lunes

CUANDO EL LOBO SALE DE CACERÍA

A mi querido amigo Agustín Sánchez Andrade,
que me pidió pasara a papel lo que eran hechos
reales de una España que nunca más volverá
a sufrir el dolor de enfrentamientos cainitas.



Yo quiero colaborar a que esos momentos de temida crueldad o sadismo, a que esas pequeñas historias de hombres aparentemente sin importancia y que la Gran Historia ha olvidado por irrelevantes, no queden en el anonimato en una sociedad conformista y deseosa de cobardes olvidos.

Mi historia es la de un hombre vulgar, sin nombre; una de las miles tragedias personales en las que el único rastro es una olvidada tumba común en cualquier cruce de caminos o en cualquier perdido cementerio de esta contradictoria España.

* * *
La noche, como tantas otras noches de este duro invierno en el que nos encontramos, ha sido terrible para el hombre que acobardado y carente de la debida protección contra las cuchilladas del frío, se acurruca temblando en una oquedad de la oculta cueva serrana.

Hace ya muchos meses que su vida está a la deriva, esperando de un momento a otro ser cazado como una temida alimaña; concretamente, desde que en el pueblo entraron a sangre y fuego los nuevos vencedores y supo que estaba sentenciado a muerte.

Como tantos otros hombres derrotados, huyó a la cercana e impenetrable sierra a la espera de un improbable perdón, a sabiendas de que el bando rebelde que caminaba con pasos de gigante asolando cuanto encontraba, no había dado prueba alguna de misericordia sobre el vencido y que un reguero de sangre iba señalando su paso por los pueblos y ciudades por donde pasaba.

Sin embargo, uno se agarra a la estúpida esperanza de que él nada tiene que temer frente al enemigo y que siempre se ha mantenido fiel al gobierno legalmente constituido. En su defensa está la lealtad, nunca la traición y que él sepa, esto no es motivo de castigo, ni mucho menos merecedora de la muerte.

El hombre, de mediana edad, marcándosele sobre la piel los huesos de su desnutrido cuerpo, con los ojos hundidos y la nariz aquilina en los que se reflejan su miedo y su desesperanza en un futuro incierto, ve cómo los primeros rayos de luz van borrando las tupidas sombras de la cueva en la que se van dibujando lentamente los afilados contornos del granito, retornando a convertirse en la madrugada en un seguro refugio.

Atrás han quedado horas de inquietud con los ojos abiertos y encendidos por la brasa de la fiebre, donde el roce de una rama movida por el cierzo o el chasquido de una piedra al paso de algún animal montaraz, enerva y pone en guardia sus destrozados nervios.

La mañana avanza luminosa y sólo el vapor del rocío cuando el sol hace acto de presencia, pinta con brochazos suaves el profundo y feraz valle donde, desde esta larga distancia, se dibujan sin perfiles los caseríos de los pueblos cercanos.

Es el momento elegido para cambiar de refugio, y al calor de una covacha que ha acondicionado con ramas de romero, permanecer en una duermevela acechante. Él sabe que no está solo en la sierra, pues buen conocedor desde la infancia de todos sus secretos, ha visto en más de un atardecer moverse por entre los riscos sombras de otros hombres tan desafortunados y acobardados como él.

Pero esta misma presencia de otros hombres perseguidos y acorralados por la guardia civil o por partidas de voluntarios falangistas, es lo que hace extremar sus precauciones y actuar como las lobas en sus loberas en época de reproducción: nunca permanece en el mismo lugar y siempre emplea grandes rodeos hasta llegar a la guarida de descanso elegida.

Cuando el tibio calor de la mañana desentumece sus doloridos miembros, se sienta muy cerca de la boca de la cueva y protegido por su sombra observa melancólico y añorante el caserío de su pueblo, donde una hermosa mujer y unos amados hijos, también sufren el desamparo de su necesaria huída.

Muchas, muchísimas veces ha estado a punto de abandonarse a su destino y estrechar entre sus brazos a sus seres amados. Y otras muchas, cuando protegida la cueva con ramas de espino ha sentido muy cercana la presencia del lobo, ha pensado si no le sería igual morir entre las manos de esos otros lobos con presencia humana, que destrozado entre las garras de estos otros que ahora olisquean su temida presencia.

Pero un instinto natural de conservación innata en el hombre de campo que siempre fue y un deseo de aclarar y defender la honradez de su nombre, le impulsan a esperar el momento más oportuno para su entrega al enemigo triunfador.

Muchas horas ha tenido en estos meses de angustiosa espera para hacer balance de su vida y, aunque con desigual resultado, no encuentra otros motivos para esta cacería sobre su persona que su compromiso político con los perdedores de esta guerra.

En sus noches de insomnio, agazapado como un animal acosado por una jauría de perros, han ido pasando por delante de sus cegados ojos imágenes de su lejana juventud donde todo brillaba con luz cegadora; sus años de noviazgo con la hermosa mujer que sería más tarde su esposa; sus largos y complacientes paseos a caballo por todos los caminos del pueblo haciendo cumplir la Ley, que él representaba cuando le nombraron oficialmente Guarda de Campos; los hermosos y robustos hijos que les fueron naciendo acunados en el bienestar que su empleo les garantizaba y que la mujer sabiamente administraba.

Recordó los años inquietantes del final de la monarquía alfonsina, las dictaduras desiguales y contradictorias de los dos espadones que le siguieron, y la prometedora época en la que el pueblo conquistó su libertad y se dio asimismo un gobierno republicano que despertaba el insaciable deseo de tantos campesinos españoles de redimir su pobreza con el esfuerzo de su trabajo en unos campos que ya eran suyos.

Y recordó su compromiso con la causa de los más desfavorecidos, desde un puesto de privilegio como lo fue el de ser nombrado Alcalde de su querido pueblo, intentando y consiguiendo que la Justicia prevaleciera sobre los enconados odios seculares de dos mundos enfrentados por la posesión de la tierra y el dinero, hasta en un núcleo rural tan reducido como era el suyo.

Pero no pudo ser. Nunca la reacción permitiría al pueblo ser el dueño de sus destinos.

Cuando el 17 de julio llegaron a su alcaldía las noticias de una nueva asonada militar, muchos vecinos quisieron tomarse la justicia por su mano y darle un ejemplar escarmiento a los elementos más levantiscos que hicieron de la violencia su tarjeta de presentación. Pero él se mantuvo firme en su autoridad, y tan sólo permitió que la Junta Antifascista que se nombró en el pueblo y que él mismo presidía, arrestara a dichos energúmenos mientras volvían las aguas democráticas a sus antiguos cauces.

Grave error. Lo que en principio parecía una revuelta más de los elementos militares más enfrentados al nuevo sistema democrático, resultó a la postre y ante la blandura de las autoridades civiles de Madrid, el principio de una auténtica tragedia que iba a ensombrecer los pueblos y los campos de España durante cuatro largos años de sangrientos enfrentamientos, y de muchos años más de represión y miseria para los perdedores de la contienda.

El rápido despliegue de unas bien pertrechadas fuerzas militares por los caminos del sur, su durísimo y sanguinario comportamiento eliminando físicamente a una población civil que se había mantenido fiel y había apoyado a la República, alcanzó a su pueblo con los mismos tintes de dramatismo que en otras cientos de poblaciones, en su imparable camino desde Sevilla a Madrid.

Como la leyenda caminaba aun más rápida que los temibles soldados “nacionales”, los pueblos se ensombrecían ante los relatos de los huidos de las sangrientas represalias. Los hombres, que en un principio se aprestaron a defender con las pocas armas a su alcance la legalidad republicana, tuvieron que huir a las sierras cercanas a la espera de unos acontecimientos que les desbordaban por la amplitud de sus consecuencias.

También él se acogió a esta opción, sabedor de que estaba en el punto de mira de muchas pistolas fascistas. Y aquí se encontraba ahora, después de tantos meses de ansiada espera de una solución para tantos hombres que se escondían en las sierras cercanas, sin más delito que el de permanecer fieles a un soñado ideal y que habían esperado infructuosamente que el final de la contienda serenara los odios y hubiera un sentimiento de perdón hacia los vencidos.

El hombre enjuto y hambriento que se oculta entre las grietas de la rocosa sierra mientras repasa, ojo avizor, los campos que le rodean, está observando desde hace muchos minutos un diminuto punto que, como ágil gacela, brinca, desaparece, y da largos rodeos hasta acercarse lentamente hasta el lugar en que él se encuentra.

No es la primera vez que lo hace y esto le da una cierta seguridad a su acción, que el hombre valora en su justa medida y con un punto de orgullo.

Cuando el punto lejano se va concretando, conforme se acerca, una suave cabellera rubia lucha contra el viento que la enreda y una linda figura de mujer emerge por entre el tupido ramaje de madroños, tomillos y cantuesos que se le enredan en sus faldas.

Es su pequeña María, su hija; una valiente mujercita que desafía los miedos de la sierra y que, de tarde en tarde, se acerca a su lobera para traerle ropa limpia y algún regalo para su paladar como lo pueda ser el pan de trigo, o alguna noticia que corra por el pueblo y que afecte a su seguridad.

Cuando se hace presente, la muchacha se asusta al no reconocerle y desde su desamparo y dolor, el hombre la llama:

- ¡Hija! ¡María! ¡Soy yo, tu padre!
- ¡Por Dios, padre! Qué susto me ha dado usted y qué desmejorado le veo. Pero no se preocupe usted; hoy le traigo noticias gratas que le harán feliz, tanto como nos han hecho a nosotros.
- ¡Ya sé! ¡Que tienes novio y que quieres casarte! ¿Es buen mozo? ¡Cuenta, cuenta!
- ¡Padre! Déjese de tonterías y escuche lo que le voy a contar, que es muy importante para todos.
- Perdóname, hija. Esta inhumana soledad me tiene desquiciado y el poder tenerte cerca y estrecharte entre mis brazos me llena de tanta felicidad, que hasta digo tonterías. Cuéntame.
- ¡Padre! Escuche con atención y medítelo todo el tiempo que considere necesario. Pero tome una decisión acertada que borre esta incertidumbre y este miedo que todos arrastramos en el último año.
- Tú dirás…
- Padre: el señor cura ha venido a casa y le ha contado a madre, que el nuevo gobierno ha dictado un decreto en el que señala que todo aquel que haya estado con el otro bando pero que no tenga delitos de sangre, puede entregarse sin miedo a las autoridades locales para cumplir el arresto que la justicia militar determine. ¿Qué le parece, no es maravilloso? ¡Puede usted regresar a casa sin peligro! ¡Nos lo ha afirmado el señor cura!

El hombre, ya de por sí sin color, ha afilado su demacrada cara en la que unos ojos sin vida retoman por un momento su brillo de antaño, mientras que su boca esboza una incipiente mueca de incredulidad.

Cuando se recupera de su sorpresa, retoma su aire reflexivo y sin querer dañar la buena voluntad de la muchacha, le responde:

- ¡No, hija, no! No os hagáis ilusiones. Es una nueva trampa de estos hombres inmisericordes. Han demostrado que no conocen el perdón y no van a cambiar ahora. Lo que pretenden en arañar en vuestras voluntades y que delatéis a tantos hombres como poblamos estos malditos montes.

El cura es uno de sus servidores y nada le importa nuestro sufrimiento. No le hagáis caso. Es el mayor enemigo de los republicanos y nos hará pagar caro nuestro enfrentamiento con lo que él defiende. No le hagáis caso. Negadle la entrada en casa. Es un delator que nos traicionará.

- ¡Padre! La sierra le está a usted transformando y se está convirtiendo en un intransigente como ellos. No es el señor cura el que se ha inventado esta historia. Sólo ha venido a decirnos que leamos lo que en papel firmado y sellado por las nuevas autoridades, han colgado en la puerta del Ayuntamiento y hasta en las mismas puertas de la iglesia. ¡Tenga! Esta copia se la ha dado a madre para que se la hagamos llegar a usted. Léala y obre en consecuencia.

El hombre, con manos temblorosas por una emoción que intenta controlar, recoge la misiva que le tienden las lindas manos de su hija y con los ojos heridos por el largo período de encierro, recorre lentamente los limpios y ordenados renglones del religioso:
…………………………………………………………………………

Una lágrima de emoción surca sus curtidas mejillas y va, muy lentamente, a mojar la comisura de su boca que, al momento, saborea el salado líquido elemento con un placer hace mucho tiempo olvidado.

- ¡Por fin, Dios mío, por fin se nos hace justicia a tantos desgraciados! ¡Tiene que ser verdad! ¡Tiene que serlo! ¡Tanto sufrimiento inútil no puede caer en Tu olvido!

Cuando el maltratado hombre recupera la calma, mira con sus profundos ojos la arrebolada cara de su querida hija que espera impaciente a que su padre decida sobre su futuro.

- ¡Vete y dile a tu madre que tomaré una decisión en cuanto lo tenga claro! ¡Márchate ya! No hagas más penosa mi situación. Y dile a madre que la quiero. Díselo así de fuerte: que la quiero como sólo se puede querer desde la desesperación de quien no tiene futuro. Y dile a tus hermanos que los tengo siempre presente en mis oraciones y en mis miedos; que el amor es más y más grande, desde el dolor de la ausencia y que añoro poder, un día no lejano, abrazaros a todos al calor del fuego de la cocina. ¡Dios mío! Cuántos recuerdos se agolpan en mi mente y cuántas horas perdidas en este infierno. ¡Vete! ¡Vete cuanto antes y dile a madre que estaremos pronto juntos! Pero abrázame fuerte. Quiero que el olor de tu cuerpo purifique tanta miseria como arrastro.

Han pasado varias fechas y nada parece que haya cambiado en la sierra para el hombre que sigue sepultado en vida en las innumerables cuevas y grietas que en ella se abren.

Sin embargo, él ya tiene tomada una decisión: esta será la última noche que duerma entre lobos; esta noche rezará sus oraciones pidiendo a Dios aplaque los odios de sus enemigos y le permitan vivir entre los suyos con la dignidad que todo ser humano merece.

Cuando los primeros rayos del nuevo día borran las sombras de la sierra, un hombre cansado por la larga noche de vigilia sigue el camino opuesto a los rebaños de ovejas y cabras que triscan o ramonean los frescos tallos de las hierbas montaneras, mientras que sus perros guardianes olisquean su presencia y llaman la atención de los pastores.

El camino hasta el pueblo no es largo; tan sólo lo intrincado de la sierra y el agotamiento por tantos meses de malnutrición, hacen que sea penoso su caminar por caminos por él tan conocidos.

A corta distancia del pueblo y de su casa, se cruza con un grupo de labradores que caminan hacia los campos de labor. Es un momento de máxima tensión por su parte, puesto que conoce a cada uno de ellos e intenta aproximárseles para saludarles. Pero los hombres, cabizbajos y taciturnos prosiguen su camino sin reconocerle y creyéndole uno de los innumerables pordioseros que se arrastran de pueblo en pueblo a la búsqueda de una migajas de pan con las que engañar sus estómagos.

¡No han reconocido a su vecino y Alcalde!

Cuando llega a su calle, más de una comadre está barriendo su puerta y lo miran con desconfianza. Apenado por su experiencia anterior, camina por el medio de la calzada, sin saludar, con el único deseo de llegar a su amada casa, cuya blancura en sus paredes enjalbegadas de cal y su recia estructura de casa labriega, le están señalando el final del camino.

Un olor a leña de encina quemada le llega como el más apetecido de los perfumes, mientras que el humo de la chimenea recién encendida se inclina por el empuje de la suave brisa de la mañana, como queriéndole dar la bienvenida.

El postigo está abierto y su mano segura descorre despacio el cerrojo de la puerta, mientras que mimoso y asustado llama a su esposa:

-¡Concha, soy yo, no te asustes! ¡ Soy tu marido! ¡ Soy Juan!

Del fondo del empedrado y oscuro pasillo, un rumor de ropas femeninas y un grito de sorpresa, hace que salten de las camas los asustados muchachos.

- ¡Juan! ¡Juan! ¡Mi Juan! ¡Dios mío qué cambiado estás! ¡Pero qué felicidad tenerte de nuevo entre nosotros! ¡Gracias Señor, gracias por traédmelo de nuevo a casa!

No han pasado ni dos horas desde que llegara a casa y abrazara con pasión a su mujer y a sus hijos, cuando unos fuertes y rotundos golpes resuenan en la puerta de la calle.

-¡Abran! ¡Abran en nombre de la Ley! ¡Abran o echamos abajo las puertas!

Un rostro lívido se levanta desde la palangana de descascarillada mica donde el hombre se está afeitando y camina lentamente hacia la puerta de su casa. En su cara no hay sorpresa ni dolor; tan sólo, nuevamente, el profundo cansancio del ser acorralado que no espera misericordia de sus enemigos.

Cuando con sus propias manos abre la pesada puerta, ve a dos desconocidos uniformados, quienes mosquetones prestos a ser usados, le conminan a entregarse.

-Soy Juan Megías, Alcalde de este pueblo. –Dice con firmeza.

Una terrible y vergonzante bofetada se estrella contra su rostro, mientras que entre risotadas, el más fuerte de los guardias civiles le escupe a la cara:

- ¡Imbécil! ¡Aquí no hay más autoridad que la nuestra! ¡Estaría bueno que después de tantos tiros vinierais a reclamar justicia! ¡Andando hacia el cuartel, que allí te daremos el bastón de mando!

Todo era como el hombre había pensado. Ni respeto a su cargo refrendado por las urnas, ni caridad a sus muchos meses de sufrimiento en la sierra.

Entre gritos de clemencia de su esposa y los múltiples lloros de sus hijos, el cautivo camina entre mosquetones y befas camino de un final incierto.

Tan profunda es su pena y tan firme su convicción de que todo ha terminado para él, que inconscientemente sus ojos se elevan hacia la espadaña de la iglesia parroquial, que atesora tantos recuerdos de su vida.

El resto de esta parte de su penosa historia, sólo él la sabe y no quiere recordarla.

Han pasado cuatro años. ¡Cuatro años!, y un hombre viejo camina entre cientos de presos por el patio de la cárcel de la capital de la provincia a donde fue conducido desde su pueblo.

Cuatro años de incierta espera, siempre con el miedo metido en el cuerpo, cuando en las lúgubres madrugadas, el seco sonido de un cerrojo que abre las celdas-panales y el monótono recitado de los nombres de otros presos que ya no volverán, le mantienen en un sufrimiento constante e inhumano.

Todos saben cuál es el destino de los desdichados “agraciados” de esta singular lotería en la que nadie sabe de qué se les acusa ni quién es el dueño de sus destinos. Tan sólo, agradecer al Creador el que esta noche no hayan sido nombrados y la esperanza de un nuevo día – como el que hoy disfruta nuestro avejentado hombre-, les permite disfrutar de un rayo de esperanza.

¡Cuatro años de prisión sin acusación que la justifique! ¡Cuatro años sin el consuelo de su esposa y de sus hijos a quienes se les niega el cristiano favor de visitarle! ¡Cuatro años de una muerte lenta e inmisericorde!

- ¡Señor! ¿Tan grande es mi pecado de pensar o defender ideales distintos a los de mis verdugos? ¡Ten piedad de mí, Señor!

En su largo y aislado cautiverio, el hombre viejo que arrastra sus endurecidos pies por el lodo del encharcado patio, sabe que al otro lado de la alta tapia coronada de alambres de espino, su hija María le ha seguido en su penoso cautiverio y que semanalmente recibe la pobre ofrenda que le roba a su trabajo. No es poco, en estas tristes circunstancias. El sabe que no está solo y que junto a su oración hay otros labios que, cercanos, rezan por su salvación.

¡Cuatro años!, dice la hermosa mujer que, con la confianza que le da la cotidianidad de un acto repetido decenas de veces, se acerca a la puerta de la prisión a donde ha seguido a su amado progenitor, desde que manos crueles le arrancaran de su hogar.

Cuatro años de incomprensión; sin saber de qué se le acusaba; pero sin que hubiera en este largo tiempo la más mínima esperanza de liberación para el preso.

Cuatro años de fatigoso trabajo sirviendo en casas ajenas con tal de no abandonar a su padre; cuatro años de soledad y sufrimiento también para la generosa mujer que está dispuesta a sacrificar cuanto haga falta para que su padre no esté abandonado a su suerte. Cuatro largos años de inmerecida cautividad para su explosiva juventud que encauza y aprisiona en su amor sin medidas. ¡Cuatro años de insostenible esperanza!

Cuando con su fresca y lozana juventud se acerca con su cesta hasta las recias y frías cancelas de hierro de la entrada de la prisión, va pensando lo contento que se pondrá su padre con el regalo de cumpleaños que le ha preparado: un dulce y crujiente pastel de manzana que hará las delicias del goloso prisionero.

Pero nada será como o ella ha pensado para tan “venturoso día”. El carcelero, hombre de mediana edad que intenta aparentar una crueldad de la que carece, se apiada de la hermosa joven que con tanto amor y tanta constancia cuida de su progenitor.

Con una voz que aparenta tranquilidad y sin que le señale el más mínimo peligro, le dice a la mujer que se le acerca confiada:

- Hija, tengo que darte una noticia que no sé si podrá alegrarte. Tu padre será trasladado mañana de prisión, sin que sepamos a dónde le llevan. Confía en Dios y ya verás que pronto se resuelve su caso favorablemente. No le traigas más comida, que ya no la necesitará en este lugar.

La mujer que ha escuchado en silencio esta humana sentencia, con lágrimas en los ojos que intenta ocultar al carcelero, ha girado sobre sus pasos y se oculta sollozando entre los sucios y abandonados parterres del desvencijado jardín.

Son ¡cuatro años! de espera y muchas las caras que ha ido perdiendo de vista, conforme iban escuchando palabras parecidas a la que hoy a ella le han asaeteado. Cuatro años de fervorosas oraciones a los pies de la patrona de la ciudad a su vuelta al trabajo, sin que sepamos qué ha ofrecido a cambio de la vida de su padre. Cuatro años de amarga esperanza…

La mujer no ha vuelto a su casa y espera escondida entre las ruinas del castillo a que amanezca. Ni el frío de la noche, ni el pulular de las ratas, ni el hociqueo de los hambrientos perros callejeros que se acercan a su cubil, la desaniman en su larga espera.

A las seis de la mañana, cuando los primeros albores de la madrugada tiñen de un tenue rosa los recios muros de las torres albarranas de la fortaleza árabe, un fuerte ruido de cerrojos y unas contundentes órdenes de los carceleros nocturnos, le avisan de que la tragedia está a punto de comenzar.

Por el portón recién abierto, una destartalada y vieja carreta tirada por dos jamelgos arrastra una desventurada carga de cuatro hombres atados entre sí con recias cuerdas. Cuatro hombres que en un sepulcral silencio, son conducidos por sus guardianes camino del no lejano cementerio.

Todos saben cuál será su destino final, y los cuatro, con la vista al frente, estarán pensando en unas familias que no volverán a ver.

La mujer, cansada por tantas horas de angustiosa espera, observa con detenimiento a los cuatro hombres que componen la trágica carga, sin que en un primer momento pueda distinguir a su padre: tres hombres jóvenes y robustos y un cuarto hombre viejo, forman el esperpéntico cuadro.

Es su instinto animal el que hace que reconozca a su padre en aquel viejo desastrado. Es la llamada de la sangre, en ella tan presente durante estos años, la que la hace gritar quedamente en su escondrijo:

-¡Padre! ¡Padre! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Ten piedad, Señor!

Pero el carro, ha seguido su marcado camino ajeno a los ruegos de la mujer y seguramente a los rezos de los condenados.

El hombre viejo, que se mantiene en pie en un alarde de orgullo, ve desfilar lentamente el paisaje ribereño en el que bandadas de gritonas avecillas se aprestan a gozar el nuevo día que a él se le niega. Su olfato de campesino traga con fruición los olores de la tierra recién despertada por la nueva luz de la madrugada.

Camina absorto en sus pensamientos, y la última imagen de su mujer y de sus hijos le acompaña en este viaje sin vuelta.

De pronto, sus ojos acostumbrados al campo, han visto moverse por un sendero colindante al que ellos llevan, una ligera figura que se oculta entre juncos y cañaverales, que junto a los carrizos, crecen junto a los abandonados campos cercanos al río.

Si primeramente ha pensado que es un sueño de su calenturienta cabeza, una nueva visión de la figura le confirma que alguien muy acostumbrado al campo les acompaña es este dantesco vodevil siniestro.

Es María. Su hija. Así lo ha entendido el hombre que, gozoso y apenado a la vez, valora en su justa medida la arriesgada maniobra de la muchacha. Hasta el final será su apoyo. Ya no morirá solo ni será enterrado en una olvidada y perdida tumba sin nombre. Su hija velará para que sus cenizas descansen entre los suyos. ¡Gracias Señor!

La mujer, que se oculta de los temidos guardianes, con ágiles zancadas de sus jóvenes piernas, ha sobrepasado a la carreta y con el corazón anhelante ha alcanzado los tapiales del cementerio, cuando el pesado vehículo hace su entrada por una de sus puertas laterales.

No sabe que hace allí ni le importa. Quiere estar junto a su padre y rezar junto a su cuerpo la última oración en desagravio por tanto sufrimiento injustificado.

No alcanza a ver lo que está pasando dentro de las tapias y tan sólo le llega al sordo ruido de las azadas cuando golpean el suelo, mientras que entre órdenes y risas, los carceleros les conminan a trabajar más deprisa.

Son las ocho de la mañana de un hermoso día de primavera cuando la mujer escucha los estampidos secos de los disparos. Un quejido sordo y un aletear de tórtolas asustadas que duermen en los altos cipreses del camposanto, es lo último que escucha la valiente mujer, que ahora reza despacio y entre bisbiseos mientras camina de regreso a su prestado hogar.

-¡Señor, ten piedad! ¡Señor, acógelos en Tu seno!
* * *
El calendario marcaba la fecha de doce de julio de mil novecientos cuarenta y uno.

¡¡Dos años después de terminada la fratricida contienda!!

El tiempo no podrá jamás borrar tanta gratuita violencia y los fantasmas del pasado nos están pidiendo le hagamos justicia. Así lo hacemos.

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