Son las 7,45 de la mañana del viernes 16 de septiembre de 2011. Estoy plácidamente sentado en un banco de la Plaza madrileña de Alonso Martínez a la espera de mis compañeros y amigos de viaje. Miro con asombro las concurridas calles de la ciudad en las que un río de coches se disputan los espacios y huyen despavoridos buscando las salidas que les acerquen a los lugares de trabajo. Frente a mí, las bocas del Metro vomitan sin cesar un público nervioso que camina hormigueando con el peso del sueño en sus rostros. Entre ellos, con un paso diferente, reposado, sin atisbo de prisas, como si el tiempo no contara, con la mochila al hombro y el bastón caminero en las manos, tres hombres ya de cierta edad se me acercan con una sonrisa complacida en sus rostros. Nuestras figuras de peregrinos en una ciudad que se despierta cansada y dispuesta a seguir en la pelea diaria por ganar el sustento aparecen, cuanto menos, contradictorias. A nuestras espaldas, frente a una casa en fase de remodelación y mirándonos de reojo con curiosidad, se van juntando un grupo de obreros de la construcción que cuchichean nuestra desenfadada presencia, seguramente con un poco de envidia. En esos momentos, a las ocho en punto, como es norma sabida en él, aparece el coche todoterreno pintado con el anagrama de los Amigos de los Caminos Reales de Guadalupe de Antonio Dávila, su Presidente y nuestro guía en esta nueva aventura. Desde el grupo de obrero, una voz da el aviso: “¡Mira, tú, estos tíos van a tu tierra!”. “¡Y a la mía!”, responde orgulloso otro nuevo que en esos momentos se les incorpora. Es la grandeza –y la pena– (decimos nosotros), de constatar cómo en cualquier grupo de hombres, sean de la profesión que sean, siempre hay extremeños fuera de su tierra.
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