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PREGÓN DE FIESTAS DE SANTA MARTA

PREGÓN DE FIESTAS DE SANTA MARTA, EN HONOR A SU PATRONA SANTA MARTA VIRGEN, CELEBRADO EL DÍA 29 DE JULIO DE 2011

Queridos paisanos y amigos:

Permitidme que mis primeras palabras sean para agradeceros, a través de vuestra Corporación Municipal y en la figura de vuestro Alcalde, don Jorge Vázquez Mejías, el inmenso honor que me hacéis de abrir vuestras Fiestas Mayores de 2011.

Hace ya muchos años que salí de mi pueblo. De este pueblo. Muchos. He viajado por otras tierras hermosas y prometedoras; he conocido a otros hombres con los que he compartido amistad, trabajo, aventuras, incertidumbres, miedos; y todo ello me ha servido para enriquecerme como ser humano; para comprender que no nos debe importar el lugar de nacimiento de los hombres, ni el color de su piel, ni la religión que profesen… La vida me ha enseñado que lo más importante es el respeto al ser humano en su dimensión individual, como ser único, libre e irrepetible. Esa, quizás, sea la mejor enseñanza que he recibido desde que salí de este pueblo.

Vuelven a mi memoria los recuerdos de las calles de este querido pueblo llenas de muchachos de mi edad gritando de contento, viviendo en condiciones difíciles, porque aquellos años así lo demandaban, pero felices, dentro de la sociedad que nos había tocado vivir. Hoy, desgraciadamente, todo es diferente. Muchos de aquellos jóvenes, que éramos el mayor activo para el futuro de nuestros pueblos, nos fuimos marchando a otras tierras buscando un futuro más prometedor que el que aquí se nos ofrecía.

Quisiera deciros, queridos amigos, que lo más triste que tiene la emigración es la pérdida, casi siempre definitiva para el que la padece y sufre, de sus raíces, de los amplios y bellos espacios de sus campos, de sus paisajes queridos, de las calles de sus pueblos… de la memoria de sus muertos. El hombre y el árbol pertenecen a la tierra donde nacen. Se les podrá trasplantar a otra mejores, pero ya no será lo mismo.

Yo quisiera dedicarles hoy mi pregón a todos aquellos que marcharon y que ya nunca volverán a sus pueblos de origen. A las madres, a las hermanas y familiares de los que hoy, estoy seguro, allá donde se encuentren, estarán pensando en estas fiestas patronales de Santa Marta. Permitidme que lo haga con un canto de nostalgia por mi infancia en este pueblo; por tantas infancias perdidas.

***

He hablado en otras tierras muchas veces, pero siempre es hermoso y emotivo hacerlo aquí, en Santa Marta, mi pueblo. En las entrañas que abonan los huesos de vuestros mayores, de mis mayores. Aquellos que nos enseñaron una forma especial de ver la vida, de sentir la vida, mezclados con la tierra y el agua que la engendraron. Aquellos que nos enseñaron que un hombre no es más importante que la tierra que lo sustenta pero tampoco menos que cualquiera de las criaturas que lo habitan.

Yo, que aprendí a amar esta tierra, como muchos de vosotros, en aquella niñez de campos poblados de voces masculinas, del despertar de estas calles cada día con el sonido regular de las herraduras sobre el empedrado; del picoteo del martillo en la fragua, de los zapateros cosiendo borceguíes y del herrador calzando mulas… en aquella niñez, tan lejana ya, con sus inviernos de escarcha y sabañones, de escuela y de matanza, de aro y de canicas, del juego del pincho y la picota, de explotar carburos en los llanos del Pilar, con sus veranos de correr perdigones y buscar nidos…

Aquella tierra, como aquella niñez, se fue en el tiempo. Se nos fue como nos fuimos yendo muchos en una vorágine de tiempos nuevos que nos llamaban desde las ciudades y las fábricas, desde las avenidas y las autopistas, con voces de progreso, con voces que identificábamos con el progreso y un futuro que soñábamos de pan y paz y libertades.

Y nuestros pueblos chicos iban desangrándose en un oscuro escapar de mozos a Madrid, a Barcelona, a Bilbao, a Francia, a las alemanias todas, interiores o extranjeras.

Huir, huir, escapar del pueblo, escapar de la miseria en una tierra ubérrima, para descubrir allí, en el desarraigo, que lo que habíamos dejado atrás se llamaba, por ejemplo, Santa Marta… Y allí alejados, hurgar en el hondón de la memoria y soñar con el regreso. Y volver por las fiestas de julio o septiembre, o por Nochebuena a pisar estas calles, a besar a la madre, a reencontrarse con los amigos, a compartir con ellos un vino bien bebido y la esperanza y la experiencia… y comprobar entonces que lo que habíamos perdido era más que una tierra, más incluso que un tiempo ardido para siempre: habíamos perdido una manera de ser y de vivir. Y ya era irrecuperable.

En esta conciencia de lo perdido descubrimos que un hombre sin su tierra no es un hombre, es un ser trasplantado y roto. Y una tierra sin sus hombres es una madre agonizante. Así debemos de comprender que Extremadura, Santa Marta es más que un nombre, más que una tierra. Hemos de comprender que Extremadura, Santa Marta es un regazo fértil para nacer, para vivir, para morirse. Hemos de comprender, en fin, que la tierra de nuestros muertos tiene que ser también la tierra de los vivos. Y hemos de volver para hacerla habitable, ya lejos de divisiones ancestrales. Y los que no, en las ciudades de recibo, hemos de empezar a hablar de Extremadura, de Santa Marta con orgullo. Con el orgullo legítimo de sabernos herederos de una raza, mezcla de todas las razas, sabia y sobria, capaz siempre de renacer de sus cenizas. Y los extremeños, los santamarteños de dentro y de fuera debemos de así entenderlo. Y debemos entender, que todos juntos ganaremos el futuro, un futuro, que si queremos, debe estar lleno de la esperanza de que todos juntos estamos ganando este presente ilusionante.

Y unos en la tierra y otros lejos de ella, debemos de nuevo aprender a amar a Extremadura, a Santa Marta como aprendimos a vivirla. Un pueblo, el pueblo donde uno nace y crece, forma parte de uno mismo: como los ojos, que comenzaron a ver con sus luces; como los oídos, que se abrieron para escuchar sus murmullos y los identificaron con la música; como la voz, que empezó a soñar con su leguaje; o como el corazón, que se pobló de amores en sus calles.

Un pueblo es un corazón ardiendo en el pecho. Un corazón que echó raíces hondas, extendidas hasta unos pies que nunca quisieran irse, que quisieran penetrar hasta el centro mismo de la tierra y palpitar en el mismo compás de su latido, un corazón que se multiplica en ramas, en hojas crecidas hasta las manos para aferrarse al sol y al viento y a la nube. Un pueblo es un corazón con forma de encina cuya copa puebla la cabeza de nidos y de pájaros; un corazón de encina cuya madera recia aguanta los embates del tiempo y su devenir continuo. Un pueblo es un corazón con cuyo latido se llenan de vida los corazones que lo habitan. Porque un pueblo no es solo un sitio, no. Un pueblo es alma aleteante, la vida sucediéndose, los vivos continuando la vida de los muertos, la memoria proyectándose al futuro. Un pueblo es más que un corro de casas, que un dédalo de calles, que las ruedas de sus olivares o las riberas de sus arroyos… Un pueblo es la gente afanándose en el agobio cotidiano del trabajo y en el contento del reposo, unida en el progreso y solidaria en la desgracia, en la sencillez de unas vidas paralelas. Un pueblo es la vitalidad de su gente, la solidez de sus costumbres, la alegría de sus fiestas.

Un pueblo, este pueblo, Santa Marta, no es sólo un nombre sobre el mapa, ni un puñado de viviendas a la orilla de un arroyo. No. Santa Marta sois vosotros trabajando, recuperando la memoria antigua o proyectando con vuestros sueños el mañana. Santa Marta son sus tradiciones y su cultura. Santa Marta son sus habitantes venerando al la Santísima Virgen de Gracia o rezándole a nuestra patrona. Santa Marta son sus hombres y sus mujeres enseñando una forma de ser y de sentir, de ver la vida, a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Pero Santa Marta no es sólo un pasado. Santa Marta es hoy un pueblo que quiere ser floreciente, crecido, que quiere verse multiplicado de jóvenes que se esfuercen por hacer de su pueblo un sitio cómodo para vivir, un sitio para el progreso. Ese es el camino. Un pueblo no debe quedarse anclado, como lo está el tranvía a la entrada del pueblo a merced de los vientos y las tempestades. Un pueblo debe estar en marcha siempre, abriendo horizontes, con su población joven mirando hacia adelante, con sus brazos poderosos y su mente clara abriéndose a nuevas empresas, a nuevas rutas, rompiendo las puertas del futuro. Porque el futuro es vuestro, jóvenes de Santa Marta, pero hay que conquistarlo. Hay que arrebatarle todo lo que nos pueda ofrecer. Ya no es hora de lamentos por el ayer perdido, como podríamos hacerlos nosotros, sino de trabajo por el mañana que hay que ganar. En vuestras manos, muchachos y muchachas jóvenes de Santa Marta está el que este pueblo, pequeño y magnífico, se convierta en el paraíso que soñáis. Luchad por ello. Y vosotros, nosotros, los mayores, alentadlos. Que nunca más tengan que salir los jóvenes a buscar la esperanza a otra parte. Todos, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, debemos ofrecer a nuestro pueblo lo mejor de nosotros mismos; nuestros estudios, nuestro trabajo, nuestra ilusión, nuestro tesón y nuestra constancia. Entonces todo estará ganado.

Hoy es día de fiesta. La feria de Santa Marta arde ya en la alegría de los corazones. Yo os deseo que sea siempre fiesta mayor en vuestras vidas. Fiesta mayor en el gozo de vuestras familias, de vuestros amigos, de vuestros sueños, de vuestra honradez. Fiesta mayor para siempre en el fondo de vuestras almas hermanas. Fiesta mayor, de íntimo contento, en Santa Marta. Disfrutad todos de estos días, de estas ferias, y disfrutad del futuro. Porque todo el tiempo os espera. Devoradlo con alegría. Y para los creyentes y no creyentes, que la Virgen de Gracia y nuestra patrona os entregue todo el bien que yo os deseo.

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