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EXPOSICIÓN PINTURAS DE ANTONIO LUENGO

EXPOSICIÓN PINTURAS DE ANTONIO LUENGO EN EL HOGAR EXTREMEÑO DE MADRID, GRAN VÍA, 59, EL DÍA 7 JUNIO DE 2006.



Queridos Amigos del Hogar Extremeño de Madrid:

No voy a ser tan osado, ni tan estúpido, de ponerme a hablarles sobre pintura, materia del Arte que disfruto de su contemplación, pero de la que soy lego, estando a mi lado José Iglesias Benítez, Licenciado en Arte, gran conocedor y disfrutador de esta materia, pues no en vano posee una interesante pinacoteca en su casa, donde abundan buenas firmas de pintores extremeños, así como el haber hablado sobre este tema en más de una conferencia.

Por lo tanto, mi presencia en esta mesa y por deferencia del pintor hoy homenajeado, solamente estará justificada desde la vieja y entrañable amistad que ambos nos profesamos desde hace muchos años.

Antonio Luengo es “Corito”, es decir, nacido en Feria, Badajoz, desde donde un día de su infancia, con los ojos llenos de luz, esa luz que en los atardeceres de los llanos de la comarca de los Barros ilumina y pinta con brochazos encendidos la noble torre del Homenaje del viejo castillo de los Figueroa, duques de Feria, bajó hasta la ciudad pacense porque quería estudiar.

Y durante unos años, el joven y tímido amigo cambió la libertad por entre los riscos y majuelos de su pueblo por las oscuras y aún deficientes aulas en el internado del nuevo colegio que los jesuitas habían abierto en la capital de la Alta Extremadura.

Y me cuenta el amigo, que allí encerrado entre paredes y libros, entre hambres y nostalgias por su casa y por su gente, se encontró a un ángel con figura de mujer, que a escondidas de los curas, mitigaba el hambre de aquellos muchachillos venidos de dios sabe dónde, sisando de las cocinas lo poco que por aquellos años se podía sisar a la férrea administración de aquellos buenos hombres sin posibilidades económicas en una ciudad pobre, y les entregaba bocadillos a escondidas, o les tupía hasta el borde el único plato de la comida del día. Aquella mujer era mi madre, quien sabía mucho de hambres, y que, seguramente, se comportaba de esa manera, pensando en sus hijos que por aquel entonces vivían las consecuencias y las estrecheces de otro internado religioso, esta vez en Sevilla.

Pasado los años y como tantos jóvenes extremeños que le precedimos, el niño cargado de la luz de su tierra, ahora ya mozo, quiso venirse a Madrid buscando una salida mejor que la que en su pueblo le esperaba. Y nuevamente Antonio Luengo vuelve a entrar en mi vida, esta vez con vivencias más profundas y familiares al venirse a vivir a la residencia, o por mejor decirlo, casa familiar, que habíamos montado en Madrid bajo la dirección de un gran hombre, el hermano jesuita Agustín Drake, con el único fin de ayudae a encauzar la vida de aquellos jóvenes venidos de provincias, Extremadura principalmente, que veníamos a Madrid con lo puesto, desorientados y faltos del calor de una familia, que aquí, entre todos y poniendo mucho de nuestra parte supimos encontrar durante los muchos años que la casa estuvo abierta. Siempre estaremos en deuda con Agustín y con Ravidranar, y en esto creo que no tenemos dudas ni Antonio ni el que os habla.

Y voy a ir terminando con una confesión de amistad. Antonio Luengo puede que haya pasado por muchas dificultades; estoy seguro que ha tenido que renunciar a muchas cosas; se habrá tenido que tragar muchas lágrimas de soledad. Como todos. Pero Antonio ha sido siempre y lo seguirá siendo un hombre bueno, que nos diría el poeta Manuel Machado. Un amigo que siempre está a tu lado para ofrecerte su ayuda a cambio de nada. Un hombre íntegro que ha sabido comprender que las carencias de una juventud humilde y campesina como la suya, son parte de las lecciones que el hombre debe aprender en esta interminable universidad abierta que es la Vida y cuyo magisterio debemos entregar a los que vienen detrás de nosotros descargado de las injusticias que padecimos o de las limitaciones que a nosotros nos impusieron por nacimiento.

Miren ustedes atentamente sus cuadros. Verán e ellos reflejados la luz y el color de la infancia del autor. Y verán ustedes algo mucho más importante: el alma limpia y noble de un buen extremeño.

Yo, Antonio, me siento orgulloso de ser tu amigo.


Ricardo Hernández Megías
7 de junio de 2006

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