miércoles

LOS TOPOS

Y EL HOMBRE SE HIZO 
TIERRA EN LA TIERRA.



Hacía mucho tiempo que su vida había entrado en un estado de insatisfacción y de amargura que trastocaba completamente sus hábitos corrientes. Su propia presencia física, siempre tan cuidada y pulcra, había ido transformándose con el tiempo y, al presente, el grado de dejación de su limpieza personal y de sus siempre arregladas ropas llamaba la atención de los pocos amigos que le quedaban a la fecha. Nunca fue bebedor; es más, siempre mantuvo un estado de crítica permanente sobre aquellos hombres que, en su percepción, ocultaban su cobardía tras un vaso de vino o de whisky, y ahora era él, quien que ajeno a todo lo que le rodeaba, encontraba cierta comodidad y buscaba el alivio a su soledad en las barras de los bares y tascas del barrio.

Su familia, en otros tiempos verdadero sostén de su vida, ahora le molestaba sobremanera y rehuía su contacto, habiéndome convertido para ella en una presencia molesta. Sus propios hijos, puntales de su vida en los años jóvenes, habían ido buscando su acomodo profesional, alejándose de la casa y de los problemas que en ella se respiraban a diario. Solamente su mujer, quizás recordando otros tiempos de “vinos y rosas” miraba con compasión y un mucho de pena el estado de degradación de aquel hombre, al que había amado apasionadamente, y que en otros tiempos había sido encantador, inteligente y un gran luchador ante la adversidad, siendo recompensado por el éxito en sus empresas y trabajos.

¿Qué había ocurrido para que se hubiera experimentado este cambio brusco y sin sentido? ¿Qué circunstancias, para todos desconocidas, habían hecho de aquel hombre triunfador un harapo vencido y humillado frente a la vida? Eso nunca lo sabremos a ciencia cierta.

El hombre cansado, con barba de varios días y con un cigarrillo en la comisura de los labios, contemplaba impávido, sentado en el banco del solitario jardín público de un barrio cercano a su vivienda, el electrizante vuelo de los gorriones en una fría y nublada tarde del otoño madrileño.

Se había impuesto, disciplinadamente dentro de su desconcierto, el deseo de no pensar en nada, en poner su mente en blanco y dejar pasar un tiempo que a él ya nada le importaba. Se sentía un pobre fracasado, un hombre sin futuro que no esperaba otra cosa de esta perra vida que ahora arrastra, más que el destino acabase con sus sufrimientos y le borrase de la faz de la tierra. Ni siquiera sus, en otros tiempos, conceptos morales o religiosos, tan arraigados desde sus tierna y feliz infancia, eran capaces de arrancarle a su mente un deseo de regeneración o de cambio en su vida; una vida que él ya daba por perdida y amortizada. Aquel Dios de amor y de clemencia en el que había creído y amado tan profundamente y en el que había puesto todas sus esperanzas y afanes en los momentos de mayor fe, ahora lo sentía huído y olvidado para siempre, dejándole un vacío en el alma que se unía a su desesperanza y aumentaba su total falta de sintonía con la vida.

Un ligero viento levantó las secas hojas que se desparramaban bajos sus pies y las estampó bruscamente sobre su cara. Levantó los ojos al cielo y lo vio cuajado de negras nubes que presagiaban tormenta. Miró en torno suyo y se encontró con una ligera oquedad del terreno, con la entrada de un pequeño refugio en el talud del jardín, seguramente lugar apropiado para confidencias y caricias apasionadas de jóvenes enamorados. No se lo pensó dos veces, pues las primeras gotas de una lluvia fría y dura le asaeteaban el cuerpo, y se refugió en lugar tan adecuado como solitario a estas horas de la tarde. Sentado en un pequeño saliente que hacía de poyete, con la espalda pegada a la pared que conservaba todo el calor de la jornada, se fue adormilado y entrando en un estado de sopor a la espera de que escampara la fuerte lluvia. 

No supo cuánto tiempo estuvo agazapado en aquel lugar tan agradable como incomprensible; cuando despertó, se vio caminando por un extraño e interminable túnel donde una escasa luz acerada y de color anaranjado daba una extraña sensación de comodidad a su estancia. Sintió sus sentidos abotargados. No sentía ni calor ni frío; ni sed ni hambre; tan solo la necesidad de seguir avanzando por aquel camino marcado. 

El túnel le pareció bastante ancho, sin nada de particular que llamara su atención, más que aquella permanente luz anaranjada que no distinguía a ver de dónde provenía ni cuál era su fuente y que envolvía todo lo que a su alrededor podía distinguir en una espesa capa de silencio y quietud. Tropezó y cayó al suelo, dándose cuenta por primera vez que caminaba descalzo al sentir en sus manos la viscosidad de la tierra; una sustancia pegajosa e inodora formaba el suelo; le pareció como si aquella pasta semilíquida fuera el producto de la erosión de cientos de años en las paredes y que ésta se había ido tamizando con el paso de los años hasta diluirse en la humedad de aquel lugar inenarrable. Pero él se levantó y ajeno a su extraño descubrimiento siguió caminando hacía un punto infinito que le marcaba la dirección del túnel.

Si embargo, sentía que no estaba solo. Que a poca distancia suya, otros seres se movían o arrastraban por entre las sombras que fabricaban aquella extraña y obsesionante luz perenne y mortecina. En un momento de su peregrinaje los vio en su más cruda realidad: eran seres que tenían cuerpos de hombres, como él, pero que parecían formaban desde hacía mucho tiempo parte de la tierra amorfa y viscosa por la que se arrastraban. Ajeno a cuanto no fuera su irresistible deseo de seguir caminando, sin prestar atención, más que cuando en alguna ocasión había tropezado con ellos, siguió su camino. 

En algún lugar del mismo, un agradable olor a pan candeal le hizo levantar la cabeza, para encontrase que el túnel se bifurcaba en dos entradas, una de las cuales, seguramente de donde provenía aquel olor tenue pero persistente, estaba ocupada por una masa ingente de cuerpos a la espera de aquel posible sustento que ahora se les ofrecía. Pudo ver como, al igual que las ratas ante un festín inesperado, aquellos seres se peleaban, se mordían unos a otros para alcanzar un mejor puesto en la fila, y cómo los vencidos se apartaban dejando tras de sí un reguero de excrementos y retales de sus cuerpos de difícil catalogación.

Pero él seguía sin tener hambre, aun cuando no recordaba cuánto tiempo hacía desde que había tomado el último bocado, y apartándose de aquel inesperado tumulto se desvió por el otro ramal abierto pero más silencioso. Al cabo de unos pasos pudo observar por entre las tinieblas que la extraña luz permitía, como a izquierda o a derecha y en el suelo, separados unos de otros, o revueltos en grupos, un revoltijo de viejos andrajos denunciaba la presencia de alguno de aquellos seres que no habían entrado en la posible lucha por el pan que se les ofrecía. Pero observándolos mejor, y con más detenimiento, pudo comprobar cómo muchos de ellos parecía se iban deshaciendo con el paso del tiempo, y cómo la tierra se los iba tragando en un afán devorador e imparable. Observó que a muchos le faltaban las manos, a otros los pies, y no eran pocos en los que ya era difícil determinar qué partes del cuerpo eran suyo o de la misma tierra en que se protegían. Pero lo que más le llamó la atención era que todos ellos carecían de ojos, teniendo sus cuencas vacías, ó el glauco de sus ojos señalaban que hacía mucho tiempo que aquellos seres no habían visto la luz, transformándose con el tiempo en verdaderos topos con rasgos humanos.
Con la vista fija en el infinito túnel, sin ningún tipo de extrañeza, observando a aquellos extraños seres que descubría de vez en cuando, siguió su camino sin que su ánimo se alterara lo más mínimo y sin hacerse ningún tipo de pregunta.

Andar. Andar sin solución. Esa parecía ser su única meta. Cuánto tiempo hacía que caminaba por este túnel sin sentido, era algo que a él no le importaba ni se preguntaba. Se sentía a gusto en esta extraña soledad donde los sentidos del cuerpo no daban ningún tipo de señales: ni calor, ni frío, ni hambre, ni sed, ni cansancio. Y siguió su infatigable camino.

Hacía tanto tiempo que se encontraba dentro de esta cueva, que ya ni reparaba en quién era ni qué hacía en lugar tan disparatado; su mente se encontraba completamente vacía y no pensaba en ello, cuando de pronto, una sensación de frescor, de aire renovado, de olores ya perdidos en su memoria vinieron a llamar su atención. Por una de las muchas aperturas en que se descomponía el camino principal, como si de un sabueso se tratara, puso encontrar el rastro de aquellos olores reencontrados y quiso saber de qué se trataba en aquel lugar infernal y sin sentido.

  Mucho tuvo que caminar hasta encontrarlo, pero se había convertido en una nueva obsesión y, al final, encontró su premio: la boca del nuevo túnel desembocaba en una pequeña plataforma en la ladera de una montaña y él tuvo el valor de asomarse a ella. Era todavía de noche y una pequeña luna dejaba caer sus rayos de plata sobre el promontorio cubierto de exuberante maleza en la que se divisaban unas pobres luminarias eléctricas, mientras que a los pies del valle una gran superficie de agua absorbía la tenue luz y la reflejaba en sus aguas haciendo mágica la estampa.

El hombre se sentó en una roca frente aquella belleza que se le ofrecía. Pudo ver por primera vez su estado físico, flaco como las varillas de un paraguas y demacrado hasta la desesperación. Sus pies descalzos y destrozados por la interminable caminata señalaban las huellas de los destrozos sufridos, sin que sintiera el más mínimo dolor. Sus ropas eran jirones de una sucia tela de color indeterminado y su cuerpo, manchado de aquel barro viscoso en el que había chapoteado tanto tiempo, le era ahora completamente desconocido. 

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