miércoles

EL PROTECTOR DE ANIMALES

EL PROTECTOR DE ANIMALES


 Para Trinidad Triguero Pascual, 
para que sonría alguna vez en estos momentos de enorme tristeza. 


 La mañana, como tantas mañanas en esta tierra, es clara y perfumada. El aire trae de no se sabe dónde olores que penetran en los pulmones de los que viven y disfrutan de las comodidades de la pequeña ciudad en la que la industrialización todavía está muy lejana o es una costra sucia y mal organizada de los polígonos industriales que la envuelven desde la lejanía. 

 El aire limpio de la cercana sierra donde crecen silvestres y fieros la jara y la retama, trae a la pituitaria del hombre que está sentado en una recoleta plazuela del hermoso parque municipal olores de las glicinias y jazmineros que emparran los bellos rincones del jardín público, donde a la sombra de una altísimas palmeras africanas traidas por no se sabe quién ni cuándo, que dan sombra a una cantarina fuente, a donde se acercan a beber las numerosas aves que el hombre alimenta diariamente, sin que permita a nadie acercarse a conversar con él, ni mucho menos a los muchos pordioseros que intentan, a menudo, pedirle algún tipo de ayuda. El hombre, vestido siempre con traje gris y corbata de seda, odia irracionalmente desde su interior a todos aquellos que son incapaces de ganarse la vida con su trabajo. Hubiera perdonado a aquel que se hubiera atrevido a robarle su cartera por la fuerza, pero jamás tendría compasión con el hombre que se humilla ante otros hombres pidiendo una limosna que ofende tanto al que la pide como al que la abona. Es cuestión de medidas en su complicada escala de valores a la que no está dispuesto a renunciar.

 Seguramente, en su subconsciente más profundo y doloroso, están muy grabadas las estampas de la plaza de su pueblo, donde sus familiares más directos, y él mismo cuando tuvo edad de trabajar, ofrecían sus brazos a los encargados de los dueños de la tierra por jornales de miseria, o el rechazo, las burlas y ultrajes de los mismos encargados y capataces sobre los trabajadores que eran señalados por los amos como peligrosos o “desafectos a la causa”, condenándolos a la miseria, al hambre o a la exclusión social, tanto a ellos como a toda la familia, que no tenían más remedio que emigrar a otras tierras. 

 El era un hombre duro, curtido en mil batallas, trabajador de mil empleos, pero sin perder jamás su dignidad ni su libertad personal. Con diecisiete años y cansado de ser mula de carga en trabajos inhumanos de hombres sin escrúpulos en su pueblo, solicitó y consiguió de su padre permiso para marchar y buscar fortuna en otras tierras desconocidas. Era consciente de que los hombres son iguales en todas partes y que los problemas del pueblo serían los mismos en cualquier otro lugar a donde llegara si no tenía un poco de suerte. Pero la suerte, como la desgracia, se conquista a base de esfuerzo y sudor. Y esa suerte la encontró en los primeros meses en Madrid donde consiguió trabajo cuidando los caballos de un militar de carrera a quien le solicitó entrar en el ejército para cubrir el servicio militar obligatorio. El militar no quería desprenderse de tan capacitado y servicial trabajador y le arregló los papeles para que se quedara el tiempo que quisiera estar en el ejército como su ayudante personal, que no era otra cosa que ser el cuidador de su yeguada y atender de su hacienda. Pero por lo menos, aquel hombre, dentro de sus limitaciones personales y sociales, era mucho más humano que los cacique de su pueblo y supo valorar todas y cada una de sus capacidades profesionales. 

 En sus ratos de ocio, pocos, aprendió de su mano a leer y escribir y le encaminó a seguir por ese camino a través de personal capacitado. En la mili aprovechó para sacarse el carnet de conducir que tan útil iba a serle pocos años después. Con veintitrés años y una correcta formación académica, compró un billete para Alemania con un contrato de montador mecánico en una fábrica de automóviles. No quiere recordar los barracones donde dormían los trabajadores de infinidad de paises con los mismos problemas que los suyos, ni las comidas únicas del día para poder ahorrar unos marcos. Era un problema de supervivencia y él estaba acostumbrado a sobrevivir en circunstancias extremas. 

 Aprendió el oficio con ahínco, como si le fuera la vida en ello. Y le fue reconocido su interés por sus jefes que le promocionaron a puestos de responsabilidad. Como el factor lengua era su punto débil, se fue a vivir a casa de unos alemanes con el único deseo de dominar la lengua. Dos años después era de admirar su desenvoltura en la misma, que le supuso nuevos cargos que aumentaron su prestigio en la empresa. 

 Con treinta años fue destinado con todos los honores a la sucursal de Francia con cargos de jefatura y un futuro prometedor por delante. Y como la vez anterior, prefirió, junto con las clases de idioma especializadas, aprender el idioma francés junto a una familia autóctona de buena posición social y con hijos de su misma o parecida edad, en donde buscó acomodo, encontró el amor y en donde por amor se casó con Edith, una hermosa mujer a la que amó a su manera, pero de la que no supo, o no pudo recibir el mismo grado sentimental que él puso en el matrimonio. Un hijo y una hija fueron el resultado de estos truncados amores que naufragaron, como naufragarían todos los venideros en los que se embarcaba el hombre que no sabía amar. 

 Cercano a los cincuenta años y sin nada que le atara a aquellas tierras, con una buena formación en su trabajo y buenas rentas económicas, un día, sin saber por qué, sintió añoranzas de su tierra española y pidió a la empresa la posibilidad de cubrir plaza en España, solicitud que le fue concedida y recompensada económicamente. 

 Pero él no quería trabajar para nadie y prefirió apoyarse en sus contactos alemanes y franceses para montar su propio negocio de venta y reparación de automóviles. Su experiencia y su instinto comercial le señalaban que era el momento de los atrevidos, de los emprendedores, como ahora se dice, e invirtió todo su capital a una sola carta. Cinco años después y asociado a grandes capitales, su nombre figuraba entre los grandes concesionarios en cualquiera de las salidas de las grandes ciudades españolas. 

 Pero un día se dio cuenta de su enorme soledad. De que era querido o apreciado por los que le rodeaban solamente por lo que tenía o por lo que representaba en la sociedad encerrada en valores comerciales o económicos. Sus numerosos cargos honoríficos y sus pertenencias a exclusivos clubs sociales eran solamente tapaderas con las que intentar cubrir su triste realidad. Una realidad que se le hacía insoportable cuando llegaba a su hermosa vivienda y dejaba estacionado en el garaje su potente automóvil. El silencio era su gran acompañante, tanto ahora como en tantos años de vivir en soledad. En su casa no se escucha más voz femenina que la que la servicial asistenta, que le temía más que le apreciaba. Nunca se escucharon en su casa voces juveniles ni se oirían los gritos y los llantos de los niños. Siempre el silencio como único acompañante de su vida. 

 En un último intento de congraciarse con su destino, quiso traerse consigo a algunos de sus hijos, pero ya era muy tarde y éstos tenían su vida hecha en otras ciudades, en otro país, junto a la mujer que les había arropado desde niños. Y aunque al principio le dolió, comprendió que su papel no había sido el apropiado y que era justa la elección. 

 Y un día cualquiera, decidió dejar el negocio en manos de personal cualificado y aprovechar los años que le restaban para disfrutar de la vida, de las posibilidades que le daba el dinero ganado en tantos años de renuncios. Y viajó. Y vivió como supo, si es que alguna vez supo vivir. Saltó por encima de las barreras de la moral y de las buenas costumbres. Compró a precio de saldo amores furtivos y canallas. Y se cansó de todo y de todos. 

 Cansado, aburrido, amargado por todo aquello que había perdido de valor durante toda su vida, un día se sentó en el hermoso parque municipal, junto a su vivienda, que jamás supo que allí existiera. Durante el tiempo que estuvo sentado, nadie le saludó ni nadie supo que aquel hombre era un poderoso comerciante cargado de dinero. Ni siquiera su indumentaria, inusual para aquel lugar, llamó mínimamente la atención de los paseantes. Y allí, sólo con sus tristes pensamientos, fue desgranando las sobras del bollo que le había servido de desayuno y que sin darse cuenta llevaba en una de sus manos. 

 Se sorprendió al ver que en un instante, decenas de gorriones y palomas se peleaban por las sobras del dulce, y como un niño grande se reía al ver las artimañas que utilizaban para conquistar los pedazos más grandes y exquisitos, o se escandalizaba de que se le subieran encima en un alarde de valentía por alcanzar, sin pedir, lo que consideraban suyo. 

 Este ejemplo, frente a la de los mendigos que se arrastraban y humillaban por unas migajas, le atrajo la admiración y el respeto por aquellos animales con los que a partir de aquel momento compartió muchas horas, mientras veía como se peleaban y se comían los granos que él les suministraba diariamente. 

 Y aquel hombre solitario y desconocido pasó a ser una institución para los habituales del parque que veían como diariamente el hombre del traje gris y corbata de seda se había convertido en el protector de los animales. 

 El tiempo fue pasando y el hombre, más rico, más viejo y más canoso, pero siempre bien arreglado, seguía día a día dándole de comer a los animalillos del parque, que le esperaban y jugaban a esconderse por entre los huecos de sus traje. Por fin era un hombre feliz y se sentía útil para algo, para alguien, aunque fuera tan nimio como el cuidar de los pajarillos. 

 Sin embargo, el hombre, que llegó a conocer a todos sus amigos volátiles del parque, se fue dando cuenta de que cada día le faltaban algunos de los ejemplares más bulliciosos; que las palomas más pintureras faltaban a su cita para nunca más volver; que las tórtolas, con su maravillosos y suaves arrullos iban disminuyendo lentamente a la cita diaria y que sus adorables collares aumentaban la querencia del viejo protector. 

 Entristecido por unos acontecimientos que se le escapaban de sus dominios fue prestando atención a cuanto sucedía a su alrededor para así poder sacar conclusiones de los hechos que venía padeciendo. Desde esos momentos, llegaba más temprano a su cita para poder vislumbrar los espacios por donde aparecían los gorriones, o estaba muy atento a sus escapadas, vigilando la dirección que seguían las bandadas de gorriones en sus locas y aparentemente descontroladas huídas momentáneas. De esta manera descubrió que el lugar de escapada era un amplio campo lleno de matorrales y altas hierbas donde no llegaba la mirada de los viandantes. Durante días estuvo pendiente de cualquier novedad que en aquel solar descuidado y falto de labranza sucediera, hasta que una mañana de octubre, con persistente niebla que desfiguraba el paisaje, llego a ver a un fornido mozo que extendía una red en el suelo y que con un cimbel o engaño hacía descender a las bandadas de pajarillos que con un magistral tirón del cazador quedaban atrapadas entre sus hilos. La dureza de la imagen del muchacho matando uno a uno a sus queridos amigos quedó grabada en su retina y quiso denunciarlo a la justicia para que el agresor de los animales fuera prendido y castigado como se merecía. 

 Con este duro correctivo a su conciencia llegó a su casa y estuvo toda la noche pensando en el incidente y en la forma de castigar al transgresor de la forma más contundente posible. Pero por primera vez se dio cuenta del abismo infranqueable que le separaba de la sociedad que giraba a su alrededor y de la que él voluntariamente se había desgajado. Pensó, en el sosiego de su despacho (ya infravalorado y poco útil), en la estupidez que podía suponer el que un viejo como él fuera al cuartel de la guardia civil a denunciar la crueldad de matar a unos indefensos pajarillos, cuando la violencia en las calles de la ciudad, necesitaban del esfuerzo de todos los componentes de las fuerzas de seguridad. 

 Y optó por reprender él mismo al infractor, e incluso pagarle unas monedas si se comprometía a no seguir con la caza de los pajarillos. Se dio cuenta de que nuevamente utilizaba su dinero para comprar la voluntad de un pobre hombre, pero su deseo de salvar a sus únicos amigos hizo que cerrara los ojos de su conciencia y siguiera en sus treces. 

 Una fría mañana de diciembre, cercana a las fiestas navideñas, se envolvió en una recia vestimenta y esperó con paciencia a su enemigo, quien ajeno a la vigilancia de la que era objeto, extendía sus redes a la espera de la amanecida. Los dientes castañeaban; los ojos llorosos por la dureza del frío hacen llorar al viejo, que impertérrito, espera el momento de abordar al joven con la prueba de su delito como su mejor arma de disuasión. Y el momento llega cuando la primera bandada de animalillos voladores, a la llamada del cimbel, sucumben entre las redes del cazador profesional. Armado con la fuerza que dan los buenos sentimientos, ajeno al peligro que pueda suponer el enfrentarse a tan joven como aguerrido adversario, llega donde el hombre “cosecha” su primera cacería y se le enfrenta abiertamente mientras el cazador, impasible a las quejas de aquel inoportuno personaje, va estrangulando uno a uno las piezas cobradas y metiéndolas en un zurrón que lleva a la espalda. 

 Sus palabras son duras, como dura es la escena que a pocos pasos está contemplando, fijos los ojos en las manos criminales del muchacho: 

 -Dime joven, por favor /: 
 ¿se puede saber por qué /
 matas a estos pajarillos / 
 de manera tan cruel? / 

 ¿No sabes que está prohibido / 
 matar a estos animales, / 
y te verás perseguido/ 
 e irás a los Tribunales? 

 A lo que le contesta el galán: 

 -¿Y a mí que me importa ir, / 
 ni verme en un Tribunal / 
 por una cosa tan baladí,/ 
 para recompensa tal! / 

 Si es que los jueces castigan, / 
 hacer bien por una madre, / 
 que se me muera la mía / 
 porque unos pájaros canten. / 

 Pero no espero que haya jueces / 
 que ante ningún Tribunal / 
 castiguen a un hijo que quiere / 
 llevarle a su madre el pan. 

 ¿O es que es mejor corazón / 
 el que protege animales / 
 que el caza pajarillos / 
 porque no muera su madre? / 

 El Tribunal fallará / 
 a favor, de buena fe, / 
 del hijo que lleva un pan / 
 a quien le ha dado su ser. / 

 Y dará su premio tal, / 
 al protector de animales, / 
 premiando su corazón, / 
 tan honrado y bonachón, / 
 protector de irracionales. (1) 

 Los argumentos del muchacho, dichos con tanta mesura como contundencia, desarbolaron la furia que le llevó a enfrentase ante lo desconocido. Y por primera vez en muchos años se acordó de su madre, aquella mujer oscura, callada pero solícita y mimosa ante el hijo, que había dejado en el pueblo, siempre arropada en lutos ancestrales. Y vino a su memoria la figura del padre, duro como el pedernal frente al trabajo, pero tierno a los requerimientos del hijo. Y recordó sus lágrimas cuando un día cualquiera marchó del pueblo con rumbo para ellos desconocido. Es la última imagen que le queda de sus progenitores. 

Se dio cuenta, enfrentado al joven que le daba tan perfecta como sencilla lección, del abandono al que había relegado a sus progenitores; y le dolió en el alma, pensando en el abandono de sus hijos, que el dinero no puede comprar ni el amor ni los sentimientos filiales y que unos simples pajarillos eran sujetos, en el amor de aquel hijo para con su madre, muchos más importantes que sus fábricas, que sus talleres, que sus cuentas bancarias repletas de números que marearían al más avezado economista. Que el amor es tan sencillo, tan humano, tan cercano, que todo queda pagado por un beso, por una sonrisa, por una maternal caricia de quien te ama y a quien amas. 

Entristecido por los recuerdos, se dio la vuelta y regresó a su casa. Seguiría estando solo hasta su muerte. Tarde había aprendido la lección, pero todavía quedaba vida por delante para rectificar y aprender a amar a los que le rodean. 

 Ricardo Hernández Megías Madrid, 10 de julio de 2012 

 (1) Estos cuartetos en cursiva están sacados de un viejo libro de romances de un familiar, publicado en año 1933, con el título de “El libro de mi tierra” y yo he querido hacer este humilde relato, respetando la parte final del romance, como homenaje a su creador a quien en muchas ocasiones, hace ya muchos años, me lo recitaba en las fiestas caseras: Antonio Triguero, de Guareña, Badajoz.

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