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LA PLAGA DE LANGOSTAS

Para mi amigo Antonio Dávila,
hombre emprendedor y enamorado
de Extremadura, a la que vuelve a roturar,
mancando los caminos de regreso al eterno
Santuario de nuestra Fe: Guadalupe.


LA PLAGA DE LANGOSTAS

Muchos son los recuerdos que regresan a mi mente desde la distancia que me separan de mi infancia, pero no por ello dejo de percibirlos con la misma fidelidad de los momentos en que transcurrieron.

A veces, sin saber por qué, como si de una película en blanco y negro se tratase, en noches de insomnio o en momentos de soledad, saltan desde mi memoria hechos y personas que me acompañaron en mi infancia y soy capaz de fijarlos con todo tipo de detalles que, en muchos casos, punzan mi alma y la envuelven en un halo de tristeza recordando otros tiempos rodeado de padres y abuelos, que tanto amor derramaban sobre nuestras vidas.

Así ocurrió no hace muchos días, cuando viendo una película de los años cincuenta del pasado siglo en la que se relataba los daños que una plaga de langosta producía en unos campos de labranza, los recuerdos me retrotrajeron a mi infancia y a una experiencia parecida en la que yo fui protagonista directo de la misma.

Mi padre no era labrador aunque trabajara y viviera muy directamente del campo, pero ello no era obstáculo, seguramente para mitigar la añoranza por la tierra de mi abuelo, para que tuviera en propiedad unas cuantas fanegas de tierra de labranza y una era con su humilde casita de campo, que mi madre se encargaba de blanquear con cal todas las primaveras, con su pozo de agua fresca en el que mi padre, mi madre y mi abuelo, muy orgullosos de él, refrescaban el vino, los melones y sandías, metiéndolos en un cubo de cinc y bajándolos a nivel del agua mediante una polea, y en donde en tiempos de trilla, toda la familia pasábamos parte del día y fines de semana con sus respectivas noches, hasta dar por finalizadas las tareas de recogida del grano, que serviría, una vez vendido, como importante apoyo para la menguada economía de la familia.

Era mediados de mayo y ya los campos de trigo y cebada iban tornándose de color dorado conforme las plantas se encañaban, dando paso a un mar de espigas de diferentes tonalidades que la suave brisa del viento ondulaba y daba vida, pareciendo a nuestros ojos como un inmenso mar de ligero oleaje al paso de la familia, al declinar la tarde, desde el pueblo a la cercana propiedad, una vez que cada uno había cumplido con sus respectivas obligaciones diarias. El motivo de estas estancias de tardes y noches era acompañar a los hombres que, dadas las fechas, preparaban el terreno, limpiándolo de hierbajos y allanándolo con los rodillos de granito, para el tiempo de la trilla y del oreo del grano. Naturalmente, los muchachos de la casa, quitando a mi hermana mayor que le daban miedo los morgaños (arañas caseras) y a mi madre, quien no las tenía todas consigo con los saltamontes, nos sentíamos contentos y alborozados por tanta libertad como se nos daba por los campos cercanos, soñando con inagotable aventuras en la que cada uno era el protagonista de fabulosas gestas guerreras.

La casa era de razonables dimensiones para una familia compuesta por siete personas: padre, madre, abuelo y cuatro hermanos, pues disponía de dos grandes habitaciones, amplio salón con chimenea y sofá de esparto, cómodo retrete y cocina, si tenemos en cuenta que para esas fechas de la estación del año, los hombres mayores preferían dormir bajo el amplio porche que se le había añadido no hacía muchos años. No disponía de agua corriente, pero tampoco se le echaba de menos teniéndola tan cercana y abundante. En las traseras de la casa, protegida por frondosos árboles frutales que eran nuestra delicia, el abuelo había construido una cabaña de ramas de jara y retama en la que se cobijaban media docena de gallinas coloradas, buenas ponedoras, y dos altivos gallos que se encargaban, junto con los estorninos y los escandalosos gorriones que habitaban el tejado de la casa, de despertarnos con los primeros rayos del sol de la amanecida. Naturalmente, los animales vivían de lo que espulgaban en el campo, y se encargaban de descubrir los almacenes de grano que pacientemente guardaban las hormigas de un año para otro, cuando no, de hacer desaparecer los mismos hormigueros o de correr a los saltamontes si el hambre apretaba; eran un verdadero ejemplo de equilibrio de la naturaleza y una estimable ayuda en el mantenimiento de la parcela. Más alejada de la casa, en una cuadrícula de terreno convenientemente abonado y cuidadosamente cuidado, el huerto daba lo suficiente como para no acordarse del mercado del pueblo.

Mi madre, muy coqueta y siempre cuidadosa, enjalbegaba primorosamente las paredes de la casa, que al reverbero del sol parecía desde lejos un blanco nido de palomas, dejando escapar por la chimenea una tenue nuevecilla de algodón. Dos perros disparejos, Luna y Kinto, completaban el total familiar de la dichosa vivienda campera, sin contar con Capitán, un conejo blanco que andaba suelto por todas partes, sin tenerle miedo ni a los perros ni a los muchachos, que muchas veces le atosigábamos con nuestros juegos.

La vida se presentaba plácida y sencilla en las tardes y noches que dormíamos todos juntos en la confortable vivienda, en la que no faltaba nunca ni el vino, que tomaban los hombres en botellas con cañas, ni la chacina casera, producto de la matanza de invierno, ni la petaca de liar el caldo de gallina del abuelo, al que más de una vez mi hermano y yo le pellizcábamos algunas hebras de tabaco que nos íbamos a fumar, entre toses y escupitajos, a la sombra de las carrascas de la finca vecina.

Por otra parte, no estábamos solos en el campo, pues este trabajo de limpiar las eras por las fechas de mayo, era costumbre habitual entre los campesinos del pueblo que tenían, como nosotros, su finquita en las cercanías y que muchas noches se acercaban a “pegar la hebra”, a tomarse un buen trago de vino, o a ofrecer sus servicios de buen vecino si hiciera falta, aunque eran las mujeres las que más fácilmente se reunían, siempre ellas solas, para contarse sus cotilleos.

Parecía, a mí ahora con la distancia de los años me lo parece, un pequeño paraíso con que Dios nos hubiera premiado en compensación de tantas amarguras y tantos esfuerzos realizados por los mayores en los llamados “años del hambre”, de los que en casa estaba prohibido hablar, mucho menos en presencia de los niños, que a nosotros nos parecían cuentos y fábulas de mayores, por lo que nunca llegaban a llamar plenamente nuestra atención.

Así transcurrían los días de una humilde familia extremeña y así nos criábamos los muchachos de fuertes y sanos, corriendo y gritando por entre los canchales y arroyuelos de la zona, sin más vigilancia que la que ejercían, desde la distancia, las mujeres de las distintas casitas de labranza.

Pero un día todo cambió de improviso.

Era sábado y finales de mayo. Lo recuerdo con toda nitidez, aún después de tanto tiempo, dado que ese día, no sé si porque celebrábamos algún cumpleaños o porque el tiempo de descanso daba a su fin, según nos indicaban la madurez de los cereales, se habían acercado mis tíos y primos desde el pueblo con la sana intención de comer todos junto una rica caldereta extremeña, a la que mi padre había aportado un cordero ya despiezado. A nadie se le ocurriría en esos casos tomar el mando del guiso estando presente el abuelo, poseedor del auténtico secreto de la caldereta, como nos lo había demostrado a lo largo de los años.

Serían sobre las doce de la mañana cuando se empezaron con los preparativos. Uno de mis tíos encendió un fuego bajo de olorosos sarmientos porque, decía, que era la mejor leña para la carne, mientras que los otros familiares cortaban a trozos las piezas del cordero. Las mujeres, que no estaban tan conformes con que el abuelo fuera el protagonista de la comida, junto a la gran perola de hierro, le preparaban y vigilaban los ajos, el aceite, la sal y los condimentos, dándole consejos de expertas, mientras que éste, con su caldo de gallina entre los labios y su boina calada en plena canícula, hacía oídos sordos a tales consejos. Las botellas de vino volaban de mano en mano de los hombres sin darle tiempo a calentarse, picando de la sabrosa chacina o del muy apreciado bacalao seco, que como una aparición salió de la cocina sin saber nadie su procedencia.

Mientras las primas más mayores hacían pujos de muchachas en edad de merecer, los muchachos jugábamos en la era con la pelota de cuero, apartándonos sabiamente de los quehaceres domésticos o de los posibles “recados” al pozo para trasegar más vino.

De pronto, sin que nada aparente indicara el motivo, el campo se fue silenciando quedamente; los pájaros, siempre impertinentes y tenaces a la caza de las migas de pan, ahora habían desaparecido; los dos perros, tan ladradores detrás de los juegos de la pelota, se habían cobijado bajo el porche y miraban a los presentes con ojos inquietos y asustados. Las gallinas, sabias como siempre, habían emprendido el regreso hacia su chamizo, sin que aparentemente nada les amenazase. También los muchachos nos dimos cuentas de que algo extraño y fuera de nuestro conocimiento estaba pasando, confirmado al ver a los mayores en la misma actitud de asombro. Cuando miramos a las otras casas de campo vecinas, vimos a sus dueños en la misma posición de perplejidad, mirando hacia un cielo limpio y radiante a esas horas del día.

- ¿Qué está pasando Ramón? –preguntó mi madre.
- No lo sé, mujer, nunca he visto cosa igual. No te asustes.
Fue nuevamente el abuelo, desde sus años de experiencia el primero que dio la voz de alarma:
- ¡Rápido! ¡Recoged toda la comida y entrad en la casa!
- ¿Por qué padre? ¿Qué está pasando?
- Creo que tenemos un gran problema y que este llegará por los aires. Seguro. Esto ya lo he vivido yo en otras ocasiones.
- ¿Pero que es lo que pasa, padre? No nos meta usted miedo.
- ¡La langosta! Este silencio es por la langosta. Encerrad y atrancad a las gallinas en el gallinero y recoged en casa a los perros. Veremos la gravedad que se nos echa encima.
- ¡Pero si el cielo está limpio y no hay señales de nada!, le dijo otro de sus hijos.
- ¡No importa, todos a casa y que Dios nos proteja! ¡Rápido!

Quien no haya vivido y sufrido nunca una plaga de langosta, no puede, por mucho que se les explique, comprender el extraordinario y terrible expectáculo que ello supone, sobre todo para los agricultores, que ven, con una bola de sangre en los estómagos, como el trabajo y el esfuerzo de meses es devorado en pocos minutos.

Con las mujeres y los niños dentro de la casa, solamente los hombres se quedaron fuera a la espera de los acontecimientos. Yo no quise entrar y junto con mis primos mayores, con el consentimiento de nuestros padres, esperábamos en el fresco y amplio porche, donde lucían en todo su esplendor las numerosas macetas floridas que amorosamente cuidaba mi madre.

Al poco tiempo, todos los presentes empezamos a escuchar un extraño y tenue ruido que no fuimos capaces de clasificar; era como si miles de uñas arañaran una superficie rugosa, como si papeles de lijas se frotaran unas contra otras; era… eran las alas de los malditos insectos que a miles, a millones, fueron entrando en el espacio de cielo que divisábamos, hasta hacer desparecer la nítida y clara luz solar de una mañana de mayo. Fue el momento en que los perros del vecindario se pusieron a aullar lúgubremente, mientras que las gallinas cloqueaban asustadas. También los hombres se sintieron inquietos sin saber qué determinación tomar. Estaban desbordados sin poder entrar en acción.

Como una lengua de fuego (de crujientes bocas) la nube de langosta se fue adentrando en el espacio que ocupaban las eras sin determinarse a bajar a tierra. Fueron unos minutos muy largos, muy tensos a la espera de ver cómo se desarrollaran los acontecimientos. Más de pronto, como si hubieran recibido una señal de ataque, se lanzaron sobre los trigales cercanos y vimos cómo iban cayendo las hermosas espigas, pareciendo al espectador que una enorme guadaña fuera manejada por las manos de un experto y fornido segador.

Cuando terminaron y arruinaron el hermoso campo de trigo a punto de ser cosechados, la nube levantó un corto y pesado vuelo hacia otros campos sembrados, esta vez muy cercanos a nuestras posiciones. Fue el momento en que nuevamente el abuelo tomó las riendas del asunto:

- Hay que quemar los campos de trigo donde están las langosta, ¡rápido! (dirigiéndose a los hombre mayores), ¡prended fuego a los trigales ahora que están saciadas y no pueden emprender el vuelo con rapidez! Vosotros, muchachos, reunid a todos los hombres y mujeres de la vecindad y que vengan armados con palas y azadones; el tiempo juega contra nosotros. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Todos! ¡Hombres y mujeres! Hay que matar todas las que podamos. Cada langosta muerta es un una espiga salvada.

La lucha fue titánica contra un enemigo mucho más poderoso y hambriento, pero dio buenos resultados. Cuando las llamas fueron devorando los contaminados trigales y el humo se apoderó de los cielos limpios y claros, las campanas del pueblo comenzaron a repicar llamando a arrebato. Era la consabida señal de peligro que llamaba a la gente útil del pueblo. Una compacta masa de hombres y mujeres armadas con toda clase de utensilios, entre ellos escobones, se incorporaron entusiastas a la labor de matar a los dañinos insectos que caían a ciento bajo los golpes de los envalentonados enemigos. Otros hombres fueron abriendo grandes zanjas a donde eran barridos y arrastrados a millares los saciados cuerpos de los insectos a los que rápidamente se les rociaba de petróleo o de gasolina y se le prendía fuego, sin que pudieran escapar de una muerte segura.

Recuerdo mi repugnancia cada vez que con mis escasas fuerzas machacaba cuanto se me ponía a mano y mis borceguíes de cuero, que hora antes jugaban a la pelota, supuraban un líquido verdoso y maloliente como consecuencia de aplastarlos con rabia.

Pronto la noche se nos vino encima, pero mucha gente del pueblo prefirió quedarse en las eras para seguir ayudando a sus vecinos. Fue una noche larga, penosa, donde los brazos no respondían debido al cansancio de la jornada, pero valió la pena. Por acá y por allá, el espacio estaba lleno de rescoldos del fuego y un olor denso y profundo a petróleo quemado llenaba el ambiente. No pudimos vencer completamente a la gran masa de insectos que se nos vino encima; no pudimos proteger muchos campos de cereales cuya destrucción, de una u otra manera, significarían la ruina para muchas familias, pero a la mañana siguiente, seguramente como consecuencia del cambio de los vientos, los que no fueron aniquilados, emprendieron el vuelo buscando mejores condiciones para su destructiva misión.

Cuando fuimos regresando a nuestras casas todo había cambiado. Ni la parra del porche, ni las macetas de mi madre, ni los frondosos frutales, ni la ubérrima huerta eran lo que fueron unas pocas horas antes. Todo estaba arruinado y comido por las langostas, algunas de las ellas y a causa de estar ahítas de comer, aún se mantenían pegadas a los roídos troncos. Dos gallinas jóvenes se veían muertas junto a la puerta abierta del gallinero, comidas literalmente por los bichos, mientras que el resto cacareaba asustadas en lo alto de los ponederos. Miraras para donde miraras, el hermoso y florecido campo de primavera estaba ahora desolado y falto de cualquier color que no fuera el de la tristeza.

Era tiempo de hacer balance del desastre. Ya no hacía falta esperar para la siega; todo estaba consumido y muchas familias pasarían hambre el próximo invierno. Las mujeres lloraban y los hombres se miraban entre sí con rabia contenida. Malos tiempos nos esperan, pensaban.

El abuelo fue el último en llegar a la casa. Estaba verdaderamente cansado, pero sus ojos, profundamente hundidos por el esfuerzo, tenían un brillo especial de victoria. Seguramente sería su última batalla contra los malditos insectos, pero esta vez se habían llevado una buena lección. Era tiempo de mirar hacia adelante. Todo el mundo esperaba sus sabios comentarios; por eso, cuando se quitó la eterna boina, encendió su cigarrillo y tomó asiento en su patriarcal asiento, todos nos apresuramos a escuchar sus palabras:

- Bueno, muchachos –dijo– aquí vinimos a comernos una buena caldereta y, que yo sepa, la langosta no la ha devorado, de modo que todavía estamos a tiempo de guisarla. ¡Vamos, coño! que el mundo no se termina porque unos bichos se empeñen en jodernos la existencia. Un agujero más en el cinturón y a seguir para adelante. ¿Comemos?

1 comentario:

  1. Esta sacado de un libro esto? muy interesante sobre las plagas..estoy viviendo en un departamentos en Recoleta si esta en alguna libreria voy por el!

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