sábado

HOMENAJE A JAIME DE JARAÍZ EN EL CÍRCULO EXTREMEÑO DE TORREJÓN DE ARDOZ

Cuando somos jóvenes y la vida se presenta ante nosotros como un infinito camino cargado de esperanzas, de ilusiones, la palabra MUERTE nos parece tan ajena, tan lejana (aunque conviva con nosotros), que no tiene cabida en nuestro vocabulario.
Nos creemos que el mundo nos pertenece, que somos el centro de nuestro personal universo. Los pronombres YO, MÍO, etc., son el eje principal sobre los que giran nuestras vidas. La juventud es egocéntrica, egoísta y todo lo que sucede a nuestro alrededor lo filtramos a través de ese espejo narcisista, que en definitiva es el propio reflejo del desarrollo de nuestra personalidad futura.
Pero pasan los años, pasa la vida, pasamos sobre la vida y un día cualquiera, sin saber por qué, nos paramos y miramos hacia atrás, hacia ese enorme abismo de lo que ya fue. Y descubrimos las numerosas ausencias de aquellos que nos fueron acompañando en nuestro aturdido trayecto, sin haberlos valorado en su justo término.
Faltan nuestros padres, esas profundas y firmes raíces sobre las que creció, de manera más o menos insegura, el tronco de nuestra propia vida, de las que nos hemos alimentado hasta su extenuación y de las que somos injustos deudores; faltan los hermanos, los hijos, los queridos amigos que en otros días fueron frondosas ramas de ese nuestro tronco y que tantas veces dieron cobijo a nuestros sueños, a nuestras quimeras. Entre sus hojas primaverales arropamos el nido de nuestros primeros amores, de nuestros primeros embelesos. Y cuando la fría escarcha del invierno puso al descubierto nuestros fracasos, nuestras inseguridades, nuestras penas, siempre encontramos el calor de una mano amiga tendida que mitigara nuestro dolor.
Tanta muerte a nuestro alrededor, ya tan cercana, que nos damos cuenta, por vez primera, que también nosotros somos ya muerte.
Pero ¿es la muerte el final que todo lo destruye y borra? Los que poseen el divino don de la Fe, parece que esto lo tienen resuelto. Pero los que caminamos sobre la eterna duda, los que buscamos ansiosamente una luz que nos despeje el camino, dejamos aparcada, una y otra vez, la solución al problema. Yo creo, sinceramente, que no. Yo creo firmemente que LA MUERTE ES EL OLVIDO. Mientras haya quien nos mantenga en su recuerdo, estaremos vivos.
Hoy celebramos un acto de homenaje a nuestro querido amigo Jaime para demostramos –para demostrarle- que sigue estando muy vivo, tanto en el corazón de su familia, como en la memoria de sus amigos.
Y desde mis recuerdos, ¿qué rasgo de Jaime destacaría yo que más profundamente haya quedado grabado en mi corazón. Que vivifique su memoria? Os aseguro, que después de bien meditado, debo reconocer que me ha sido muy difícil señalarlo. Jaime era un hombre jovial, alegre, sencillo en el más estricto término de la palabra, campechano y culto. Era un hombre, en mi parecer, que había alcanzado la ansiada meta de la felicidad y de saber disfrutarla como su mejor conquista en su azarosa vida.
Habíamos hablado algunas veces sobre ello y, al tesoro de su arte, añadía el impagable tesoro de su familia y amigos. Jaime fue, por propia y firme convicción, un buen esposo, un excelente padre y un fiel amigo de sus amigos. De ello presumía muy a menudo, con la certeza de quien se sabe ganador de mil pequeñas y egoístas batallas personales.
Pero hay un rasgo que yo creo que lo define globalmente y que por sí mismo, manifiesta y recoge todos los calificativos anteriormente señalados: SU SONRISA. Ahí estaba, en parecer, la clave de su belleza interior. Si los ojos son el espejo, la sonrisa son las puertas del alma.
Y el alma de nuestro amigo tenía ser –era- muy hermosa, porque hermosa, tranquilizadora, fraternal era su sonrisa.
Allá donde te encuentres, querido Jaime, habrás llevado contigo ese poso de dulzura que emanaba de tu persona. Y allí volveremos a estar acompañándote, cualquier día, para seguir charlando de arte, de literatura, de música (¡Ah, tu música, amigo. Cuantos buenos ratos nos hiciste pasar!) y, de nuevo, oiremos de tus manos rudas pero sabias y tiernas, tu hermosa Balada de Montepríncipe. Hasta siempre amigo.

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