jueves

Unas reflexiones sobre poesía


Pablo Jiménez
Madrid, enero 2012


¡La poesía! ¿Qué diríamos que es la poesía? Se le han dado tantas definiciones que, francamente, el cuerpo me pide no dar por buena ninguna. O aceptarlas todas. O negarme a la aventura de definir y más aún a definirme.
La poesía es resbaladiza, fugitiva, inasible. Apenas un rumor: aplicar el oído y sentir al punto cómo se desvanece. Nunca se entrega ni declara su nombre. Canta y no se deja oir. Grita y es puro silencio. No nos pertenece. La sospechamos, no es de este mundo.
Si pasara a nuestro lado, ¿cómo conocerla? No tiene forma ni contorno. Nos ciega, si nos mira. Nos aniquila, si nos toca. ¿Con qué segunda e imposible vida recordarla, reconocerla? ¿De qué referencia servirnos para ubicarla, si no deja rastro al pasar, si se difumina su estela cuando nos volvemos para mirarla?
Sentir y no saber: tal vez la única manera de atraparla siquiera fugazmente. Porque la poesía no es percepción sino el aroma que deja un aroma, quizá sólo la dudosa memoria de un susurro que alguna vez creímos intuir.
Es la poesía la más singular y compleja de las artes literarias. Pero al mismo tiempo puede ser la más sencilla, la menos sofisticada. Al fin depende todo de la luz; de la luz que ilumina al poeta y/o de la luz que él mismo puede llegar a proyectar.
Se habla mucho de originalidad pero la originalidad es algo ajeno a la poesía. La originalidad remite menos al arte que al artificio; es asunto de la poética, no de la poesía. La poética es cultura en su mero valor etimológico, cripta de iniciados, salvoconducto de escribidores, sindicato de sedicentes. La poesía es todo lo contrario; la poesía es víscera y acabamiento, irracionalidad, alienación, impudor y desprecio del yo, sometimiento y servidumbre: arte ajeno a la voluntad, no artificio luminoso derivado de estudio, laboreo y narcisismo. El arte es viejo como el hombre y desdeña renovarse: ama a su sombra como a sí mismo. Por decirlo de una sola vez y sin remilgos: la poética es a la poesía lo que las performances a las artes visuales.
Lo que ven los ojos, lo que palpan las manos, lo presente, lo evidente, lo objetivo. A todo eso nos referimos con palabras que, siendo por principio subjetivas y ligadas a convención, resultan al cabo ser tan objetivas como las propias obviedades a las que definen. Siguiendo el hilo de esta argumentación, concluiremos que palabra y poesía son raramente compatibles. Y, sin embargo, no tenemos otra herramienta, otro vehículo que la palabra para alumbrar el enigma de la poesía.
¡Nunca llegar a poseerla pero quemar la vida en la odisea de perseguirla! ¿No es acaso el ideal, el sueño, la utopía, en fin: aquello que hace la vida digna de vivirse?
Dejemos a glosadores, eruditos y académicos envejeciendo en la tarea de definir la poesía, aun sospechando que laboran en vano. Ella va a seguir jugando tras cada argumento, riendo tras cada sentencia, evaporándose por el laberinto de los vocabularios. Pero nunca se irá del todo, andará siempre por ahí, a la espera de esos raros espíritus sensibles que van por la vida como ausentes: los poetas.
Y, ya que estamos en ellos, digamos antes que nada que la poesía ni es patrimonio exclusivo de nadie ni se accede a ella por una sola puerta.
La poesía es el mar y se alimenta de innumerables vías de agua que le llegan por los cuatro costados. Desembocan en ella ríos caudalosos, ríos medianos, torrentes, arroyos, regatos, hasta incluso cauces secos: ninguno de ellos le es ajeno a la poesía, de ninguno de ellos abomina y de todos se vale para existir. Estos ríos son los poetas que a la vez son la poesía porque la poesía como sujeto objetivo no existe sino a través del aliento de quienes la crean. Los poetas la nutren y se nutren de ella: es un cebo único y múltiple, pura autofagia, pura antropofagia.
Cada poeta utiliza los recursos a su alcance, muchas veces haciendo de la necesidad virtud. Hay poetas superdotados (lo que no necesariamente conduce a la excelencia), hay poetas fríos y cerebrales, los hay muy encendidos (mal asunto los excesos en poesía), prosaicos (en la nómina de éstos hay nombres excelsos)… en fin, cada poeta es un universo.
Pero si ese universo no es habitable, ni hay poeta ni hay poesía. Cualquiera que sea la masa de que esté hecho, al poeta, para reconocerle como tal, sólo le pedimos una cosa: que, al escucharle o al leerle, se establezca entre su palabra y nuestro atento silencio una vía directa de comunicación; o de incomunicación, si tal resulta de la introspección generada por el flujo entre poeta y lector (pues en tal caso la incomunicación sería efectivamente comunicación, pese a su nominal negatividad).
¿Y si la poesía resultara ser ese vértice emocional que alguna vez acontece y que no parece necesitar de glosa o explicación y menos por parte de quien lo sufre y goza? Ese estertor, común a todas las artes, que nubla la razón y turba los sentidos, ajeno casi siempre a nuestra voluntad, que se resuelve a menudo en un sollozo imposible de reprimir: lo que llamamos emoción estética. ¡Y hay quienes, investidos de artistas por su propia mano, reniegan y maldicen de ese corolario del arte! Pues bien, ése es el resultado del verdadero arte. Y me atrevo a decir más: cualquier arte o poesía que no nos haga resultar desnudos y vulnerables es irrelevante.
Lo sublime del arte es su capacidad de irnos adiestrando para la muerte, su luz ha de matarnos una y otra y otra vez, no cebar nuestra vida. Arte y vida son agua y aceite. La vida no tiene ninguna necesidad del arte para su transcurrir. Poesía es el filo de la espada, poesía es el irreprimible deseo de nuestra carne de ir al encuentro de ese filo aguzado despreciando la certeza del dolor que aguarda, poesía es la misma herida resultante que jamás desearíamos ver cicatrizada, poesía es la sangre de esa herida, poesía es la autodestrucción a la que de buen grado nos sometemos algunos seres humanos para sacudirnos el insoportable peso del fantasma de la divinidad.
¡La emoción estética! Cuando ese relámpago se produce y quedan conectados ambos poetas, el activo y el pasivo, reconociéndose súbitamente en la palabra, entonces y sólo entonces se toca el cielo y ocurre simplemente un milagro. Y ¿quién indagará definiciones para el milagro? ¡Cómo someter la luz a las cuatro paredes de la palabra! ¿Todo ha de ser definible?
¡La poesía! Yo no sé qué es la poesía. Y espero poder morirme sin llegar a saberlo.

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