Si la vida y la muerte son acontecimientos de primera importancia en el diario quehacer de los pueblos, el amor, con todos sus condicionantes trágicos o cómicos, es el verdadero motor que a éstos los mueve.
La Historia de los hombres está plagada de reseñas de grandes gestas guerreras movidas por un simple arrebato amoroso; por amor se mata y se muere; por amor se sufre, y el ansia de amor lleva a alcanzar el mayor grado de felicidad de quien ama. En el amor no hay cánones ni normas que lo defina; todos hablamos de amor con suma facilidad pero nadie sabría explicarlo para que otros lo entendieran; no conoce edad ni fronteras y a todos nos lleva por la calle de la amargura.
El amor puede ser motivo de alegría o de inmensa tristeza. Los poetas lo ensalzan con sus más arrebatados y dulces versos o lo degradan con sus más funestos agravios; pero del amor todos hablan.
Quiero contaros una historia de amor –o de amores– en este rincón pueblerino, para afirmar que desde que el mundo es mundo, podrán cambiar las formas, las modas y los modos, pero que el final siempre es el mismo: el mundo se mueve por amor, y ligado a él y siendo uno mismo, el sexo.
* * *
Son las cuatro de la tarde de un caluroso mes de junio. Los terribles rayos del sol asaetean los campos recientemente segados, tornasolando los tonos ocres de los rastrojos o iluminando los verdes esmeralda de los pámpanos de las vides.
En el pueblo nada se mueve; animales y hombres están aletargados por el calor, a la espera de la suave brisa del atardecer, una vez que están terminadas las faenas del campo. Si miramos hacia la dehesa, podremos alcanzar ver a los rebaños de ovejas amodorradas a la sombra de un chaparro; nada parece que se mueva en el interior del pueblo. Y sin embargo, mi ojo grande y curioso está observando sobre las tapias del caserío a dos niñas de mediana edad en postura de vigilancia sobre el corral vecino.
Un niño, de aproximadamente su edad, medio desnudo y sabiéndose a resguardo de la mirada materna vagabundea por entre las piedras del gran corral que forman las cercas en las traseras de su casa.
Todavía no ha alcanzado plena madurez juvenil, pero de su boca se escapa una suspicaz sonrisa cuando con el rabillo del ojo visualiza las melenas de sus vecinas. No tiene más experiencia que los consejos y juegos con niños de más edad que la suya, pero intuye, como joven macho, por donde le viene lo placentero.
Por eso, en un momento de cínica displicencia y haciéndose la idea de su disimulada soledad, se baja los pantalones y se pone a mear frente a las niñas que se ocultan; un susurro de risas entrecortadas y de frases incipientes le llega como trino de aves locas. No es la primera vez que lo hace, pero sí la primera vez que está asimismo convencido de su proceder.
Las risas le animan en su gesta y por primera vez, ante tan rendido público, se acaricia siguiendo los consejos de los amigos; tan dulce es la situación, que un cosquilleo le alarma al ver como su miembro le va creciendo entre los dedos. A la sorpresa personal se sobrepone ese inmenso vacío que crece conforme crecen nuestros deseos carnales; mira asustado por ver si las niñas se han marchado y se encuentra con sus ojos de asombro que le estimulan a seguir adelante. En un gesto de provocación que le llena de placer y una vez roto el silencio cómplice, les pide que se asomen para que vean el final de su número; no solamente es atendido en sus ruegos, sino que, incluso, las niñas le piden poder participar en el juego.
Pero ya no hay tiempo. Una descarga eléctrica recorre su columna vertebral y va a estrellarse contra su miembro. Asustado y sin control se mira sus manos pegajosas, mientras escucha las risas alborozadas de sus admiradoras.
En un gesto tan común a todos los hombres de todas las edades, después de la eyaculación sobreviene un sentimiento de culpabilidad que le lleva a avergonzarse y a huir acalorado hacia el interior de su casa.
Han pasado varios días, se han visto cientos de veces en las calles del pueblo, en sus casas, y solamente las miradas cómplices las delatan. Unas y otro guardan su secreto sin que nadie más que ellos tres puedan ser partícipes de su aventura. Esto le da al niño seguridad y en las calurosas noches del verano incipiente, su atormentada cabeza maquina repetir la operación sin el mínimo peligro. Recuerda los requerimientos de participación de las muchachas y, a su manera, ha resuelto el problema: un grueso madero al que ha cruzado con cuerdas unos palos, le servirá de improvisada escala para alcanzar su ansiado trofeo.
La mañana, como tantas otras de verano, es calurosa y no acompaña al deseo de estar en la cama; muy temprano, se va al corral, arrincona el tronco donde no se le pueda ver y espía la salida al campo del padre de las muchachas. Las mujeres es distinto; sus quehaceres domésticos, sus compras en el mercado o el fregado de los cacharros después de la comida, hace que siempre estén entretenidas, mientras saben a sus hijas a salvo jugando en el corral.
Como la primera vez, a sabiendas de que todo el mundo descansa bajo el frescor de las bóvedas, el niño disimula seguir un juego que él solo conoce. Cuando sale a la resolana de su corral, el corazón le aporrea con fuerza, mientras pide para sus adentros que las niñas le oigan. Les silba a las gallinas que, indiferentes, cruecan sus alas esperando una brisa de aire, o grita como los indios mientras persigue por entre las grandes piedras a algún lagarto aletargado por el calor, que asustado, resuelve meterse en su escondrijo.
Todo lo tiene preparado de antemano y en su joven arrogancia juvenil espera no desfallecer, ni ser presa de la vergüenza.
Grande es su alegría cuando, no mucho más tarde, ve asomar sobre la tapia del corral las ondulantes cabelleras de sus curiosas vecinitas.
En un arranque de osadía y sin cuidarse de las mínimas precauciones, el joven galán sube por la previsora escala y alcanza sin esfuerzo su objetivo soñado en tantas noches de inquietos y placenteros sueños.
Ahora sí. Ahora, desde esta improvisada atalaya que forman los tapiales de las casas vecinas, observa, primero con inquietud y después con alegría la imposibilidad de ser observados antes de poder ellos darse cuenta del peligro.
El niño está acobardado; siente su boca seca y en más de una ocasión ha estado a punto de saltar de la pared para ponerse a salvo bajo la protección de su confortable casa. Pero su celo juvenil y sus ansias de aventuras, prendido por las sonrisas cómplices y las miradas asombradas de las niñas, hacen imposible una retirada honrosa.
El corazón le golpea como un tambor de hojalata, pero ya se ha impuesto a su miedo y al sentimiento de vergüenza que le atenazaba.
- Mirad –dice muy bajito y con una voz ronca que le sale de lo más hondo del estómago, mientras se baja los pantalones y pone al descubierto su miembro viril.
Las niñas están tan asustadas como él. Al ver tan cerca de sus ojos aquello por lo que tanto han soñado y hablado entre sí, han intentado huir en un movimiento defensivo. Pero ya es tarde. Tan tarde, que sus ojos son incapaces de apartarse del niño y como lindas polillas son atraídas fatalmente por el fanal de luz de sus deseos.
Sus caras asustadas y deseosas hacen al niño cada vez más fuerte, más seguro de sus movimientos, mientras suavemente se acaricia.
Muy pronto, son tres fraguas que arden al unísono. Tres cuerpos que se miran, se desean y se dejan arrastrar por una nueva y desconocida, hasta entonces, pendiente de lujuriosas sensaciones.
El niño juega y se estremece a cada embiste, mientras las niñas miran y jadean haciendo que sus juveniles y poco desarrollados pechos se contraigan como diminutos fuelles. Todo ha desaparecido a su alrededor; no sienten el fuerte calor de la tarde, abrasados ellos mismos en otro fuego aún más ardiente.
Y el niño, que ve como su alma se le escapa por entre una nube de ensueño, se ofrece a sus admiradoras:
- Sigue tú –le ordena a la hermana mayor, que obediente e inexperta se atropella en su afán de complacerle.
- Tú también –pide a la más pequeña que sigue el ejemplo de la anterior.
Dos lindas manitas, suaves como la seda, se ejercitan en este nuevo cometido. Dos azucenas blancas, que si en un primer momento se entorpecen entre sí, pronto encuentran el ritmo adecuado, mientras que cómplices las dos, se estimulan con sus miradas y sus risas nerviosas.
Como la vez anterior, un latigazo eléctrico estalla en la cabeza del niño que, como un relámpago, recorre su espina dorsal, paraliza todos sus músculos y se derrama por su bajo vientre.
Las niñas se sorprenden y se sonrojan cuando sienten en sus manos el inesperado fruto de su audacia. Todo ha terminado en ese momento y todos intentan disimular una huída controlada, sin intercambiar comentario ni palabra alguna.
Nuevamente, el sentimiento de culpabilidad renace en sus jóvenes corazones y los hace dudar de la conveniencia de su aventura; son muchos años y muchos consejos preservando su moral los que ahora se yerguen sobre sus inmaduras conciencias.
Ha pasado más de un año y, aparentemente, nada o casi nada ha cambiado en la vida diaria del pueblo ni en la de nuestros protagonistas; pero si observamos con más atención, observaremos que las niñas han crecido más de un palmo; sus pechos se han redondeado y pujan, duros, sobre la suave tela del vestido; sus caderas se han hecho más opulentas, desde donde nacen, bien dibujadas, las altísimas columnas de unas bien torneadas piernas. Al mismo ritmo que han crecido éstas, se ha ido acortando el largo de sus faldas y, en más de una ocasión, sus lindas mejillas han alcanzado el rosa de la emoción al saberse miradas y deseadas por ojos adultos.
También el niño ha sufrido sustanciales cambios: Se ha hecho más retraído conforme su cuerpo de ha desarrollado; un marcado esbozo señalan su bigote y sus patillas, al mismo tiempo que los músculos de su cuerpo se han alargado y endurecido como el acero.
Los tres jóvenes han aprendido el arte del disimulo y del engaño, mientras han seguido con sus juegos amorosos en el corral. Conocen perfectamente cada uno de los movimientos de sus mayores y saben aprovecharse de los múltiples recovecos de pajares y cuadras en algún momento de peligro. Saben que su salvación es estar siempre alerta y han acordado un turno de encuentros, donde la sobrante permanece como vigía de los confiados padres, cuyas voces de atención escuchan de vez en vez, sabedores de su presencia en casa y de tenerlos a salvo.
Conforme han perdido sus miedos han crecido sus audacias; sus juegos se han hecho más íntimos y sus manos han ido reconociendo cada centímetro de sus cuerpos. Juegos pudorosos de los inicios donde se manejaban palabras como “médicos y enfermeras”, han ido abriendo camino a otros términos como “marido y mujer”.
La búsqueda y necesidad de placer es cada vez mayor en sus jóvenes cuerpos, pero las niñas, para desespero del más vehemente galán, saben que hay un tema tabú en estas relaciones, un umbral prohibido que no están dispuestas a traspasar por muchos que sean sus locos deseos de aventurarse.
- Por ahí no –le dijo un día la mayor–, por detrás, pero con cuidado de no hacerme daño.
Y el niño, que al principio no entendió la proposición, se siente transportado a un mundo de sensaciones donde todo le es desconocido, donde el morbo y el sentimiento de pecado hace aún más grato y placentero el encuentro.
Pero la confianza, como ha pasado siempre a lo largo de la historia, les traiciona. “Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe”, dice el refrán popular.
Muchas, en muchísimas ocasiones han jugado con el fuego de sus pasiones los tres jovencitos; innumerables y muy variadas experiencias han gozado en estos casi dos años de encuentros prohibidos, a la búsqueda de nuevas sensaciones, sin más límites, que el que las ya expertas niñas imponen para salvar su futura honra.
Pero un día…
Es una tarde de finales de verano. Los niños han estado ayudando al padre de ellas en las faenas de llenar el pajar y los juegos de los infantes alegran el rudo y penoso trabajo.
Cuando llega el deseado descanso, mientras los hombres regresan a la era y la madre se ha recogido en su cuarto completamente agotada después de la comida, los tres jóvenes han seguido con sus juegos y sus risas en el pajar. El sofoco de la siesta y el suave olor de sus jóvenes pieles irritadas por el tamo, les incita a proseguir por un camino por ellos ya tan conocido.
Las caricias se suceden mientras se atropellan unos a otros en sus incontroladas impaciencias; manos que buscan entre las ligeras ropas; bocas anhelantes que se encuentran, se muerden, en una desenfrenada pirámide de placer, hacen que se olviden de las más mínimas precauciones.
La mayor de las niñas, ahora convertida en una promesa de mujer, solicita y consigue ser penetrada de nuevo por detrás, mientras que la más joven e indecisa de las niñas contempla el espectacular cuadro con ojos absortos y con la respiración alterada, como lo demuestran sus incipientes pero duros pechitos.
Es el mismo cuadro que observa desde hace ya unos minutos la asombrada y aturdida madre, quien llamada por el silencio de los jóvenes se ha colado de rondón por una puerta lateral de la nave.
La dureza de la escena que contempla le produce sentimientos enfrentados: lo inesperado del caso, la visión de sus propias hijas en tan comprometida como excitantes posturas y las risas que el juego erótico les produce, hace que detenga momentáneamente su encolerizada reacción, excitada ella misma, desde su ardiente juventud mal saciada.
Es el descubrimiento de su propia flaqueza lo que la hace saltar de su improvisado escondrijo y gritarles como una loca a los paralizados muchachos que la ven echárseles encima con afán de agredirles.
A la sorpresa del primer momento le ha seguido un sentimiento de pánico colectivo en el que cada uno escapa por donde puede sin ocuparse de los otros.
El niño, aterrorizado por la inesperada presencia de la madre y por el desconcierto de sus gritos, ha huido por el corral, ha saltado por la tapia de sus primeros encuentros amorosos y se ha refugiado en su casa, temeroso, a la espera de los acontecimientos.
Un miedo hondo le va envolviendo en su acobardada soledad. Por primera vez medita, con el corazón palpitándole y a punto de salírsele del pecho, la gravedad de su situación. Teme la reacción de los padres de las muchachas –sobre todo la del padre, traicionado en su complaciente confianza–, y cuál va a ser la postura que tome su propia madre cuando se entere de lo acontecido en estas últimas fechas.
Los días pasan y no sucede nada. Su madre no le ha comentado ni le ha pedido ningún tipo de explicación, volviendo el niño a su quehacer cotidiano, centrados básicamente en sus estudios o en sus juegos.
Pero lo más sorprendente, y que al niño le llena de extrañeza, es que las relaciones de la familia vecina con la suya han seguido sin experimentar ni el más mínimo cambio; la madre de las niñas ha venido a su casa con la misma frecuencia de antes y con la misma confianza de siempre hace tertulia de comadreo con su madre; se ha cruzado personalmente con él y ha recibido los mismo gestos de cariño; se ha cruzado con sus amigas quienes, salvo alguna leve sonrisa cínica y divertida, han mantenido, aunque a distancia, la misma actitud de confianza de siempre.
Todo ello hace que vaya perdiendo su miedo y que recupere su tranquilidad perdida; ha vuelto a recuperar su alegría y sus sueños han dejado de estar plagados de horrores. Ha vuelto a ser feliz.
Una tarde se septiembre, cuando los quehaceres de la vendimia retienen a la mayoría de los brazos útiles del pueblo en las labores del corte de la uva, le ha dicho su madre al niño:
- Acércate donde la vecina, que tienes que escribirle una carta.
Y el niño, que ha sentido cómo le brincaba el corazón ante tal anuncio, recapacita y piensa que no hay nada nuevo en tal petición, pues su buena caligrafía y el desconocimiento de la mayoría de los habitantes del pueblo de algo tan fundamental en su generación como es el saber leer y escribir, ha hecho que toda la vecindad solicite su ayuda a cambio de unas pesetas o de unas golosinas.
Sin embargo, en este caso, aunque no pueda negarse a cumplirlo, sabe que no es lo mismo. En su memoria siguen profundamente grabados el momento de su descubrimiento “vergonzante” y los gritos de la hermosa mujer, que se lo reprochaba.
Espera ser recriminado y camina despacio, apesadumbrado hacia la casa vecina. La puerta está entreabierta, cogida por el pestillo interior, como es costumbre en los pueblos, mientras se mantiene abierto el postigo. A la orden de entrada que recibe después de su llamada con la aldaba, levanta el gancho y penetra en la umbría del pasillo.
- Cierra la puerta –Oye decir a la oculta mujer que le ordena.
El niño obedece y camina hacia una espaciosa sala abovedada en la que, al frescor de la sombra, espera la mujer cómodamente vestida con una ligera bata de estar por casa, que más que tapar su cuerpo, lo ciñe y lo contorna con inquietante firmeza de trazos; cuando sus ojos se fijan en su corpiño, el niño entiende que los botones en la tela son incapaces de sujetar sin enseñar, parte de su turgente y blanco contenido.
Su joven instinto de macho le hace saber que tiene ganad la batalla; aquella mujer que le mira con ojos dulces y ademanes de absoluta complacencia, no puede ser su enemiga. Como también sabe que la carta a escribir ha sido una excusa ante su madre para atraerlo, por mucho que sobresalgan sobre la limpia mesa de la ordenada sala, papel, pluma y tintero.
- Siéntate, hijo –le escucha decir con voz aterciopelada y un punto quebrada por la emoción.
Obediente y atento a cuanto a su alrededor pueda acontecer, decide sentarse frente a los útiles de escritura.
- No. No. Aquí, junto mí. En el sofá. Pero no tengas miedo y estate tranquilo, hombre; quiero que seamos amigos y que podamos hablar como adultos. No voy a reprocharte nada. Yo también he sido joven -¿aún lo soy, no crees?- y he pasado por parecidas experiencias; de modo que confía en mí y déjate de mirarme como a tu enemiga.
El joven, completamente tranquilo por sus palabras se acerca al sofá y se sienta muy cerca de la mujer, que le mira desde la profundidad de sus ojos negros, encendidos por diminutas chispas de fuego.
Un olor tenue, dulce como el almíbar exhala su cuerpo y penetra por sus poros trastocando su aparente tranquilidad y excitando sus dormidos sentidos. La mujer es bella, muy bella; los rasgos de su cara y la línea de su cuerpo vistos desde la penumbra de la cómoda habitación, aparecen como dibujados y caprichosamente difuminados por la mano de un experto pintor.
- No estoy enfadada contigo –le oye decir–, reconozco que me habéis tomado el pelo y que yo, tonta de mí, debería haberlo previsto, pues nada hay nuevo en este mundo. Pero a cambio quiero que me cuentes personalmente vuestras aventuras. Ya sé por mis hijas todos vuestros pasos, pero quiero oírtelos de su propia voz. ¿Lo harás?
El joven no sabe qué decir. ¿Cómo va a contarle a aquella mujer, que ahora le tiene atrapado con su mirada, lo que ha estado haciendo con sus propias hijas? Por eso titubea nervioso; tan nervioso que se va descomponiendo en su arrogancia y toda su obsesión es intentar escapar de la trampa en la que se ha metido. Es mucha hembra la mujer que tiene delante y poca su experiencia en estas lides como para poder salir airoso; ha perdido toda su flema y ha vuelto a ser el niño que nunca había dejado de ser.
Y se pone a llorar con lágrimas silenciosas que encienden sus mejillas de vergüenza, y de rabia su orgulloso y joven corazón.
La mujer tampoco esperaba esta reacción de su acompañante, pero dueña de la situación, coge la cabeza del niño y suavemente la reclina sobre su pecho, mientras le susurra:
- No, mi niño. No, mi vida. No me llores. Si lo que pretendo es todo lo contrario, que te sientas feliz conmigo; que me quieras. Me siento tan sola que te necesito a mi lado.
Sus palabras son un bálsamo para el niño que ha dejado de llorar, mientras que su cara, apoyada sobre el cálido y hermoso pecho de la mujer, se ha ido encendiendo de deseos; cuando es capaz de ordenar sus pensamientos se da cuenta de que, bien por las mimosas caricias o por las expertas manos de la mujer, los botones se han desabrochado y que su piel roza directamente la piel suave y aterciopelada de sus pechos.
Ahora sí. Ahora, sus experiencias anteriores con las niñas y su descaro recuperado le señalan el camino a seguir: sus labios juegan sobre la blanca piel de los duros y erguidos pechos, como queriendo marcar sobre ellos un mapa de fantasías sólo por él conocido. Cuando roza con ellos la flor encendida de sus pezones, un lamento hondo y ronco le brota de su boca entreabierta, que como suave mariposa acaricia los oídos del joven amante.
Ya no hay miedos. Ahora solamente son dos llamas que arden en el mismo fuego. Es nuevamente la mujer la que le habla, muy quedo, desde su agonía:
- Debo de confesarte, que cuando os pillé en el pajar, mi primera reacción fue la de mataros a los tres, por sinvergüenzas; pero tengo que reconocer que al verte tan joven, tan vigoroso y en situación tan comprometida como novedosa con mis hijas, me llenaste de deseos. La vida de una mujer como yo, en un pueblo como este, tiene pocos alicientes; la rutina nos embrutece y vamos perdiendo nuestra condición de mujer para convertirnos en seres abstractos, perdidos en su soledad. Por eso, al veros tan jóvenes, tan fogosos, tan llenos de imaginación y sin miedos, he querido recuperar mi juventud perdida. Desde ese momento te he deseado en todas mis noches de ensueños y te he hecho protagonista de mis inalcanzables locuras de mujer solitaria e insatisfecha. Quiero que repitas conmigo el mismo juego que con mis hijas. Hazlo, por favor – exclama mientras aparta sus ropas y queda desnuda frente al joven.
El niño, que no ha oído casi nada de los susurros de su amante, enfrascado él mismo en sus propios y aturdidos deseos, se enfrenta por primera vez en su vida a la contemplación de un desnudo de mujer que se le ofrece; ha entendido cuáles son sus requerimientos y, sin decir palabra, se apresta a complacerla.
Son dos cuerpos que se entregan sin tregua y sin limitaciones; dos potros jóvenes que cabalgando y cabalgado uno sobre el otro buscan, y alcanzan, el prometido paraíso de la felicidad; dos encendidos volcanes que explosionan y se derraman avivándose en sus fuegos interiores. Un hombre y una mujer que, simplemente, se aman.
- Dios mío, si eres ya todo un hombre –le requiebra la complaciente mujer que le observa con arrobo– pero ven, quiero regalarte el mayor tesoro que una mujer puede ofrecer a su amante; déjame que yo guíe tus pasos.
La mujer se ha dado la vuelta y se ofrece por entero frente a la joven y urgente pujanza de su compañero que lucha por dominarla.
Cuando mucho tiempo después y con los miembros descuadernados por el cansancio el niño-hombre se viste frente al desnudo roto de la mujer, su cuerpo y su mente han sufrido una transformación, que será la puerta de entrada triunfal de su prometedora vida futura.
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