viernes

¿FUE UN SUEÑO…?

El hombre canoso ha entrado en el templo buscando unos momentos de descanso espiritual. Hace ya tiempo que no se encuentra a gusto consigo mismo y espera, con la misma ilusión que cuando era niño, el reparo milagroso que consigue la oración dicha desde el fondo del corazón. En la puerta, una beata que barre los desperdicios de alguna boda del día anterior me señala la hora del comienzo de la misa: 11 y media de la mañana.

Todo es brusco contraste con el exterior: el silencio en interior del templo apaga los ruidos de la ciudad dominguera en la que los puestos del mercadillo de objetos viejos en la cercana plaza levanta un familiar y apetecible marco provinciano, de la que él mismo ha sido entusiasmado visitante; el frescor de la vieja y sólida estructura de piedra, donde destaca la bellísima fachada esculpida en el más puro estilo barroco, apacigua la dura temperatura exterior en estos primeros días de verano, consiguiendo al momento lo que no consigue la suave brisa marina que se deja sentir por entre las estrechas calles de la vieja ciudad costera: suavizarla en estas calurosas horas de la mañana dominical.

El hombre, un poco cansado por el largo caminar, se ha sentado en uno de los primeros bancos del aún vacío templo, a la espera de la hora de la Santa Misa. Sus ojos, acompañando a la oración que se supone sus labios van marcando de forma silenciosa, se dirigen a la hornacina del bellísimo altar de estilo rococó, donde una imagen de María con el Niño en sus brazos parece recibir complacida la oración. Queda tiempo para el comienzo y la ávida y conocedora mirada del visitante se entretiene admirado en la belleza de cuanto le rodea en el templo, donde destaca por merecimientos propios la capilla de la Inmaculada, seguramente obra del siglo XVI, o las magníficas pinturas que acompañan en los laterales del altar mayor, obras, para mí, de desconocidos pero buenos maestros pintores del XVIII.

He oído desde mi asiento el sonido del campanil en su última llamada a los fieles y cómo éstos, pocos, han ido ocupando lugares alejados del altar, sin atreverse, como intimidados por la grandiosidad del templo, a acercarse a los bancos primeros.

Es el momento en que por primera vez me apercibo de la presencia de dos personas de muy diferente edad. La primera, con la solemnidad del oficio bien conocido y el respeto al acto que se va a celebrar, es hombre mayor, quien va guiando en las labores de encender los cirios de la mesa y de preparar los ornamentos religiosos que el acto requiere, a un niño, seguramente su nieto, quien atrevido y sonriente, va siguiendo los consejos del hombre, no sin desobedecer en alguna ocasión sus directrices y recibiendo una suave y silenciosa reprimenda que llama poderosamente mi atención, sin que haya motivos poderosos para ello, percibiendo al mismo tiempo una complicidad familiar entre ambos y distintos sujetos.

A las once y media en punto, una campana desde el interior de la sacristía señala la salida del joven oficiante, quien con una voz algo femenina, pero muy hermosa, comienza el Santo Oficio. A partir de ese momento, todo es cotidiano para los que estamos acostumbrados a asistir regularmente a dicho sacramento. La misma beata que me ha informado en la puerta del templo se levanta de un banco y con conocido oficio coge un cestito y lo pasa a los fieles para la limosna. La homilía, en la bien modulada voz del joven sacerdote ha llamado mi atención y permanezco atento a sus palabras de consuelo divino.

Es partir de este momento cuando todo empieza a cambiar para mí en el interior del templo: la mujer que recoge las limosnas, hasta ese momento desconocida, me mira y reconozco en ella a una persona muy querida yy hasta añorada. Asombrado, dirijo la mirada hacia el altar donde se oficia y observo que ha desaparecido el viejo maestro, mientras que el niño, con mirada pícara y complaciente me observa de cuando en cuando, no queriendo llamar más que mi atención. Mis ojos se abren como platos. No sé de qué conozco yo esa mirada burlona, esa cara y ese flequillo que cae rebelde sobre su amplia frente, pero desde luego me es sobradamente conocida. Como tampoco me es desconocida la figura del sacerdote que ahora oficia y que en nada tiene que ver con la del joven y suave sacerdote del comienzo de la misa.

Aturdido, buscando una respuesta a tantas interrogantes como se abren frente a mí, me dejo llevar suavemente por los avatares de la misa. Mi mirada busca ávidamente los ojos del muchacho, que en un momento determinado y como a sabiendas de que yo también le miro y de que le reclamo su atención, se vuelve y clava en mí su bella y juvenil mirada. ¡Lo he reconocido! Ese joven que está ayudando en la misa es…., soy…. ¡No! ¡No es posible!

Y vienen a mi mente otros años, ya muy lejanos, en que siendo un niño fui monaguillo en la iglesia parroquial de mi pueblo. Se me agolpan los recuerdos de seres queridos que se fueron marchando de la vida, de mi vida, hace ya mucho tiempo. Seres queridos, amados desde la infancia que hoy vuelven a mi memoria con precisa y limpia nitidez. Mi querida tía María, tan religiosa, tan admirable y que tan orgullosa se sentía de verme vistiendo y oficiando de monaguillo, es la mujer que ahora veo mirándome amorosa en esta lejana y hermosa iglesia de una ciudad costera. ¿Será posible recuperar, aunque sea en un sueño, tantos recuerdos hoy ya perdidos en los pliegues de la memoria?

Confundido, bajo mi mirada hacia el suelo como buscando la respuesta que no encuentro y mis ojos se dan de bruces con ella. Miro mis zapatos, mis pantalones. Me agarro con fuerza las magas de la camisa y… y ¡descubro que visto igual que el abuelo que acompañaba y daba instrucciones al joven al comienzo de la misa! El niño me sigue mirando desde el altar y ahora me responde con una sonrisa de complicidad que me aturde, que me anonada. Giro mi cabeza y aturdido, me encuentro la bella y familiar cara de la beata que también me sonríe como queriéndome tranquilizar y darme unos ánimos que yo, en estos momentos, estoy muy lejos de tener.

Todo es muy confuso en mi mente. No siento miedo. Siento incredulidad, pasmo ante las figuran que me representan en dos edades muy diferentes. No entiendo nada y mis ojos quieren abrirse más que lo que ya están en estos momentos, buscando en el sueño la respuesta a mi incertidumbre. Pero mis ojos no dan más de sí y sigo viéndo y viéndome en la cara del muchacho y en la figura del viejo. Ya no hay dudas. Mi mente reacciona y, sin comprender, ensambla las piezas del puzle en que se ha convertido el cuadro vivo que contemplo…

Un sonido de gloria penetra en mi mente… Creo estar en un estado de levitación y no es más que de nuevo el campanil del templo está marcando las doce de la mañana. Mi mirada sube a la cúpula del templo buscando una luz que me ilumine y no encuentro otra cosa que los fuertes rayos del sol entrando por las policromadas vidrieras. Vuelvo mi cabeza al altar mayor y de nuevo encuentro la bella imagen de María con el Niño en sus brazos, sonriendo. Más atento, casi con preocupación, bajo la mirada al altar y el joven sacerdote nos está dando la última bendición de despedida. Sonrío. Casi grito de contento al ver que todo ha sido un sueño. ¡Me he dormido en la misa! Me digo con vergüenza.

Sintiendo mi falta, espero a que oficiante y ayudantes entren por la puerta de la sacristía para salir yo del templo. Y de nuevo el milagro. El abuelo y el nieto se han vuelto hacia mí y me han sonreído como queriendo saludarme una vez más, y sus caras han vuelto a resultarme tan familiares que esta vez sí me han causado temor.

¿Me habré vuelto a dormir? Me pregunto mientras salgo del templo a la radiante luz de la luminosa mañana. Un nuevo rayo de sol penetra por entre los muros de las altas casas de la vieja ciudad y responde por sí mismo a las intranquilizadoras preguntas de hace unos momentos: la realidad y los sueños están tan unidos, que a veces, llegan a convivir en nosotros a un mismo tiempo. Eso debe de ser y así yo lo he vivido por unos momentos.


Ricardo Hernández Megías
Julio, 2012

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