si formara parte de un rito religioso sólo por ella conocido y ejercido, salía a la amplia terraza con el pretesto de limpiar sus barandales metálicos, mientras sus ojos se llenaba de sol, de sal y del azul del mar de Alicante, tan distinto a otros mares por ella conocidos, pero no por ello menos hermoso y liberalizador.

De nada servían las esporádicas visitas de sus pocos numerosos familiares que siempre la arroparon con cariño y que pretendían cubrir sus mínimas necesidades. Ella deseaba mantener su ansiada soledad y su libertad personal por encima de cualquier otra incomodidad. Y cuando ya no pudo mantenerla, como si de un guión bien aprendido se tratase, fue olvidándose de quién era, de dónde vivía, de cuál era en realidad su función en este, para ella, desconocido mundo.

No había otra opción más que llevarla a un sitio digno en donde estuviera bien cuidada por expertos profesionales. Y la golondrina emprendió de nuevo el vuelo, esta vez sin voluntad, para que otros le hicieran el nido en el Madrid que ellos no habían deseado huyendo del temido frío capitalino. ¿Tuvo conciencia de dónde se encontraba? ¿Fuimos crueles al pretender ofrecerle una nueva vida que ella seguramente no deseaba ampliar por muchas que fueran las comodidades que se le ofrecían? Demasiadas preguntas que ya nunca tendrán respuestas.

Un día la golondrina se cansó de vivir (o de vegetar) y decidió marcharse a ese otro mundo, buscando el calor de aquellos a los que tanto había querido. Y de nuevo, ahora en un lujoso coche funerario, la golondrina emprendió su último viaje buscando la tierra en las que ya dormían el sueño eterno sus tíos. Ese era su máximo deseo y así se hizo.

Tres personas componíamos el acompañamiento de sus disminuidos restos mortuorios. Tres familiares frente a su féretro en el momento en que el sacerdote le dedicaba el último responso en la amplia y fría capilla del cementerio de Alicante. Tres familiares acongojados por la pena, frente a un cielo de sangre en el crepúsculo de la tarde levantina, cuando frente a ellos se encontraron la tumba abierta donde la esperaban los restos de aquellos con los que había vivido, gozado y soñado toda su vida. Tres familiares a los que se les aceleró el pulso cuando unas paladas de tierra sobre el féretro sonaron como un sórdido y lejano tambor de despedida.

Ya todo está acabado. La muerte es el final, proclaman algunos. ¿Pero es realmente la muerte el final del hombre? Independientemente de los sentimientos religiosos de cada uno, nosotros creemos que no lo es. La muerte definitiva del hombre es el olvido que todo lo borra. Y esa muerte, querida golondrina, todavía falta mucho para cumplirse en tu persona. Siempre habrá en nuestros labios una oración en tu recuerdo.

Madrid, 29 de Diciembre de 2011

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