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Prólogo a: El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos, de Camilo José Cela


Prólogo a: El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos, de Camilo José Cela. Ricardo Aguilera, editor, 1ª edición 1949.



      Es difícil que un hombre de la ciudad, y más si es de tipo intelectual, se asome por breves días al curso de la vida en un pueblo que no presente características acusadas en el sentido estético o en el climatológico.
       La mayor parte de los que vivimos en grandes poblaciones españolas – Madrid, Barcelona, Bilbao –, solamente nos acercamos al pueblo pequeño, impulsados por el afán de un conocimiento monumental, estético, o acuciados por el ansia de cambiar los rigores estivales: en busca, al fin, de un clima espiritual bello o de un clima físico apacible.
Estos son los pueblos que solemos conocer. Si por acaso obligaciones pasajeras nos arrastran breves días a cualquier lugar que no reúna tales condiciones, no tarda en manifestarse nuestro hastío, nuestra fatiga. Los ocasionales “retornos a la mesta” resultan ser, a veces, cómodos trampolines para pingües escalamientos burocráticos.
Tal desgana apenas lo produce la ausencia de lo que nos circunda. Aunque el hombre es animal de sitios, difícil para el abandono de lo que le rodea, no siendo esto agradable a veces, ante una vetusta distribución urbana, ante un paisaje atrayente, suele, a menudo, no echar de menos lo cotidiano. El choque entre lo frecuentado y lo incógnito, si esto tiene ciertas categorías, atrae.
El cansancio que nos producen los pueblos chicos, los áridos pueblos castellanos o extremeños, proviene de algo que concretamos en estas o parecidas palabras: no tienen personalidad, todos son iguales, no pasa nunca nada en ellos, nada hay interesante, son aburridos, monótonos. Y entonces, si la vida o el error nos fuerzan a permanecer algunos días en la localidad, carente de bello paisaje, falta de monumentos, vacía de trato intelectual, surge del fondo de nuestro espíritu el duendecillo de la inadaptación, haciendo segregar las retamas de la antipatía, primero, y más tarde las de aversión franca.



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