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LA MUERTE DE LA CIGÜEÑA

LA MUERTE DE LA CIGÜEÑA



El célebre filósofo francés J. J. Rousseau, señala en una de sus obras más famosas, “El contrato social”, que: el hombre es bueno por naturaleza, reflexión que nosotros compartimos, sobre todo si nos referimos a la infancia, aunque no dejemos de tener en cuenta la advertencia de la segunda parte de su alegato: y es la sociedad la encargada de su perversión.

En más de una ocasión, y refiriéndonos a la niñez, hemos podido ver cómo los expertos en pedagogía no se ponen de acuerdo en la mejor manera de encauzar los instintos, a veces crueles, de los jóvenes escolares, y discrepan de las medidas de corrección a tomar. Los unos son proclives a medidas sancionadoras, mientras que los otros consideran que el ejemplo y buenas medidas educadoras son la mejor fórmula de reconducir las naturales tendencias agresivas de los alumnos.

Nosotros pretendemos con este relato defender las prácticas de estos últimos, señalando cómo es este caso, las medidas del maestro fueron más provechosas que las propuestas por las autoridades civiles, prestas siempre al recurso de la remisión del castigo por medio de la violencia.

* * *


Son las cinco de la tarde y las calles del pueblo están completamente vacías a causa del calor en esta avanzada primavera. Los hombres están en el campo inmersos en sus faenas agrícolas y las mujeres, después de terminar las faenas caseras después de la merienda están recluidas en sus casas, a la sombra del fresco zaguán, escuchando los seriales de la radio, mientras sus ágiles manos bordan pespuntes o cortan y cosen las prendas desechadas por los mayores para adaptarlas a los cuerpos de los muchachos más jóvenes, siempre necesitados de nuevas vestimentas.

Son momentos de calma, de sosiego en el seno las viviendas a la espera de la llegada de los hombres de sus faenas para, después de una breve cena y al amparo de la brisa nocturna, salir a visitar a la familia o a los amigos, una vez que la tarde ha declinado y el ardiente sol se ha escondido sobre la línea oscura de los cercanos montes, dejando tras de sí un plural y vivísimo cuadro de colores y un espectáculo de luz, digno de los atardeceres del campo extremeño.

El relajo de la disciplina, fruto de la libertad de que disfrutan los muchachos en estas tardes primaverales, les permite a éstos, o bien descansar sobre una manta al frescor del zaguán, jugar dentro de los amplios corrales familiares, o, como es nuestro caso y si la edad de ellos lo permite, andar con otros amigos en busca de sus fantasiosas aventuras por los lugares más imprevisibles de los alrededores del pueblo. Siempre ha sido así y los padres, aunque con la consiguiente intranquilidad, son sabedores de que es imposible frenar la calenturienta mente de unos chiquillos acostumbrados desde niños, educados por sus hermanos o amigos mayores, a toda clase de correrías, sin que por ello los posibles peligros recorten sus prerrogativas de libertad.

En la puerta principal de la iglesia parroquial, frente a la resolana que forma la plazuela de tierra pisada, lugar de encuentro y de juegos para los jovenzuelos de un determinado sector del pueblo, tres muchachos sentados a la sombra de su amplio arco juegan a la taba; sus risas en sordina y sus alegres aspavientos y sus controlados gritos son los de siempre, sin llamar la atención ni a los vecinos más cercanos y a los escasos viandantes que se atreven a desafiar los ya duros rigores de un sol de media tarde. Pero no es el juego el que les tiene en actitud expectante. En el momento en que consideran que no son observados por nadie, el más joven empuja la hoja de la puerta de nogal, que cede a sus limitadas fuerzas, y se adentran en el interior del templo que les recibe con la agradable temperatura que fabrican unos recios y centenarios muros de piedra de granito.

Pero esta historia que ahora contamos ha comenzado hace unas semanas anteriores, cuando el Gory reune a sus otros dos compinches y les cuenta la oferta que ha recibido de cazar viva a una de las cigüeñas de las que anidan en la alta e inexpugnable torre parroquial, a cambio de la importante suma de cien pesetas. La oferta ha partido de un personaje poco recomendable, un muchacho bujarrón y marrullero, al que solamente su popular fama de “artista” le permite sus salidas de tono y sus actitudes “raras”, en una sociedad tan cerrada y moralista como es la del pueblo, siempre guiada y vigilada por autoridades poco dadas a las extravagancias que alteren el curso de la sosegada vida del pequeño lugar.

Los muchachos, con ese sexto sentido adquirido o transmitido de unos a otros, le tenían en cuarentena permanente y sólo el hecho de ser familiar de algunos miembros de la pandilla daba pie a ocasionales acercamientos al “artista”, entre cuyas reconocidas cualidades artísticas estaba la de ser taxidermista, trabajo que le proporcionaba suculentos beneficios para la época en una comarca tan aficionada a la caza menor y mayor y, en aquellos tiempos, poco respetuosa con los animales y con la naturaleza. Él, con unas vivencias maduradas en mil batallas contra sus vecinos, a los que en su fuero interno odiaba, sabía que el dinero era la mejor llave para abrir la encorsetada conciencia de los que le criticaban, fueran éstos mayores o niños, como es el caso que nos ocupa.

Hoy, que vivimos en la sociedad de la opulencia (o eso dicen algunos, no queriendo ver las mismas desigualdades sociales que por doquier nos rodean), cien de las antiguas pesetas nos harán sonreír como fórmula de seducción infantil. Pero en los tiempos en que se desarrollan estos acontecimientos, en una sociedad campesina empobrecida, con salarios de miseria si es que tenían trabajo los padres o los hermanos mayores, la mencionada cantidad de dinero era un buen pellizco, sobre todo para unos jóvenes que, en muchos casos, cobraban mucho menos de sueldo al mes, después de fatigosas labores, bien en el campo, o bien como aprendices en los pocos oficios artesanos que en el pueblo quedaban.

Cuando al Gory le ofrecieron tal tesoro no lo pensó dos veces, ni se le ocurrió imaginar las dificultades y peligros que la aventura podría acarrearle. Ya su mente estaba centrada en conseguir los aliados necesarios para la consecución del objetivo, que no eran otros que el cómo entrar en la iglesia sin ser advertidos, subir a lo alto del capitel de la dificultosa torre y sacar sin ser vistos el resultado de la acción, que no era otro que la caza de la pobre y protegida cigüeña que se señoreaba y gazpacheaba diariamente sobre la misma, sabedora por instinto de la falta total de peligros para su procreación.

El Gory, un poco mayor que nosotros, también había ejercido durante un tiempo de monaguillo, pero el poco rendimiento económico de tan absorbente menester y el poco aprecio familiar por las “cosas de la iglesia”, le fueron alejando y dando paso a los que ahora cumplíamos esta función con más o menos éxito, a decir del sacristán, que no estaba muy conforme con las continuas y atrevidas travesuras y el poco celo de los nuevos personajillos que le incomodábamos en sus pesadas somnolencias en las bancadas de la sacristía.

El acuerdo entre los tres compañeros de fatigas y de juegos fue sincero y muy claro: nos repartiríamos por igual dicha cantidad si los tres colaborábamos en conseguir el objetivo marcado.

Con la tranquilidad y seguridad en lo que se proponían, entraron los tres en la tan conocida como solitaria nave del templo, en uno de cuyos ángulos había una puerta que daba entrada a una empinada pero cómoda y amplia escalera que conducía al coro y, un poco más arriba, en el primer cuerpo del enorme edificio, otra puerta siempre abierta daba paso a nuevas escaleras que conducían a las tres restantes alturas de la espigada torre parroquial, en cuyo último cuerpo, dos enormes campanas marcaban los tiempos más importantes de la vida del pueblo. Desde esa importante altura, el campanero, ya viejo y reumático, había visto infinidad de hermosos amaneceres, así como espectaculares puestas de sol, mientras comunicaba a sus vecinos con sus toques de campanas los distintos oficios religiosos que diariamente se celebraban en el templo, como también, si había sido necesario, señalar los momentos de peligro por fuego o inundaciones, para que los vecinos acudieran solidariamente a colaborar en su extinción.

Los tres muchachos, en su silenciosa subida, pasan por entre las viejas, olvidadas y desconocidas tumbas adosadas a las paredes del primer cuerpo de la torre, lugar lúgubre, que si bien ahora lo hacen sin temor, las miran de reojo recordando las prisas de otros momentos en que de forma solitaria han tenido que suplantar los achaques del campanero y han buscado sin detenerse un momento los abiertos ventanales de la segunda planta, donde la luz y los espacios abiertos de los campos y del caserío del pueblo ahuyentaban los miedos que atenazaban sus juveniles espíritus. A partir de ahí y hasta llegar a la tercera y última planta, todo son facilidades en la subida.

Por encima de sus cabezas, la cúpula interior del capitel les señala su enorme e inalcanzable altura, donde las palomas revolotean asustadas por su presencia y los cernícalos huyen sorprendidos en su tranquilidad rutinaria. Los tres jóvenes dirigen sus miradas hacia una campana menor que se enmarca, a gran altura, en un estrecho ventanal que da paso a una terraza de columnas que rodea al capitel, en cuyo ángulo del cuadrado pretil observan complacidos el enorme nido de cigüeñas, objetivo de sus deseos. El problema que se les presenta a tan jóvenes aventureros es el de cómo subir los más de cinco metros que les separan de la terraza y en la que no hay más que pequeños huecos que dan cobijo a las palomas, problema que el menor de ellos, con una suficiencia que deja pasmado a los demás ya ha resuelto por su cuenta en más de una ocasión y ha trepado hasta lo alto sin más medios que las fuerzas de sus dedos aferrándose a los viejos ladrillos de la erosionada pared interior, utilizando los ocasionales nidos de palomas como agarradero para sus manos o sustento para sus pies.

En esta ocasión, con las bocas de sus dos compañeros abiertas por la emoción y el asombro de verle gatear como los lagartos por una superficie vertical y sin agarraderos seguros, el muchacho sube despacio y sin miedo acompañado de una fuerte soga escondida desde hace semanas en los escondrijos de la insondable escalera. La tarea de hoy no es otra que la de fijar un punto de fijación de la cuerda para, en otra ocasión, y con los preparativos ya a punto, pero una vez conseguido este objetivo, los dos muchachos restantes suben hasta los cielos que deja ver la abertura de la ventana y se arrastran por debajo de la campana. Apoyados sobre el pretil, ahuyentada la pobre cigüeña que se ha visto por primera vez sorprendida en su absoluta tranquilidad, los tres jóvenes disfrutan de la panorámica que se les ofrece desde tan reservado como privilegiado puesto de observación. Una tela de araña forman los caminos rústicos que acercan los campos de labor al caserío, donde a estas horas, diminutos puntos negros señalan el trasiego de hombres y bestias de regreso a casa. Hacia occidente, los puntos blancos sobre las dehesas extremeñas, señalan los pueblos que se esparcen hacia la frontera con el vecino Portugal. Sobre el verdor de los campos reverdecidos por las lluvias primaverales se divisan olivares y enfilados campos de viñedos que hacen las delicias de los campesinos. Por encima de los montes que forman las sierras de Monsalud y de La Calera, el sol en su apogeo va declinando suavemente y encendiendo de púrpuras y fuegos los cielos límpidos y transparentes de los campos extremeños.

Es hora del regreso, antes de que vuelvan a sonar las cercanas campanas de la torre llamando a los fieles para el rezo del Santo Rosario y antes de que la mínima prudencia por su parte neutralice las posibles visitas de las beatas al templo y puedan ser denunciados al señor párroco, que ajeno por completo a tales pillerías de sus monaguillos, no dejaría de extrañarse de tales incursiones sin su permiso al interior del templo.

Ha pasado más de una semana cuando, de nuevo, los tres compinches se han puesto de acuerdo en el día y hora de rematar la faena. Como la vez anterior, se han dejado abierta la puerta principal, más reservada y lejana del posible callejeo de los habitantes, y lugar habitual de los ajetreados juegos de los muchachos. Por eso su presencia, a eso de las seis de la tarde, no extraña a los pocos viandantes que circulan por las cercanas calles y sus juegos pasan completamente desapercibidos de tan habituales y conocidos por todos.

Cargados con una fina pero resistente cuerda de esparto, los tres muchachos repiten una vez el trayecto hacia lo alto de la conocida torre y, tras coger aire después de la nerviosa subida, trepan por la soga que cuelga de la pequeña campana hacia el interior, previsión tomada en la anterior aventura. Una vez en la terraza, el sol deslumbra sus ojos y tienen que esperar a adaptarse para calcular sus movimientos. Nuevamente, la cigüeña es cogida por sorpresa en su nido y sale despavorida dejando atrás la puesta de sus huevos. Es el momento en que “profesionalmente” extienden en el interior del nido la larga cuerda en forma de lazo, rodean el amplio círculo que forma el capitel de la torre y de una de las columnas que forman el pretil sujetan el otro cabo de la cuerda.

Encogidos sobre sus cuerpos y escondidos tras el capitel al otro lado del nido, esperan tranquilamente que la hembra regrese a su nido, sabedores que no es esperará a que se enfríen los huevos que está incubando. La quietud de sus cuerpos o la necesidad de su regreso al nido hacen que la cigüeña, después de dar varias vueltas alrededor de la torre se pose lentamente sobre la nidada. La falta de movimientos extraños hace que se sienta tranquila y clueque sus alas sobre su puesta de huevos, a los que ya, estamos seguros, le deben faltar el calor imprescindible de la hembra. Los tres se miran a los ojos satisfechos y con la mirada se dan la orden de actual. Es el momento de tirar de la cuerda con todas sus fuerzas, esperando que la sorprendida y enlazada ave caiga dentro de la terraza.

Ninguno ha contado con la fuerza y el enorme peso del animal, quien al sentirse atrapada intenta emprender asustada el vuelo. O bien no han calculado el largo de la cuerda, o bien el peso de la cigüeña ha deshecho todos sus pronósticos. Lo que sucede realmente es que el animal queda colgando por las patas y dando enormes aletazos sobre las paredes de la alta torre. Los muchachos, desconcertados, se dan cuenta del enorme peligro que para ellos representa la escena que a poca distancia están viviendo, sabedores que a estas horas mucha gente del pueblo también la está observando y preguntándose el motivo de que dicho animal haya quedado atrapado y colgando de una cuerda, y escapan por la puerta de la Sacristía, a la que han tenido que forzar el resbalón interior de la cerradura.

A partir de esos momentos, todo son conjuras y especulaciones sobre el pobre animal que aletea y agoniza en lo alto de la torre sin que el numeroso gentío que se ha congregado a sus pies se resuelva a tomar la decisión de descolgarla. Hasta esos momentos, la idea más extendida entre los observadores, es la de que los mismos materiales con que forman el nido las cigüeñas –ramas y cuerdas– les han traicionado al enredarse en sus patas e, involuntariamente, son la causa de su cautiverio. A nadie se le pasa por la cabeza que animales tan queridos y respetados, que forman parte indisoluble de la vida diaria y de la imagen del pueblo, puedan ser objeto del ataque de la codicia de unos muchachos desalmados, ni mucho menos que nadie haya tenido el atrevimiento de encaramarse a lo alto del pináculo para atacarlas.

La noticia ha llegado a oídos del Sr. Alcalde y al cuartelillo de la Guardia Civil, cuyos máximos representantes se acercan hasta las puertas de la iglesia parroquial, en donde se encuentran al bueno del párroco en amena charla con sus feligreses. Las horas de la noche son tan avanzadas y la falta de luz tan evidente, que hacen imposible tomar cualquier decisión para solucionar un asunto, que si bien sobrecoge los ánimos de quienes contemplan al pobre animal en los estertores de la muerte, ya no hay solución de recuperación para quien tiene las patas atrapadas y rotas, según han podido observar quienes la han visto con las últimas luces de la tarde.

Un acontecimiento, aparentemente tan nimio, en un pueblo en que nunca sucede nada de extraordinario, hace que en los bares de la plaza y casas particulares sea el centro de las conversaciones, a la espera del nuevo día en que la puedan descolgar y terminar con su sufrimiento, si es que todavía vive el pobre animal.

La luz de la amanecida rompe poco a poco las sombras de la noche, en la que en más de una ocasión, los secos aletazos de muerte sobre la pared de la torre se han dejado oir por los vecinos más cercanos. La luna, como avergonzada, queriendo contribuir a la escenificación del acontecimiento, se ha escondido detrás de grises nubarrones de tormenta. La nueva mañana se presenta con una luz de celofán, como si quisiera adherirse con su contrastada tristeza al lúgubre espectáculo de la torre del pueblo en la que ya silenciosa, los tempraneros labradores observan, camino de sus campos de labor, al pobre animal colgado de las patas.

Cuando el pueblo retoma el pulso cotidiano, es la hora de arreglar el asunto que tanto ha dado de hablar en los corrillos vespertinos. El señor cura, a quien los muchos años hacen desistir de la subida a la torre, autoriza al joven sargento de la Guardia Civil, al Guardia Municipal y a unos parroquianos voluntarios el acceso al campanario, sin que los monaguillos, que no han hecho acto de presencia desde que se conoció la noticia, sean los guías de la comitiva. Cuando fatigados por la empinada subida llegan a la tercera planta de la torre y observan colgar del campanil la soga, los hechos cambian completamente de significado. Ahora saben que no ha sido un accidente y que alguien ha cometido un acto vandálico de desconocidas consecuencias. Los voluntarios se aprestan a subir con la improvisada ayuda de la cuerda y en poco tiempo dos hombres jóvenes están sobre el pretil en el que una nueva cuerda, atada a una de las columnas que lo sostiene, es la que tiene prisionero el cuerpo ya muerto de la cigüeña. La soledad del enorme nido con dos huevos ya fríos, pone un punto de tristeza a los aguerridos muchachos que al momento se aprestan a subir el cuerpo del animal, entre aplausos del público que, curioso como siempre, se arremolina a los pies de la torre.

Si el triste espectáculo ha terminado en el exterior, no sucede lo mismo en el interior de la torre, en donde con el cuerpo del delito a sus pies, se hacen cábalas sobre quién o quienes han sido los bárbaros ejecutores. De pronto, a alguien de los presentes se le enciende la luz de la memoria y proclama: “esto es cosa de los monaguillos. Nadie conoce mejor cada recoveco de esta torre, ni nadie tiene tanto tiempo como ellos para preparar sin sospechas la cacería”.

A partir de esos momentos, todo se enreda alrededor de los tres muchachos. La severa autoridad de la Guardia Civil les conduce, aterrorizados, junto al miedo de sus familiares, desde sus casas al cuartelillo para ser interrogados y posiblemente acusados. Es el momento para la reflexión de las autoridades locales, que si bien consideran una barbaridad la travesura de los jóvenes y esperan reciban un ejemplar castigo, se oponen a que pasen la noche en el cuartelillo, dada su corta edad y la buena reputación de sus familias. Una vez en casa, el llanto de las madres y hermanas mayores les señala la gravedad del asunto.

A la manaña siguiente, aún muy temprano, se han reunido en el despacho del Sr. Alcalde una comisión formada por los Maestros de Escuela, el Párroco, el Juez de Paz, el sargento de la Guardia Civil y algúnos otros representantes de lo que en el pueblo le llaman “las fuerzas vivas”, con la intención de tomar cartas en el asunto y estudiar las medidas correctivas a imponer a los asustados muchachos que esperan el veredicto en una sala alejada del lugar de reunión.

Se han oído muchas y descabelladas ideas sobre el castigo; muchos y moralizantes sermones de algunos de los presentes; se ha dejado hablar al responsable de la seguridad civil que ha acudido vestido de uniforme y que fiel a su formación y a su oficio, solicita un escarmiento ante futuras travesuras como la presente. Todo parece que está en contra de los aterrorizados jóvenes y esa es la impresión que tienen también algunos de sus familiares que les acompañan. Cuando la tensión parece que azuza los ánimos y eleva el tono de voz de los más extremistas, el maestro de los tres muchachos, de una forma pausada y tranquila, se levanta de su asiento y como en su diario magisterio frente a la pizarra de su escuela, va poniendo punto por punto las cosas en su verdadero y justo lugar, a tenor de la edad de los acusados. Les habla a los que le escuchan del valor de la educación, por encima el temor de los castigos; de la reeducación como el mejor sistema para que los jóvenes valoren sus actos. Les recuerda, desde su constatada experiencia, que es propio de la juventud estas salidas de tono, como lo es para ellos el poner los medios adecuados, sin estridencias, en la forma de encauzar estas leves agresiones a la convivencia. Por último, bajo propia supervisión y la del Sr. Cura Párroco, les propone un método de castigo que no dañe ni margine en el futuro la dignidad de los aún niños, sino que les fortalezca su ánimo de cara al servicio de la comunidad en el futuro.

Más de tres meses se han pasado los tres aventureros sin pisar la calle después de la escuela. Ni hay juegos de balón, ni de peonzas, ni, lo que es insufrible para ellos, correrías por los ejidos del pueblo en busca de aventuras. Las horas de recreo les están destinadas a lecturas en el mismo aula de la escuela, donde de frente a los demás alumnos, el maestro coloca sus asientos como queriendo llamar la atención del resto de la clase. El resto del tiempo, con más tarea por delante, los padres tienen la obligación de recluirlos en sus casas hasta que pase el castigo.

Cuando pasa el tiempo y se les levanta la sanción, han aprendido la lección sin que se les menoscabe su dignidad. Ellos saben que han obrado mal y que han tenido la suerte de tener un buen maestro que les ha defendido de posibles y poco edificantes medidas represivas. También el pueblo ha sabido aprender la lección de que vale más un buen ejemplo que un mal castigo y así se lo hacen notar a los muchachos los mayores, muchos de ellos guiñándoles malignamente un ojo de complicidad e, incluso de asombro por el atrevimiento.

Nadie ha sabido nunca nada del verdadero motivo de la aventura y, cobardemente, como siempre en estos sujetos, el instigador se ha desentendido del asunto, criticando en más de una ocasión y antes los familiares la crueldad de los hechos.

La tarde es brillante y el sol va declinando en su diaria curva hacia occidente. Sus fuertes rayos asaetean los campos y dan vigor a los cereales que, orgullosos, levantan su fruto de pan y de esperanza. Un numeroso grupo de muchachos, ajenos a la fuerza del calor, sudorosos y medio desnudos, cruzan el arroyo y se encaminan, entre empellones y risas, hacia las eras cercanas para jugar al balón. Al pasar un olivar, en medio de las tierras en barbecho, un revuelo de plumas blancas y negras llama su atención. Son los restos de la pobre cigüeña, que como el resto de los animales muertos en el pueblo, son arrojados en los ejidos para que sean pasto de las alimañas. Cuando pasan junto a ella, los tres muchachos se miran entre sí y salen disparados en sus correrías, como queriendo borrar definitivamente los tristes recuerdos de su desafortunada aventura. A su encuentro salen los límpidos verdes y ocres de los trigales encañados y el alegre bordado rojo de las amapolas. Es principio de verano y hay que jugar muchos partidos de fútbol con los amigos.

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