VISITA A LAS SACRAMENTALES DE SAN ISIDRO Y SAN JUSTO,
EL DÍA 7 DE MARZO DE 2009 POR MIEMBROS DE BETURIA
(APUNTES)
Todos hemos visto, al visitar nuestras antiguas iglesias, ya conventuales, ya parroquiales, numerosas sepulturas dispuestas ordenadamente en el suelo del templo y en las capillas laterales y absidales. ¿Qué fieles se enterraban allí? ¿Estuvieron siempre los templos reservados para enterrarse a los más ilustres personajes? Para encontrar respuesta a estas preguntas y entender hoy el porqué de nuestros ritos funerarios, es preciso dar marcha atrás, por el momento, al reloj de la historia.
Costumbre cristiana.- Se puede advertir, a través de la lectura de la Biblia, que el pueblo judío observaba la práctica de enterrar a los muertos fuera de sus poblados.
Los primeros cristianos no recibieron de Jesucristo, ni de sus padres apostólicos, indicación o precepto alguno acerca del lugar donde deberían situar las sepulturas de los muertos, por lo que adoptaron la misma práctica que observaba el pueblo hebreo.
Los primeros cristianos se extendieron por todo el Próximo Oriente, pero preferentemente por las zonas del Imperio romano. Los romanos, por su parte, observaban con respecto a sus costumbres funerarias unas leyes que alejaban los cadáveres de las poblaciones y de los templos con el mismo rigor que las de los hebreos, creyendo que la presencia de los muertos profanaba los lugares dedicados al culto de los dioses.
Sin embargo, las vírgenes vestales gozaban del privilegio de sepultarse dentro de Roma. Este privilegio fue aceptado por todos, y para evitar un abuso que produciría graves problemas a la salud pública, se prohibió el enterramiento y la cremación dentro de las ciudades, según ordenaba la ley décima de las XII tablas.
Los cristianos enterraban a sus muertos en las catacumbas, cuevas profundas fuera de la ciudad. Cuando las persecuciones fueron más intensas, las catacumbas se revelaron insuficientes, por lo que algunos cristianos ricos ofrecieron libremente sus heredades para sepulcro de los fieles, a los que llamaron cementerios, que quiere decir dormitorio. De este modo aparecen, según Ramón de Huesca, los primeros cementerios cristianos.
Conseguida la paz de la Iglesia, mediante los decretos de Constantino, los emperadores (ahora cristianos), consintieron el traslado de los restos de algunos mártires a los templos, erigiendo en su honor y memoria basílicas importantes, que servían también de lugares de culto.
De su importancia e interrelación es la antigua costumbre de ARA, según la cual sólo se podía decir misa sobre los restos de mártires cristianos.
El deseo de los fieles cristianos de enterrarse cerca de las reliquias de los mártires convirtió los atrios de las basílicas en el cementerio de emperadores y posteriormente de los obispos, extendiéndose después a los sacerdotes y a otras personas de alto carácter y reconocida virtud.
Sin embargo, Teodosio el Grande, en el año 381, redactó la famosa “Constitutio” en la que prohibió enterrar a los muertos dentro de la ciudad y en los templos, y mandó sacar fuera todos los que se hallasen en túmulos, urnas y sarcófagos dentro de la ciudad, comprendiendo también las basílicas de los apóstoles y mártires.
La piadosa creencia de que sepultarse en los templos era útil a las almas se fue extendiendo entre el vulgo, encendiendo en todos el deseo de enterrarse en los templos.
Esta anómala situación produciría ya en los siglos IV y V una extraña polémica sobre la utilidad para las almas cristianas de que los cadáveres se enterrasen junto a los mártires. Y entonces San Agustín respondía: “Nada se aprovecha por sí mismo, ni porque el lugar santo tenga alguna virtud para expiar sus culpas, sino indirecta y ocasionalmente, en cuanto los fieles oran por ellas (las almas) y las encomiendan a Dios por medio del santo en cuya basílica están los cuerpos y porque frecuentando las iglesias y viendo las sepulturas de sus parientes y amigos renuevan su memoria y ofrecen de nuevo por ellos oraciones y sacrificios de modo que… sin estas oraciones, que con recta fe y piedad se hacen por los difuntos, juzgo que nada aprovecharía a las almas el que los cuerpos estuviesen sepultados en los lugares más santos. Y pueden hacerse… las oraciones y sufragios por los difuntos, aunque no estén sepultados en los templos”.
Los emperadores y reyes, y la misma iglesia, se opusieron desde un principio al abuso de enterrarse en el interior de los templos, hecho que tomaba cada vez más cuerpo. Aun así y a pesar de las numerosas leyes en contra, esta práctica fue creciendo más cada día, porque a la piedad y vanidad, que encendían los deseos de los fieles, se añadió por último la avaricia de algunos prelados, que concedían, por interés, la licencia que sólo debían de dispensar a las personas de carácter y virtud.
Debido a esto, León VI (886-912), abolió la ley de las XII tablas, ya que la costumbre la había antes abrogado. Esta licencia incrementó la costumbre de sepultar los muertos en las iglesias, que en los siguientes siglos se hizo poco menos que general en todo el orbe cristiano.
Inhumaciones en España.- En la península ibérica, bajo la dominación goda, las ciudades mantuvieron como privilegio el uso romano de no enterrar los cadáveres dentro de sus muros. Contrariamente a lo que sucedía en el resto del mundo cristiano, como hemos visto anteriormente, en España, hasta el siglo XI, estaba en práctica en Castilla y Aragón, la antigua disciplina de no enterrarse en la iglesia ni aun las personas reales, aunque sí se exceptuaban de esta ley general las que por la santidad de su vida, o por las grandes y especiales donaciones, o por necesidad, o finalmente por su consagración, habían merecido este honor, y con arreglo a las disposiciones eclesiásticas y civiles.
Pronto debieron variar los modos y usos sociales, porque cuando en las Cortes de Alcalá de 1348 se publicaron las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, la ley I, título II, Partida I, mandaba que no se hiciera mercado en las iglesias “ni deben soterrar los muertos dentro de ella”.
Este importante texto demuestra que la antigua costumbre se había ido alterando en España como en el resto del mundo cristiano. Sin embargo, las Partidas tenían también su amplio margen de excepciones y permitían que se enterrasen en la iglesia “a los Reyes, a las Reinas, e a sus fijos, e a los Obispos, e a los Priores, e a los Maestros, e a los Comendadores, que son Prelados de las Ordenes e de las Eclesias Conventuales, e a los Ricos-Omes, e a los omes honrados que ficiesen eclesias de nuevo, o monasterios, o escogiesen en ellos sepulturas, e a todo ome que fuese clérigo, o lego que lo mereciese por santidad de buena vida, o de buenas obras”.
Es justamente a causa de estas excepciones, eminentemente amplias, como nació claramente el uso (que posteriormente degeneró en abuso) de enterrarse todos los cadáveres dentro de los templos.
A partir de entonces, y hasta mediados del siglo XVIII, tanto la autoridad civil como la eclesiástica, continuaron expresando, de una u otra manera, la voluntad de volver a la antigua costumbre.
Villa y Corte.- De la misma manera que distintos monarcas europeos en el último tercio del siglo XVIII dictaron decretos instituyendo de nuevo los enterramientos fuera de los templos y de las ciudades, en España Carlos III, conmovido por la infección que se había producido en el pueblo de Pasajes en marzo de 1781, donde hubo 83 muertos a causa “del fedor intolerable que exhalaba la (iglesia) parroquial, por los muchos cadáveres sepultados allí (y que hizo necesario) cerrar sus puertas y desmontar el tejado para darle respiradero”, encargó al Consejo de Castilla, una Oden Real de 24 de Marzo de 1781, que debatiera y encontrara manera de resolver el problema para que no volviera a ocurrir tamaño desastre.
El Consejo de Castilla consultó, para mejor acierto, a los arzobispos, obispos y a la Real Academia de la Historia, y a la Real Academia de Medicina. Distintos estudios se publicaron entonces defendiendo el retorno a los cementerios extramuros de las poblaciones para el enterramiento de los cadáveres.
El Rey Carlos III, una vez estudiados dichos informes, mandó restablecer el uso de los cementerios ventilados para el enterramiento de los cadáveres, por Real Cédula de 3 de abril de 1787. Sin embargo, no todos los fieles quedaron sujetos a este cambio, ya que la Real Cédula mantenía las mismas excepciones que las Partidas de Alfonso X el Sabio, a las que habría que sumar una más: que aquellos que tuvieran sepulturas en propiedad en las iglesias al tiempo de expedirse esta Cédula podrían enterrarse en ellas.
La Real Cédula, en consecuencia, no pasaba de ser un nuevo intento de cambio, que no difería en lo esencial de todos aquellos que le habían precedido y que igualmente habían fracasado. La Real Cédula es asumida por la jerarquía eclesiástica y don Francisco A. de Lorenzana, arzobispo de Toledo, escribe una pastoral a todos los párrocos de su arzobispado con fecha 1 de mayo del mismo año, donde se inserta la Real Cédula de Carlos III y defiende la postura del monarca.
Piensa que no tiene fundamento la preocupación de aquellos que no quieren enterrarse en los cementerios, ya que los enterramientos en las iglesias son tan sólo temporales y al cabo de los años los huesos de los difuntos son sacados de las sepulturas y llevados a los osarios, al realizar las “mondas” o “limpias” cada cierto período de tiempo las iglesias respectivas.
El Papa Pío VI concedía, según la pastoral, altar privilegiado a todas las capillas o ermitas inmediatas a los cementerios e igualmente indulgencia a todas las personas que asistieran o concurrieran a enterrar los muertos en los cementerios.
Sin embargo, la Real Cédula no fue llevada a la práctica, como tampoco lo sería un nuevo intento promovido por el rey Carlos IV, en 1799. En el año 1804, este asunto adquiriría de nuevo relevancia y sería, a partir de entonces, motivo de una profusa legislación y de una variada correspondencia entre las diversas partes afectadas, que denotan las diversas posturas – a veces enfrentadas – sobre el tema. El 26 de abril de 1804, en una circular, el Consejo exponía la grave situación a la que había llevado el incumplimiento de la Real Cédula de Carlos III, convirtiendo las iglesias, “por un trastorno lamentable de ideas, en unos depósitos de podredumbre y corrupción, sin que hayan bastado a evitar esta profanación ni las repetidas sanciones canónicas que la han prohibido ni el dolor con que las ha tolerado la iglesia”.
Como consecuencia de esta situación, una nueva Real Orden para la creación de cementerios se promulgaría el 28 de junio de ese mismo año. Esta Real Orden permitía la construcción de sepulturas de distinción en los cementerios, para preservar los derechos adquiridos por algunas personas en las iglesias parroquiales o conventuales, pero se prohibía el enterramiento en las mismas. El cumplimiento de esta legislación no fue todo lo bueno que se podía esperar, pero al menos, en parte, dio resultado. En la Corte fue nombrado don Antonio Ignacio de Cortabarra ministro comisionado y se empezaron las obras del primer cementerio de Madrid – Situado en la Puerta de Fuencarral – en ese mismo año.
La postura de la monarquía en este asunto se afirmó desde entonces y fue recogida de nuevo esta legislación en la “Novísima Recopilación” de Carlos IV, en 1805.
Fue precisamente esta reafirmación del intento de cambio lo que provocó, tanto en algunos sectores que veían verdaderamente afectados sus intereses como en parte del pueblo llano, que creía que enterrarse fuera de la iglesia “tenía cierto género de impiedad y de infamia”, actitudes de rechazo hacia esa ley.
En la Villa y Corte, los enterramientos en el cementerio comenzaron en marzo de 1809. Sin embargo, siguieron enterrándose de forma clandestina algunos fieles en las iglesias parroquiales o conventuales durante algunos años, como se desprende de la lectura de las diversas denuncias de la época existentes en el Archivo de la Villa. Esta actitud era posible gracias a la ayuda de los párrocos, de los regidores o de alguna comunidad religiosa. La iglesia aún intentó después de 1804 que se exceptuaran de los enterramientos en los cementerios a las personas que morían con notoria fama de santidad y a los patronos de las iglesias.
Años después, José I Bonaparte, en 1809, mandó enérgica y terminantemente que se establecieran cementerios en todo el reino y no se permitiera, en absoluto, enterrar a nadie dentro del poblado, ni siquiera “a los individuos de todos los cuerpos y comunidades religiosas de uno y otro sexo, por privilegiados que sean”.
Unos meses antes de decretada esta orden, en la Villa y Corte, Madrid, ya se enterraba a los fieles en el cementerio de la Puerta de Fuencarral y, poco después de la misma, en marzo de 1810, empezaría a utilizarse el cementerio del Sur, situado en la Puerta de Toledo.
En años posteriores, y a lo largo del siglo XIX, los enterramientos en cementerios, no sin arduas dificultades (de muy diversa índoles, cuya exposición alargaría ampliamente lo pretendido en estas páginas), se irían extendiendo por el resto de España.
II
Las Sacramentales de Madrid.- El nacimiento de estos cementerios se hacen realidad a principios del siglo XIX, cuando José Bonaparte ordena se haga cumplir la olvidada Orden de Carlos III, prohibiendo los enterramientos en las iglesias, trasladándolos para evitar posibles epidemias, demasiado corrientes en aquellas fechas, al extrarradio de las ciudades, concretamente de Madrid.
Para ayuda de su propia vida social y asistencia a sus cofrades, los fueron creando (los cementerios), las Cofradías Sacramentales ya existentes desde muy antiguo en las parroquias, ordenadas por Su Santidad Pío V a mediados del siglo XVI y dedicando su culto al Santísimo Sacramento.
La falta de recursos de las mismas y la disminución de sus feligreses, es la causa de que muchos de los cementerios existentes en Madrid y otros ya desaparecidos lleven el nombre de varias parroquias conjuntamente, como veremos más adelante.
Estas mismas causas económicas y también otras de tipo social, obligan a abrir sus puertas a enterramientos ajenos a sus feligreses, convirtiéndose algunos de ellos con el paso del tiempo en lugares de moda (pido perdón por esta licencia, pero visto el tema con detenimiento observamos que hasta con la muerte juega este término, teniendo gran importancia tanto el lugar como la forma del enterramiento), siendo preferidos por los madrileños de mayor poder económico, no queriendo, seguramente, dejar sus huesos en los dos cementerios Generales del Norte (Puerta de Fuencarral) y del Sur (Puerta de Toledo), obras de Villanueva y Ventura Rodríguez respectivamente y creación también de José Bonaparte, llegando a ser algunos de ellos que mencionaremos más adelante, sitios de enterramientos preferidos y casi exclusivos, tanto de la aristocracia de sangre como de la aristocracia del dinero.
Aunque nos detendremos en alguno de estos cementerios con más detenimiento para hacer referencia de alguna nota de importancia histórica, sólo señalaremos algunos enterramientos, cuando la importancia del personaje o requiera, bien por su significación histórica, o bien por la relevancia y grandiosidad del mausoleo en que se encuentre el personaje.
De las sacramentales que al día de hoy todavía reciben enterramientos, destacaremos por su importancia el Cementerio de la Sacramental de San Lorenzo y San José. Pertenece este cementerio a las parroquias de las calles Barquillo y Lavapiés que juntaron sus feligresías en la Adoración del Sacramento, aun cuando nada en común tenían entre ellas, sino que al contrario, existían verdaderas rivalidades, tanto de costumbres como de aparatosidad en sus cultos.
Dentro de su recinto se encuentra un magnífico monumento funerario que guarda los cuerpos del actor Julián Romea (1815-1868), y el de su esposa la también actriz Matilde Díaz.
Otros personajes famosos allí enterrados son: el escritor “Fernanflor” (1833-1902), el torero “Mazantini” (1856-1926), el político Raimundo Fernández Villaverde (1848-1905 y el panteón familiar de los toreros Dominguines.
Una segunda Sacramental, absorbida como la primera por el crecimiento urbanístico de los barrios entonces periféricos y hoy dentro del casco céntrico de Madrid, es la denominada de Santa María y Hospital Militar.
Se encuentra este recinto a la izquierda de la calle del General Ricardos, auténtica arteria vial que une el Madrid de los Austrias, en su arranque desde la Puerta de Toledo, a través de la Glorieta del Marqués de Vadillos, con los Carabancheles, barrios populosos y populares, enormes ciudades dormitorios, pero que conservan aun en nuestros días bastante sabor y gracejo de sus tiempos “arrabaleros”, siendo su núcleo principal la, afortunadamente rescatada de la piqueta, plaza de toros de Vista Alegre.
El día 1 de Julio de 1844 se reunieron la Cofradía de la Iglesia Mayor (Nuestra Señora de la Almudena) y la “Real e Ilustre Archicofradía, Congregación del Santísimo Sacramento, Nuestra Señora de la Misericordia y Ánimas de los difuntos pobres que mueren en el Hospital General de esta Villa”, fundada por el beato Bernardino de Obregón en 1850, estableciéndose sus primeras reglas el día 12 de julio de 1615, siendo aprobadas por el Cardenal Sandoval en octubre del mismo año.
Era esta Cofradía muy popular en la Villa, porque los hermanos de la misma y hasta finales del siglo XVIII solían pedir limosnas en la puerta de la iglesia del hospital General, para el “hoyo” o fosa común, siendo bautizados por los castizos como los “hermanos del hoyo”.
Se sabe que el lugar que hoy ocupa el cementerio se encontraba la ermita dedicada al culto de San Dámaso desde 1783 y demolida por los franceses en su bárbaro avance de conquista, y que fue inaugurado el día 3 de febrero de 1842.
La obra fue diseñada y firmada, como consta oficialmente, por el Arquitecto Don José Alejandro Álvarez y reseñándose en los archivos del mismo cementerio (hoy centralizados e informatizados como todos los cementerios de Madrid), que la primera inhumación se celebró el 19 de julio de 1848.
Muchos son los personajes famosos, tanto de las letras como de las armas, que descansan entre sus muros y hermosos y de mucho valor son los mausoleos que alberga, destacando, por citar algunos y según mis preferencias, los del escritor Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), José Francos Rodríguez, alcalde de Madrid (1862-1931), o el del político Manuel Becerra (1823-1898).
Saliendo por la puerta de los patios más modernos, nos encontramos en el Camino Alto de San Isidro, donde se encuentra el cementerio del mismo nombre.
Cementerio de la Sacramental de San Isidro, San Pedro, San Andrés y Ánimas Benditas.- Cuenta la leyenda (y parece que hay datos que lo confirman), que San Isidro fue hermano de la “Cofradía de Labradores”, cuya sede estaba establecida canónicamente en la parroquia de San Andrés. Tiene su “importancia” este detalle, porque al tomar en su memoria el nombre del Santo San Isidro, los labradores de la zona, fueron bautizados con el remoquete de “isidros”, alcanzando más tarde y por asociación de paisanaje a todos los madrileños castizos, que es como todavía se conocen y se llaman los que apuestan por conservar sus costumbres y folklore: “isidros”.
Los datos que sobre la Sacramental tenemos son que esta Cofradía se dio el nombre de “Cabildo del Señor Santo Isidro de la Villa de Madrid” y que sus ordenanzas están fechadas el día 29 de enero de 1387.
Más tarde, este mismo Cabildo y junto con el Ayuntamiento, el 20 de abril de 1643, hizo voto concepcionista, que fue el primero en España.
Se realizó este voto con ocasión de la fiesta de San Isidro – todavía no canonizado –, y cuyos datos están publicados por el que fue Secretario del Instituto de Estudios Madrileños, D. José Simón Díaz.
Con motivo de fundarse la Cofradía Sacramental de la parroquia de San Andrés y al tener ambas el mismo fin, se fusionaron, el 27 de marzo de 1586, con el nombre de “Archicofradía Sacramental de San Andrés y San Isidro, y más tarde con la Sacramental de la vecina parroquia de San Pedro el Real (San Pedro el Viejo), el 11 de marzo de 1587, cuya fundación data del 28 de febrero de 1581. La última fusión se realizó el 16 de enero de 1619, cuando se les agrega la Congregación de Ánimas Benditas, establecida en la parroquia de San Andrés.
Reseñar como nota destacada, la importancia que ocupó esta Cofradía en la beatificación (1620 otorgada en 619) y canonización (12 de marzo de 1622), de San Ignacio, Santa Teresa, San Francisco Javier y, cómo no, de San Isidro, titular de la Cofradía.
Era costumbre de esta Archicofradía, hasta el siglo XVIII, mantener cepillos callejeros destinados a recoger limosnas para dar enterramiento a sus congregantes pobres. Esto dio lugar a un incidente, producido en enero de 1617, en la Congregación de San Nicolás de Bari, establecida en la misma parroquia de San Andrés y que se recoge en las actas de la Cofradía: Sucedió qe el Mayordomo del Cepillo de Puerta de Moros anunció su dimisión si no se ponía coto al procedimiento establecido para recoger limosnas en aquel lugar por la aludida Congregación, que también solicitaba para entierro de sus congregantes, pero que lo hacía colocando en la plazuela el cadáver para el que se pedía, “como sucedió aquel mismo día, y de lo que le vienen grandes perjuicios a nuestra Cofradía”. Curiosa costumbre que, nosotros sepamos, no ha sido recogida por ningún historiador de Madrid.
Tenía la congregación, Montepío y Fondo de Beneficencia, en ayuda de sus miembros, así como una “Casa de los Pobres”, también para sus hermanos, y en la que recibían gratuitamente alojamiento los que lo precisaban. Hasta nuestro siglo han llegado estas instituciones.
Ha recibido de los Sumos Pontífices muchas indulgencias y privilegios, entre los cuales cuenta el poder vestir sus miembros el hábito cardenalicio. En su casa de la calle del Águila, número 1, que es tradición ocupa el solar de la que nació San Isidro, se guardaba en la capilla, hasta que en nuestra guerra civil fue destruida, el arca de madera que regaló Alfonso VIII (siglo XIII) para guardar el cuerpo del Santo. Era de madera, y medía 2,25 metros de largo por 0,95 de ancho y 0,60 de altura, cubierta de pergamino, sobre el que estaba pintado, entre arcos y follajes de gusto románico, el oso alegórico de las armas de Madrid y sucesos de la vida del Santo: San Isidro arando, el milagro de los ángeles, el del trigo a las palomas, la multiplicación del trigo, recibiendo la visita de Jesús en forma de pobre; en la parte posterior figuraban: la multiplicación de la comida, la Anunciación y otra figuras. Este arca figuró en la Exposición Histórica del pasado siglo, y estuvo algún tiempo en el Oratorio privado del Obispo. También se debe a esta Cofradía la existencia de la primera Plaza de Toros fija con que contó Madrid, y que no fue la de la Puerta de Alcalá, como vienen diciendo todos los historiadores, sino una de madera que levantó Pedro de Ribera para la Archicofradía, y que estaba situada en las afueras de la Puerta de Toledo, en terrenos que fueron de la llamada Casa Puerta (tan célebre en el reinado de Fernando VII), y que podemos localizar, aproximadamente, en la actual Glorieta de la Condesa de Pardo Bazán.
Hasta la mitad del siglo XIX se dieron corridas a beneficio de la Sacramental en esta Plaza, de la que nadie hizo mención, ni aun en obras especializadas. En el Archivo de la Sacramental, a cargo del insigne historiador R. P. Baltasar Cuartero y Huerta, se encuentra detalle de la vida de esta Plaza de Toros, sus corridas y los diestros que en ella torearon, y que fueron los más célebres de la época.
Otra creación y obra de la Cofradía, igualmente inédita, es el Puente de Pontones, frente a la ermita de San Isidro, realizado y sostenido por ella para facilitar el acceso desde Madrid, y cuyo origen y vicisitudes ha sido hasta ahora silenciado por las obras que del tema se ocupan. Varias veces tuvo la Hermandad que reponerlo, arrastrado por las crecidas, hasta en recientes épocas. No pudiendo mantener tal carga, lo abandonó al Ayuntamiento.
Pertenece a la Sacramental la ermita del Santo, que ella erigió, para recordar el milagro del alumbramiento de la fuente que junto a sus muros mana. En 1620, el Tribunal de la Rota falla a favor de la Cofradía, y en contra del Cura Párroco de San Andrés, sobre la tal propiedad de la ermita que la Emperatriz Isabel había reconstruido en 1528, en agradecimiento a que sanaran, con las aguas milagrosas, el Emperador Carlos y el Príncipe Felipe; Cristóbal de Urgel, vecino de Madrid, la agrandó en 1620, y el Marqués de Valero, D. Baltasar de Zúñiga, en 1730.
La fuente, que pasa bajo el Altar Mayor, aparece al costado norte de la ermita. Ni aun con las más grandes sequías se agotó su caudal; solo en 1574 cesó de manar, atribuyéndose el hecho al uso que de ella hacían los moriscos, que habían organizado un tráfico mercantil con sus aguas, que también empleaban en supersticiosas abluciones. Sobre la fuente están grabados en mármol estos versos, no por malos menos conocidos:
¡Oh aijada tan divina,
como el milagro lo enseña,
pues sacas agua de peña
milagrosa y cristalina;
el labio al raudal inclina
y bebe de su dulzura,
pues San Isidro asegura
que si con fe la bebieres
y calenturas trujieres
volverás sin calentura!
Hasta mediados del siglo XIX duró la costumbre de llevar solemnemente una jarra de esta agua a los reyes el día de San Isidro.
Célebre han sido, a través de los tiempos, las fiestas de la Minerva de San Andrés, realzadas por esta Cofradía. Tan importante, que se las tenía con la procesión general del Corpus, y la hubiera igualado si ésta no contara con la presencia de la Reales Personas. Tradición era también que los chisperos acudieran a aguar la fiesta de los “manolos”, y más de una vez la procesión acabó en batalla, y de los ciriales se hicieron estacas para apalear a los irreverentes asaltantes.
En cuanto al cementerio, es con toda seguridad el de mayor importancia por sus bellezas arquitectónicas, así como por la suntuosidad de sus mausoleos y panteones.
Al viajero que se acerque por la carretera, se le ofrece la panorámica de una pequeña y espléndida ciudad de piedra por donde asoman toda clase de estatuas, torres con sus cúpulas, etc.
Su origen data de 1811, y como anteriormente señalábamos, refundiendo varias Sacramentales. Aun cuando fue creada para dar enterramiento a sus feligreses, muy pronto fue destino preferido de las clases pudientes de la Villa, de tal manera que tuvo que ampliarse en varias ocasiones agregándole nuevos patios, quedando anexionada entre sus muros la ermita de San Isidro, siendo la última ampliación la fechada en 1855 por su parte alta, siendo esta última la hoy principal y donde se encuentran los más lujosos e importantes grupos escultóricos.
Como indicábamos anteriormente, la Sacramental de San Isidro está distribuida en patios, normalmente rectangulares, con nombres propios, diferenciándose unos de otros en su distribución y ornamentación, según el gusto de los tiempos (que también hasta en el último homenaje la soberbia humana quiere dejar su impronta), con las aportaciones de los distintos artista, deseosos de ofrecer a los adinerados deudos sus más sofisticados y exclusivos modelos funerarios, rodeándolos de magníficos ejemplares de cipreses, sauces, laureles de olor, y algún que otro árbol frutal.
Sería interminable la lista de personajes importantes que entre sus muros se encuentran. Señalaremos entre los más relevantes, el de María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, Duquesa de Alba (hoy arruinado y en proceso de recuperación), que fue trasladada aquí al demoler la iglesia del Noviciado, y frente a éste, el nicho de la familia de Goya, donde están los hijos del pintor. Los de los generales Diego de León y D. Manuel Montes de Oca, víctimas de común y romántica sublevación; D. Ramón de Mesonero Romanos, o la sepultura de Consuelo Bello, que hizo célebre sobre las tablas el nombre de “La Fornarina”.
En el Panteón de Hombres Ilustres están los restos de Leandro Fernández de Moratín, Donoso Cortés y Menéndez Valdés, y estuvieron los de Goya, hasta su traslado a la ermita de San Antonio, en 1919. De políticos importantes, D. Antonio Maura y D. Antonio Cánovas del Castillo, etc.
Cementerio de la Sacramental de San Justo y San Millán.- En el llamado Cerro de las Ánimas, sobre el lugar que ocupaba la Casa de la Alegría, pared por medio del de San Isidro, está este cementerio, último de nuestra visita.
Fundado en 1847, tenía una efigie de San Miguel, que había sido del Convento de Francisca de los Ángeles, y que desapareció en la guerra civil. A esta Cofradía se unió la de Santa Gertrudis, por lo que una parte de este cementerio lleva este nombre. Es, en nuestra opinión, este cementerio de San Justo (me refiero a la parte antigua), el que mejor conserva el recuerdo y ambiente de la época romántica, cuyos principales personajes descansan aquí, como hemos de ver.
En ostentosa tumba con su busto, parecida a la que Isabel II levantó en la Sacramental de San Nicolás para Argüelles, reposa el escritor y político extremeño D. Adelardo López de Ayala. Cerca, D. Ramón de Campoamor, no en panteón familiar, sino en tumba propia, con su esposa. Muy cerca del anterior, los hermanos Álvarez Quintero y ambos, junto al Panteón de la Asociación de Escritores y Artistas, donde están sepultados: Larra, Espronceda y el pintor Rosales, traídos desde la Sacramental de San Nicolás, cuando ésta fue clausurada en 1902. Otros personajes importantes son: el poeta Núñez de Arce, los escritores Bretón de los Herreros, Villaespesa, Marquina, Claudio de la Torre y Hartzembuch, los músicos Chueca y Chapí, o el osario donde se han reunido los restos de los jesuitas Padres Fita, Polavieja, Coloma, etc.
Pero ni los cementerios son ya lugares de descanso. Estos lugares de enterramientos están siendo rodeados por nuevas urbanizaciones, al mismo tiempo que las continuas ampliaciones en los últimos años han hecho desaparecer esa estampa romántica que un día, ya muy lejanos, tuvieron.
Cementerios desaparecidos de Madrid.- Quiero terminar este trabajo dedicado a un tema tan apasionante y tan poco conocido como son los Cementerios de las Sacramentales, estudiando y revisando las Sacramentales desaparecidas en Madrid, con lo que habremos completado, desde una perspectiva histórica, cultural, pero también religiosa, el siempre inquietante tema de los enterramientos, por la importancia social y de tan arraigada costumbre en nuestra sociedad, así como la creación de los espacios “sagrados” que para tal uso se destinaron en Madrid, haciendo referencia, según consta en la Biblioteca y Archivos Municipales, de cuantos datos hemos creído importantes de reseñar, apartándonos siempre de todo comentario que pudiera resultar lúgubre o jocoso, no queriendo molestar al lector.
Cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis.- La “Congregación Sacramental de la Parroquia de San Ginés” fue instituida por Don Juan II y Doña María de Aragón, en 1434. En la mitad del siglo XIX se le agregó la Congregación de la Parroquia de San Luis (antigua dependencia de San Ginés, en la calle de la Montera, desaparecida), que se había fundado en 1800.
En 1831 inauguró esta Cofradía su cementerio, situado a continuación del General Norte. Ocupaba éste el solar que después ha sido destinado a cochera de tranvías en la calle de Magallanes, frete a la de Arapiles. La Sacramental de San Luis y San Miguel podemos situarla en la misma calle de Magallanes, sobre la altura de la de Fernando de los Ríos, llegando, casi desde la actual calle de Fernando el Católico, a la de Donoso Cortés, y quedando su fachada sobre la calle de Magallanes, llevaba sus tapias traseras a la línea por donde hoy corre la calle de Vallehermoso.
En 1846 se le hizo una reforma y ampliación, y su forma era la de un gran rectángulo, con dos pabellones salientes. Tenía una presuntuosa fachada de estilo clásico, y se podía colocar entre las mejores entonces existentes.
Trajo esta Sacramental a su cementerio, en 1848, el sepulcro de D. Joaquín Fonsdeviela, que estaba en la lado del Evangelio de la iglesia de la Trinidad (calle Atocha), salvando así de desaparecer con esa iglesia una obra escultórica, que los contemporáneo consideran como el mejor monumento funerario de Madrid, después del de Fernando VI, y cuyo paradero actual desconocemos aunque tenemos la creencia de que, perseguido por contrario destino, se perdió con la urbanización del camposanto.
Otra pieza salvada de la demolición de conventos por esta Cofradía era el retablo de la Capilla del cementerio, que no era sino el retablo mayor del Noviciado de la Compañía de Jesús de la calle Ancha de San Bernardo.
El cementerio fue cerrado el 1 de setiembre de 1884, y su solar fue el conocido en Madrid por el nombre de Campo de las Calaveras.
Cementerio de la Sacramental de la Iglesia Patriarcal.- En 1849 se inauguró este cementerio situado sobre la actual calle de Donoso Cortés, ligeramente remetido en la línea de la que hoy es calle de Magallanes. Llegaba, como los anteriores, hasta la calle de Vallehermoso.
Era pequeño y estaba formado por un solo patio, en el que, poco antes de su cierre en 1884, se colocó un ostentoso monumento levantado por pública suscripción a la memoria del poeta Quintana, que allí había recibido sepultura.
Hay datos y testigos presenciales que confirman que por premuras del contratista que se encargó de la saca de restos al urbanizar estos terrenos, no fue limpiada la fosa común que, con todo su contenido, debe estar dando base a las calles o casas que sobre ella tocara colocar. Y no debían ser pocos los cuerpos que en ella recibieron sepultura, ya que, por su jurisdicción, aquí se daba tierra a los soldados, que irían, en su mayoría, a esta todavía existente fosa común.
Cementerio de la Sacramental de San Martín y San Ildefonso.- No puede precisarse cuándo se formó la Cofradía Sacramental de la Iglesia de San Martín. La primera noticia de su existencia la tenemos cuando sus individuos apoyan a los frailes de ese convento (que estaba donde hoy la plaza de su nombre, junto a la de las Descalzas), en defensa de la Reina Doña Berenguela y su hijo, que había de ser el Rey San Fernando, acosados por la facción de los Laras. En este encuentro perecieron varios cofrades y frailes, entre ellos el Prior del Monasterio, y en su recuerdo se nombró de los Muertos, hasta el siglo XIX, una callecita desaparecida entre las Plazas de Trujillo y Navalón.
Reinando San Fernando, se dio en 1250, Ordenanza la Cofradía, que ha llegado hasta nuestra época.
Abrió su cementerio en 1848, situándolo detrás del Depósito de Aguas, aproximadamente donde hoy está la calle Rubio y Gali, sobre la actual calle del Lozoya, llegando hasta la de Blasco de Garay.
Estaba, pues, situado más al Norte y al Oeste que los que hemos venido recordando. También, por esta causa, fue el último en desaparecer. Sus cipreses humillaron sus copas al hacha del Madrid republicano y hambriento, y dieron calor, Dios sabe a qué pobre comida.
Lo formaban nueve patios cerrados por verjas con flameros, y era mayor que todos los de esta zona que hemos recordado. Sobre su tierra se ha construido el Estadio Municipal de Vallehermoso. Se ordenó su cierre el 1º de setiembre de 1884.
Cementerio de la Sacramental de San Salvador, San Nicolás y Hospital de la Pasión.- En el siglo XVII fue fundada esta Cofradía, que abrió su cementerio en 1825, y lo amplió y reformó en 1839. Fue José Alejandro el autor de la bella portada de este Camposanto, que mereció los honores de ser reproducida en una lámina del Seminario Pintoresco (núm. 43 del año 1839); pero tan bella obra se realizó con pobres materiales, y sus columnatas y estatuas tuvieron que ser retiradas, dejando lisa la fachada a la que, por su mal estado, ya no daban adorno.
Estaba el cementerio en la calle Méndez Álvaro, frente a la Estación del Mediodía, pasada la calle del Áncora y cortando la salida de la calle de Canarias.
En su entrada campeaba este terceto:
Templo de la verdad es el que miras;
no desoigas la voz con que te advierte,
que todo es ilusión, menos la muerte.
Pensamiento que parecía redondearse con el otro terceto que se colocó en la puerta de la capilla:
El supremo Hacedor, con mano fuerte,
al regio cetro y al cayado humilde
equilibra ante el trono de la muerte.
En el interior de esta capilla, y cerca del altar mayor, una lápida decía “Calderón de la Barca”. Junto a ella un retrato del poeta, pintado por Juan Alfaro en el siglo XVII, y que parece ser pintura de mérito, traída con dos lápidas desde la iglesia de El Salvador, que estaba en la calle Mayor, frente a la Plaza de la Villa, cuando se demolió el templo.
Tenía una de las lápidas en epitafio latino, y la otra era un recuerdo dedicado en 1862 al autor de los Autos Sacramentales por la “Venerable Congregación de San Pedro de Presbíteros Naturales de Madrid”, a la que el poeta perteneció en vida.
A espalda del retrato había una sala con una urna de cristales, cerrada con puerta de madera, en la que se guardaban los huesos de Calderón. Sobre la hornacina, donde estaba la urna se leían estos versos de Martínez de la Rosa:
Sol de la escena hispana sin segundo;
aquí Don Pedro Calderón reposa.
Paz y descanso ofrécele esta losa,
corona el cielo, admiración el mundo.
Se trajeron al cementerio de San Nicolás los restos de Calderón, desde la iglesia de las Calatravas, el domingo 18 de abril de 1841. El poeta había muerto en 1681, y recibió sepultura en la ya mencionada iglesia de El Salvador. Al desaparecer este cementerio, fueron trasladados, por la “Venerable Congregación de San Pedro de Presbíteros Naturales de Madrid” a su capilla, que es la actual parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, al final de la calle de San Bernardo.
Aquí se dio tierra al político Argüelles, muerto en 1844, tutor de Isabel II, y a quien ésta levantó un monumento, al que ya nos hemos referido al tratar de la tumba del extremeño Ayala, con la que tenía un gran parecido. Sin embargo, poco lució este monumento, porque en 1853 se construyó un panteón para Argüelles, Calatrava y Mendizábal, al que en 1864 se llevó a Muñoz Torrero y en 1874 a Olózaga. Era este panteón obra de Federico Aparisi, en forma de templete circular, adornado con estatuas alegóricas de la Pureza Administrativa (¿), de la Reforma Política y el Gobierno, obras de Sabino Medina, y coronado por una estatua de la Libertad, de Ponciano Ponzano. Los sepultados en este panteón pasaron, al desaparecer el cementerio, al de Hombres Ilustres, anexo a la Basílica de Atocha.
En este de San Nicolás fueron enterrados Larra y Espronceda, en los nichos 792 y 877, respectivamente, del primer patio, y que de allí fueron trasladados al Cementerio de San Justo, al panteón de que ya hicimos referencia.
Se cerró este cementerio en 1844.
Cementerio de la Sacramental de San Sebastián.- Inmediato al de San Nicolás estaba otro cementerio, que lucía el suntuoso panteón de D. Joaquín de Fagoaga. También se encerraron allí Martínez de la Rosa y el General Serrano, muerto en 1882.
Este cementerio, como todos los que estaban situados en esta parte del Manzanares, se cerró en 1844.
Costumbre cristiana.- Se puede advertir, a través de la lectura de la Biblia, que el pueblo judío observaba la práctica de enterrar a los muertos fuera de sus poblados.
Los primeros cristianos no recibieron de Jesucristo, ni de sus padres apostólicos, indicación o precepto alguno acerca del lugar donde deberían situar las sepulturas de los muertos, por lo que adoptaron la misma práctica que observaba el pueblo hebreo.
Los primeros cristianos se extendieron por todo el Próximo Oriente, pero preferentemente por las zonas del Imperio romano. Los romanos, por su parte, observaban con respecto a sus costumbres funerarias unas leyes que alejaban los cadáveres de las poblaciones y de los templos con el mismo rigor que las de los hebreos, creyendo que la presencia de los muertos profanaba los lugares dedicados al culto de los dioses.
Sin embargo, las vírgenes vestales gozaban del privilegio de sepultarse dentro de Roma. Este privilegio fue aceptado por todos, y para evitar un abuso que produciría graves problemas a la salud pública, se prohibió el enterramiento y la cremación dentro de las ciudades, según ordenaba la ley décima de las XII tablas.
Los cristianos enterraban a sus muertos en las catacumbas, cuevas profundas fuera de la ciudad. Cuando las persecuciones fueron más intensas, las catacumbas se revelaron insuficientes, por lo que algunos cristianos ricos ofrecieron libremente sus heredades para sepulcro de los fieles, a los que llamaron cementerios, que quiere decir dormitorio. De este modo aparecen, según Ramón de Huesca, los primeros cementerios cristianos.
Conseguida la paz de la Iglesia, mediante los decretos de Constantino, los emperadores (ahora cristianos), consintieron el traslado de los restos de algunos mártires a los templos, erigiendo en su honor y memoria basílicas importantes, que servían también de lugares de culto.
De su importancia e interrelación es la antigua costumbre de ARA, según la cual sólo se podía decir misa sobre los restos de mártires cristianos.
El deseo de los fieles cristianos de enterrarse cerca de las reliquias de los mártires convirtió los atrios de las basílicas en el cementerio de emperadores y posteriormente de los obispos, extendiéndose después a los sacerdotes y a otras personas de alto carácter y reconocida virtud.
Sin embargo, Teodosio el Grande, en el año 381, redactó la famosa “Constitutio” en la que prohibió enterrar a los muertos dentro de la ciudad y en los templos, y mandó sacar fuera todos los que se hallasen en túmulos, urnas y sarcófagos dentro de la ciudad, comprendiendo también las basílicas de los apóstoles y mártires.
La piadosa creencia de que sepultarse en los templos era útil a las almas se fue extendiendo entre el vulgo, encendiendo en todos el deseo de enterrarse en los templos.
Esta anómala situación produciría ya en los siglos IV y V una extraña polémica sobre la utilidad para las almas cristianas de que los cadáveres se enterrasen junto a los mártires. Y entonces San Agustín respondía: “Nada se aprovecha por sí mismo, ni porque el lugar santo tenga alguna virtud para expiar sus culpas, sino indirecta y ocasionalmente, en cuanto los fieles oran por ellas (las almas) y las encomiendan a Dios por medio del santo en cuya basílica están los cuerpos y porque frecuentando las iglesias y viendo las sepulturas de sus parientes y amigos renuevan su memoria y ofrecen de nuevo por ellos oraciones y sacrificios de modo que… sin estas oraciones, que con recta fe y piedad se hacen por los difuntos, juzgo que nada aprovecharía a las almas el que los cuerpos estuviesen sepultados en los lugares más santos. Y pueden hacerse… las oraciones y sufragios por los difuntos, aunque no estén sepultados en los templos”.
Los emperadores y reyes, y la misma iglesia, se opusieron desde un principio al abuso de enterrarse en el interior de los templos, hecho que tomaba cada vez más cuerpo. Aun así y a pesar de las numerosas leyes en contra, esta práctica fue creciendo más cada día, porque a la piedad y vanidad, que encendían los deseos de los fieles, se añadió por último la avaricia de algunos prelados, que concedían, por interés, la licencia que sólo debían de dispensar a las personas de carácter y virtud.
Debido a esto, León VI (886-912), abolió la ley de las XII tablas, ya que la costumbre la había antes abrogado. Esta licencia incrementó la costumbre de sepultar los muertos en las iglesias, que en los siguientes siglos se hizo poco menos que general en todo el orbe cristiano.
Inhumaciones en España.- En la península ibérica, bajo la dominación goda, las ciudades mantuvieron como privilegio el uso romano de no enterrar los cadáveres dentro de sus muros. Contrariamente a lo que sucedía en el resto del mundo cristiano, como hemos visto anteriormente, en España, hasta el siglo XI, estaba en práctica en Castilla y Aragón, la antigua disciplina de no enterrarse en la iglesia ni aun las personas reales, aunque sí se exceptuaban de esta ley general las que por la santidad de su vida, o por las grandes y especiales donaciones, o por necesidad, o finalmente por su consagración, habían merecido este honor, y con arreglo a las disposiciones eclesiásticas y civiles.
Pronto debieron variar los modos y usos sociales, porque cuando en las Cortes de Alcalá de 1348 se publicaron las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, la ley I, título II, Partida I, mandaba que no se hiciera mercado en las iglesias “ni deben soterrar los muertos dentro de ella”.
Este importante texto demuestra que la antigua costumbre se había ido alterando en España como en el resto del mundo cristiano. Sin embargo, las Partidas tenían también su amplio margen de excepciones y permitían que se enterrasen en la iglesia “a los Reyes, a las Reinas, e a sus fijos, e a los Obispos, e a los Priores, e a los Maestros, e a los Comendadores, que son Prelados de las Ordenes e de las Eclesias Conventuales, e a los Ricos-Omes, e a los omes honrados que ficiesen eclesias de nuevo, o monasterios, o escogiesen en ellos sepulturas, e a todo ome que fuese clérigo, o lego que lo mereciese por santidad de buena vida, o de buenas obras”.
Es justamente a causa de estas excepciones, eminentemente amplias, como nació claramente el uso (que posteriormente degeneró en abuso) de enterrarse todos los cadáveres dentro de los templos.
A partir de entonces, y hasta mediados del siglo XVIII, tanto la autoridad civil como la eclesiástica, continuaron expresando, de una u otra manera, la voluntad de volver a la antigua costumbre.
Villa y Corte.- De la misma manera que distintos monarcas europeos en el último tercio del siglo XVIII dictaron decretos instituyendo de nuevo los enterramientos fuera de los templos y de las ciudades, en España Carlos III, conmovido por la infección que se había producido en el pueblo de Pasajes en marzo de 1781, donde hubo 83 muertos a causa “del fedor intolerable que exhalaba la (iglesia) parroquial, por los muchos cadáveres sepultados allí (y que hizo necesario) cerrar sus puertas y desmontar el tejado para darle respiradero”, encargó al Consejo de Castilla, una Oden Real de 24 de Marzo de 1781, que debatiera y encontrara manera de resolver el problema para que no volviera a ocurrir tamaño desastre.
El Consejo de Castilla consultó, para mejor acierto, a los arzobispos, obispos y a la Real Academia de la Historia, y a la Real Academia de Medicina. Distintos estudios se publicaron entonces defendiendo el retorno a los cementerios extramuros de las poblaciones para el enterramiento de los cadáveres.
El Rey Carlos III, una vez estudiados dichos informes, mandó restablecer el uso de los cementerios ventilados para el enterramiento de los cadáveres, por Real Cédula de 3 de abril de 1787. Sin embargo, no todos los fieles quedaron sujetos a este cambio, ya que la Real Cédula mantenía las mismas excepciones que las Partidas de Alfonso X el Sabio, a las que habría que sumar una más: que aquellos que tuvieran sepulturas en propiedad en las iglesias al tiempo de expedirse esta Cédula podrían enterrarse en ellas.
La Real Cédula, en consecuencia, no pasaba de ser un nuevo intento de cambio, que no difería en lo esencial de todos aquellos que le habían precedido y que igualmente habían fracasado. La Real Cédula es asumida por la jerarquía eclesiástica y don Francisco A. de Lorenzana, arzobispo de Toledo, escribe una pastoral a todos los párrocos de su arzobispado con fecha 1 de mayo del mismo año, donde se inserta la Real Cédula de Carlos III y defiende la postura del monarca.
Piensa que no tiene fundamento la preocupación de aquellos que no quieren enterrarse en los cementerios, ya que los enterramientos en las iglesias son tan sólo temporales y al cabo de los años los huesos de los difuntos son sacados de las sepulturas y llevados a los osarios, al realizar las “mondas” o “limpias” cada cierto período de tiempo las iglesias respectivas.
El Papa Pío VI concedía, según la pastoral, altar privilegiado a todas las capillas o ermitas inmediatas a los cementerios e igualmente indulgencia a todas las personas que asistieran o concurrieran a enterrar los muertos en los cementerios.
Sin embargo, la Real Cédula no fue llevada a la práctica, como tampoco lo sería un nuevo intento promovido por el rey Carlos IV, en 1799. En el año 1804, este asunto adquiriría de nuevo relevancia y sería, a partir de entonces, motivo de una profusa legislación y de una variada correspondencia entre las diversas partes afectadas, que denotan las diversas posturas – a veces enfrentadas – sobre el tema. El 26 de abril de 1804, en una circular, el Consejo exponía la grave situación a la que había llevado el incumplimiento de la Real Cédula de Carlos III, convirtiendo las iglesias, “por un trastorno lamentable de ideas, en unos depósitos de podredumbre y corrupción, sin que hayan bastado a evitar esta profanación ni las repetidas sanciones canónicas que la han prohibido ni el dolor con que las ha tolerado la iglesia”.
Como consecuencia de esta situación, una nueva Real Orden para la creación de cementerios se promulgaría el 28 de junio de ese mismo año. Esta Real Orden permitía la construcción de sepulturas de distinción en los cementerios, para preservar los derechos adquiridos por algunas personas en las iglesias parroquiales o conventuales, pero se prohibía el enterramiento en las mismas. El cumplimiento de esta legislación no fue todo lo bueno que se podía esperar, pero al menos, en parte, dio resultado. En la Corte fue nombrado don Antonio Ignacio de Cortabarra ministro comisionado y se empezaron las obras del primer cementerio de Madrid – Situado en la Puerta de Fuencarral – en ese mismo año.
La postura de la monarquía en este asunto se afirmó desde entonces y fue recogida de nuevo esta legislación en la “Novísima Recopilación” de Carlos IV, en 1805.
Fue precisamente esta reafirmación del intento de cambio lo que provocó, tanto en algunos sectores que veían verdaderamente afectados sus intereses como en parte del pueblo llano, que creía que enterrarse fuera de la iglesia “tenía cierto género de impiedad y de infamia”, actitudes de rechazo hacia esa ley.
En la Villa y Corte, los enterramientos en el cementerio comenzaron en marzo de 1809. Sin embargo, siguieron enterrándose de forma clandestina algunos fieles en las iglesias parroquiales o conventuales durante algunos años, como se desprende de la lectura de las diversas denuncias de la época existentes en el Archivo de la Villa. Esta actitud era posible gracias a la ayuda de los párrocos, de los regidores o de alguna comunidad religiosa. La iglesia aún intentó después de 1804 que se exceptuaran de los enterramientos en los cementerios a las personas que morían con notoria fama de santidad y a los patronos de las iglesias.
Años después, José I Bonaparte, en 1809, mandó enérgica y terminantemente que se establecieran cementerios en todo el reino y no se permitiera, en absoluto, enterrar a nadie dentro del poblado, ni siquiera “a los individuos de todos los cuerpos y comunidades religiosas de uno y otro sexo, por privilegiados que sean”.
Unos meses antes de decretada esta orden, en la Villa y Corte, Madrid, ya se enterraba a los fieles en el cementerio de la Puerta de Fuencarral y, poco después de la misma, en marzo de 1810, empezaría a utilizarse el cementerio del Sur, situado en la Puerta de Toledo.
En años posteriores, y a lo largo del siglo XIX, los enterramientos en cementerios, no sin arduas dificultades (de muy diversa índoles, cuya exposición alargaría ampliamente lo pretendido en estas páginas), se irían extendiendo por el resto de España.
II
Las Sacramentales de Madrid.- El nacimiento de estos cementerios se hacen realidad a principios del siglo XIX, cuando José Bonaparte ordena se haga cumplir la olvidada Orden de Carlos III, prohibiendo los enterramientos en las iglesias, trasladándolos para evitar posibles epidemias, demasiado corrientes en aquellas fechas, al extrarradio de las ciudades, concretamente de Madrid.
Para ayuda de su propia vida social y asistencia a sus cofrades, los fueron creando (los cementerios), las Cofradías Sacramentales ya existentes desde muy antiguo en las parroquias, ordenadas por Su Santidad Pío V a mediados del siglo XVI y dedicando su culto al Santísimo Sacramento.
La falta de recursos de las mismas y la disminución de sus feligreses, es la causa de que muchos de los cementerios existentes en Madrid y otros ya desaparecidos lleven el nombre de varias parroquias conjuntamente, como veremos más adelante.
Estas mismas causas económicas y también otras de tipo social, obligan a abrir sus puertas a enterramientos ajenos a sus feligreses, convirtiéndose algunos de ellos con el paso del tiempo en lugares de moda (pido perdón por esta licencia, pero visto el tema con detenimiento observamos que hasta con la muerte juega este término, teniendo gran importancia tanto el lugar como la forma del enterramiento), siendo preferidos por los madrileños de mayor poder económico, no queriendo, seguramente, dejar sus huesos en los dos cementerios Generales del Norte (Puerta de Fuencarral) y del Sur (Puerta de Toledo), obras de Villanueva y Ventura Rodríguez respectivamente y creación también de José Bonaparte, llegando a ser algunos de ellos que mencionaremos más adelante, sitios de enterramientos preferidos y casi exclusivos, tanto de la aristocracia de sangre como de la aristocracia del dinero.
Aunque nos detendremos en alguno de estos cementerios con más detenimiento para hacer referencia de alguna nota de importancia histórica, sólo señalaremos algunos enterramientos, cuando la importancia del personaje o requiera, bien por su significación histórica, o bien por la relevancia y grandiosidad del mausoleo en que se encuentre el personaje.
De las sacramentales que al día de hoy todavía reciben enterramientos, destacaremos por su importancia el Cementerio de la Sacramental de San Lorenzo y San José. Pertenece este cementerio a las parroquias de las calles Barquillo y Lavapiés que juntaron sus feligresías en la Adoración del Sacramento, aun cuando nada en común tenían entre ellas, sino que al contrario, existían verdaderas rivalidades, tanto de costumbres como de aparatosidad en sus cultos.
Dentro de su recinto se encuentra un magnífico monumento funerario que guarda los cuerpos del actor Julián Romea (1815-1868), y el de su esposa la también actriz Matilde Díaz.
Otros personajes famosos allí enterrados son: el escritor “Fernanflor” (1833-1902), el torero “Mazantini” (1856-1926), el político Raimundo Fernández Villaverde (1848-1905 y el panteón familiar de los toreros Dominguines.
Una segunda Sacramental, absorbida como la primera por el crecimiento urbanístico de los barrios entonces periféricos y hoy dentro del casco céntrico de Madrid, es la denominada de Santa María y Hospital Militar.
Se encuentra este recinto a la izquierda de la calle del General Ricardos, auténtica arteria vial que une el Madrid de los Austrias, en su arranque desde la Puerta de Toledo, a través de la Glorieta del Marqués de Vadillos, con los Carabancheles, barrios populosos y populares, enormes ciudades dormitorios, pero que conservan aun en nuestros días bastante sabor y gracejo de sus tiempos “arrabaleros”, siendo su núcleo principal la, afortunadamente rescatada de la piqueta, plaza de toros de Vista Alegre.
El día 1 de Julio de 1844 se reunieron la Cofradía de la Iglesia Mayor (Nuestra Señora de la Almudena) y la “Real e Ilustre Archicofradía, Congregación del Santísimo Sacramento, Nuestra Señora de la Misericordia y Ánimas de los difuntos pobres que mueren en el Hospital General de esta Villa”, fundada por el beato Bernardino de Obregón en 1850, estableciéndose sus primeras reglas el día 12 de julio de 1615, siendo aprobadas por el Cardenal Sandoval en octubre del mismo año.
Era esta Cofradía muy popular en la Villa, porque los hermanos de la misma y hasta finales del siglo XVIII solían pedir limosnas en la puerta de la iglesia del hospital General, para el “hoyo” o fosa común, siendo bautizados por los castizos como los “hermanos del hoyo”.
Se sabe que el lugar que hoy ocupa el cementerio se encontraba la ermita dedicada al culto de San Dámaso desde 1783 y demolida por los franceses en su bárbaro avance de conquista, y que fue inaugurado el día 3 de febrero de 1842.
La obra fue diseñada y firmada, como consta oficialmente, por el Arquitecto Don José Alejandro Álvarez y reseñándose en los archivos del mismo cementerio (hoy centralizados e informatizados como todos los cementerios de Madrid), que la primera inhumación se celebró el 19 de julio de 1848.
Muchos son los personajes famosos, tanto de las letras como de las armas, que descansan entre sus muros y hermosos y de mucho valor son los mausoleos que alberga, destacando, por citar algunos y según mis preferencias, los del escritor Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), José Francos Rodríguez, alcalde de Madrid (1862-1931), o el del político Manuel Becerra (1823-1898).
Saliendo por la puerta de los patios más modernos, nos encontramos en el Camino Alto de San Isidro, donde se encuentra el cementerio del mismo nombre.
Cementerio de la Sacramental de San Isidro, San Pedro, San Andrés y Ánimas Benditas.- Cuenta la leyenda (y parece que hay datos que lo confirman), que San Isidro fue hermano de la “Cofradía de Labradores”, cuya sede estaba establecida canónicamente en la parroquia de San Andrés. Tiene su “importancia” este detalle, porque al tomar en su memoria el nombre del Santo San Isidro, los labradores de la zona, fueron bautizados con el remoquete de “isidros”, alcanzando más tarde y por asociación de paisanaje a todos los madrileños castizos, que es como todavía se conocen y se llaman los que apuestan por conservar sus costumbres y folklore: “isidros”.
Los datos que sobre la Sacramental tenemos son que esta Cofradía se dio el nombre de “Cabildo del Señor Santo Isidro de la Villa de Madrid” y que sus ordenanzas están fechadas el día 29 de enero de 1387.
Más tarde, este mismo Cabildo y junto con el Ayuntamiento, el 20 de abril de 1643, hizo voto concepcionista, que fue el primero en España.
Se realizó este voto con ocasión de la fiesta de San Isidro – todavía no canonizado –, y cuyos datos están publicados por el que fue Secretario del Instituto de Estudios Madrileños, D. José Simón Díaz.
Con motivo de fundarse la Cofradía Sacramental de la parroquia de San Andrés y al tener ambas el mismo fin, se fusionaron, el 27 de marzo de 1586, con el nombre de “Archicofradía Sacramental de San Andrés y San Isidro, y más tarde con la Sacramental de la vecina parroquia de San Pedro el Real (San Pedro el Viejo), el 11 de marzo de 1587, cuya fundación data del 28 de febrero de 1581. La última fusión se realizó el 16 de enero de 1619, cuando se les agrega la Congregación de Ánimas Benditas, establecida en la parroquia de San Andrés.
Reseñar como nota destacada, la importancia que ocupó esta Cofradía en la beatificación (1620 otorgada en 619) y canonización (12 de marzo de 1622), de San Ignacio, Santa Teresa, San Francisco Javier y, cómo no, de San Isidro, titular de la Cofradía.
Era costumbre de esta Archicofradía, hasta el siglo XVIII, mantener cepillos callejeros destinados a recoger limosnas para dar enterramiento a sus congregantes pobres. Esto dio lugar a un incidente, producido en enero de 1617, en la Congregación de San Nicolás de Bari, establecida en la misma parroquia de San Andrés y que se recoge en las actas de la Cofradía: Sucedió qe el Mayordomo del Cepillo de Puerta de Moros anunció su dimisión si no se ponía coto al procedimiento establecido para recoger limosnas en aquel lugar por la aludida Congregación, que también solicitaba para entierro de sus congregantes, pero que lo hacía colocando en la plazuela el cadáver para el que se pedía, “como sucedió aquel mismo día, y de lo que le vienen grandes perjuicios a nuestra Cofradía”. Curiosa costumbre que, nosotros sepamos, no ha sido recogida por ningún historiador de Madrid.
Tenía la congregación, Montepío y Fondo de Beneficencia, en ayuda de sus miembros, así como una “Casa de los Pobres”, también para sus hermanos, y en la que recibían gratuitamente alojamiento los que lo precisaban. Hasta nuestro siglo han llegado estas instituciones.
Ha recibido de los Sumos Pontífices muchas indulgencias y privilegios, entre los cuales cuenta el poder vestir sus miembros el hábito cardenalicio. En su casa de la calle del Águila, número 1, que es tradición ocupa el solar de la que nació San Isidro, se guardaba en la capilla, hasta que en nuestra guerra civil fue destruida, el arca de madera que regaló Alfonso VIII (siglo XIII) para guardar el cuerpo del Santo. Era de madera, y medía 2,25 metros de largo por 0,95 de ancho y 0,60 de altura, cubierta de pergamino, sobre el que estaba pintado, entre arcos y follajes de gusto románico, el oso alegórico de las armas de Madrid y sucesos de la vida del Santo: San Isidro arando, el milagro de los ángeles, el del trigo a las palomas, la multiplicación del trigo, recibiendo la visita de Jesús en forma de pobre; en la parte posterior figuraban: la multiplicación de la comida, la Anunciación y otra figuras. Este arca figuró en la Exposición Histórica del pasado siglo, y estuvo algún tiempo en el Oratorio privado del Obispo. También se debe a esta Cofradía la existencia de la primera Plaza de Toros fija con que contó Madrid, y que no fue la de la Puerta de Alcalá, como vienen diciendo todos los historiadores, sino una de madera que levantó Pedro de Ribera para la Archicofradía, y que estaba situada en las afueras de la Puerta de Toledo, en terrenos que fueron de la llamada Casa Puerta (tan célebre en el reinado de Fernando VII), y que podemos localizar, aproximadamente, en la actual Glorieta de la Condesa de Pardo Bazán.
Hasta la mitad del siglo XIX se dieron corridas a beneficio de la Sacramental en esta Plaza, de la que nadie hizo mención, ni aun en obras especializadas. En el Archivo de la Sacramental, a cargo del insigne historiador R. P. Baltasar Cuartero y Huerta, se encuentra detalle de la vida de esta Plaza de Toros, sus corridas y los diestros que en ella torearon, y que fueron los más célebres de la época.
Otra creación y obra de la Cofradía, igualmente inédita, es el Puente de Pontones, frente a la ermita de San Isidro, realizado y sostenido por ella para facilitar el acceso desde Madrid, y cuyo origen y vicisitudes ha sido hasta ahora silenciado por las obras que del tema se ocupan. Varias veces tuvo la Hermandad que reponerlo, arrastrado por las crecidas, hasta en recientes épocas. No pudiendo mantener tal carga, lo abandonó al Ayuntamiento.
Pertenece a la Sacramental la ermita del Santo, que ella erigió, para recordar el milagro del alumbramiento de la fuente que junto a sus muros mana. En 1620, el Tribunal de la Rota falla a favor de la Cofradía, y en contra del Cura Párroco de San Andrés, sobre la tal propiedad de la ermita que la Emperatriz Isabel había reconstruido en 1528, en agradecimiento a que sanaran, con las aguas milagrosas, el Emperador Carlos y el Príncipe Felipe; Cristóbal de Urgel, vecino de Madrid, la agrandó en 1620, y el Marqués de Valero, D. Baltasar de Zúñiga, en 1730.
La fuente, que pasa bajo el Altar Mayor, aparece al costado norte de la ermita. Ni aun con las más grandes sequías se agotó su caudal; solo en 1574 cesó de manar, atribuyéndose el hecho al uso que de ella hacían los moriscos, que habían organizado un tráfico mercantil con sus aguas, que también empleaban en supersticiosas abluciones. Sobre la fuente están grabados en mármol estos versos, no por malos menos conocidos:
¡Oh aijada tan divina,
como el milagro lo enseña,
pues sacas agua de peña
milagrosa y cristalina;
el labio al raudal inclina
y bebe de su dulzura,
pues San Isidro asegura
que si con fe la bebieres
y calenturas trujieres
volverás sin calentura!
Hasta mediados del siglo XIX duró la costumbre de llevar solemnemente una jarra de esta agua a los reyes el día de San Isidro.
Célebre han sido, a través de los tiempos, las fiestas de la Minerva de San Andrés, realzadas por esta Cofradía. Tan importante, que se las tenía con la procesión general del Corpus, y la hubiera igualado si ésta no contara con la presencia de la Reales Personas. Tradición era también que los chisperos acudieran a aguar la fiesta de los “manolos”, y más de una vez la procesión acabó en batalla, y de los ciriales se hicieron estacas para apalear a los irreverentes asaltantes.
En cuanto al cementerio, es con toda seguridad el de mayor importancia por sus bellezas arquitectónicas, así como por la suntuosidad de sus mausoleos y panteones.
Al viajero que se acerque por la carretera, se le ofrece la panorámica de una pequeña y espléndida ciudad de piedra por donde asoman toda clase de estatuas, torres con sus cúpulas, etc.
Su origen data de 1811, y como anteriormente señalábamos, refundiendo varias Sacramentales. Aun cuando fue creada para dar enterramiento a sus feligreses, muy pronto fue destino preferido de las clases pudientes de la Villa, de tal manera que tuvo que ampliarse en varias ocasiones agregándole nuevos patios, quedando anexionada entre sus muros la ermita de San Isidro, siendo la última ampliación la fechada en 1855 por su parte alta, siendo esta última la hoy principal y donde se encuentran los más lujosos e importantes grupos escultóricos.
Como indicábamos anteriormente, la Sacramental de San Isidro está distribuida en patios, normalmente rectangulares, con nombres propios, diferenciándose unos de otros en su distribución y ornamentación, según el gusto de los tiempos (que también hasta en el último homenaje la soberbia humana quiere dejar su impronta), con las aportaciones de los distintos artista, deseosos de ofrecer a los adinerados deudos sus más sofisticados y exclusivos modelos funerarios, rodeándolos de magníficos ejemplares de cipreses, sauces, laureles de olor, y algún que otro árbol frutal.
Sería interminable la lista de personajes importantes que entre sus muros se encuentran. Señalaremos entre los más relevantes, el de María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, Duquesa de Alba (hoy arruinado y en proceso de recuperación), que fue trasladada aquí al demoler la iglesia del Noviciado, y frente a éste, el nicho de la familia de Goya, donde están los hijos del pintor. Los de los generales Diego de León y D. Manuel Montes de Oca, víctimas de común y romántica sublevación; D. Ramón de Mesonero Romanos, o la sepultura de Consuelo Bello, que hizo célebre sobre las tablas el nombre de “La Fornarina”.
En el Panteón de Hombres Ilustres están los restos de Leandro Fernández de Moratín, Donoso Cortés y Menéndez Valdés, y estuvieron los de Goya, hasta su traslado a la ermita de San Antonio, en 1919. De políticos importantes, D. Antonio Maura y D. Antonio Cánovas del Castillo, etc.
Cementerio de la Sacramental de San Justo y San Millán.- En el llamado Cerro de las Ánimas, sobre el lugar que ocupaba la Casa de la Alegría, pared por medio del de San Isidro, está este cementerio, último de nuestra visita.
Fundado en 1847, tenía una efigie de San Miguel, que había sido del Convento de Francisca de los Ángeles, y que desapareció en la guerra civil. A esta Cofradía se unió la de Santa Gertrudis, por lo que una parte de este cementerio lleva este nombre. Es, en nuestra opinión, este cementerio de San Justo (me refiero a la parte antigua), el que mejor conserva el recuerdo y ambiente de la época romántica, cuyos principales personajes descansan aquí, como hemos de ver.
En ostentosa tumba con su busto, parecida a la que Isabel II levantó en la Sacramental de San Nicolás para Argüelles, reposa el escritor y político extremeño D. Adelardo López de Ayala. Cerca, D. Ramón de Campoamor, no en panteón familiar, sino en tumba propia, con su esposa. Muy cerca del anterior, los hermanos Álvarez Quintero y ambos, junto al Panteón de la Asociación de Escritores y Artistas, donde están sepultados: Larra, Espronceda y el pintor Rosales, traídos desde la Sacramental de San Nicolás, cuando ésta fue clausurada en 1902. Otros personajes importantes son: el poeta Núñez de Arce, los escritores Bretón de los Herreros, Villaespesa, Marquina, Claudio de la Torre y Hartzembuch, los músicos Chueca y Chapí, o el osario donde se han reunido los restos de los jesuitas Padres Fita, Polavieja, Coloma, etc.
Pero ni los cementerios son ya lugares de descanso. Estos lugares de enterramientos están siendo rodeados por nuevas urbanizaciones, al mismo tiempo que las continuas ampliaciones en los últimos años han hecho desaparecer esa estampa romántica que un día, ya muy lejanos, tuvieron.
Cementerios desaparecidos de Madrid.- Quiero terminar este trabajo dedicado a un tema tan apasionante y tan poco conocido como son los Cementerios de las Sacramentales, estudiando y revisando las Sacramentales desaparecidas en Madrid, con lo que habremos completado, desde una perspectiva histórica, cultural, pero también religiosa, el siempre inquietante tema de los enterramientos, por la importancia social y de tan arraigada costumbre en nuestra sociedad, así como la creación de los espacios “sagrados” que para tal uso se destinaron en Madrid, haciendo referencia, según consta en la Biblioteca y Archivos Municipales, de cuantos datos hemos creído importantes de reseñar, apartándonos siempre de todo comentario que pudiera resultar lúgubre o jocoso, no queriendo molestar al lector.
Cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis.- La “Congregación Sacramental de la Parroquia de San Ginés” fue instituida por Don Juan II y Doña María de Aragón, en 1434. En la mitad del siglo XIX se le agregó la Congregación de la Parroquia de San Luis (antigua dependencia de San Ginés, en la calle de la Montera, desaparecida), que se había fundado en 1800.
En 1831 inauguró esta Cofradía su cementerio, situado a continuación del General Norte. Ocupaba éste el solar que después ha sido destinado a cochera de tranvías en la calle de Magallanes, frete a la de Arapiles. La Sacramental de San Luis y San Miguel podemos situarla en la misma calle de Magallanes, sobre la altura de la de Fernando de los Ríos, llegando, casi desde la actual calle de Fernando el Católico, a la de Donoso Cortés, y quedando su fachada sobre la calle de Magallanes, llevaba sus tapias traseras a la línea por donde hoy corre la calle de Vallehermoso.
En 1846 se le hizo una reforma y ampliación, y su forma era la de un gran rectángulo, con dos pabellones salientes. Tenía una presuntuosa fachada de estilo clásico, y se podía colocar entre las mejores entonces existentes.
Trajo esta Sacramental a su cementerio, en 1848, el sepulcro de D. Joaquín Fonsdeviela, que estaba en la lado del Evangelio de la iglesia de la Trinidad (calle Atocha), salvando así de desaparecer con esa iglesia una obra escultórica, que los contemporáneo consideran como el mejor monumento funerario de Madrid, después del de Fernando VI, y cuyo paradero actual desconocemos aunque tenemos la creencia de que, perseguido por contrario destino, se perdió con la urbanización del camposanto.
Otra pieza salvada de la demolición de conventos por esta Cofradía era el retablo de la Capilla del cementerio, que no era sino el retablo mayor del Noviciado de la Compañía de Jesús de la calle Ancha de San Bernardo.
El cementerio fue cerrado el 1 de setiembre de 1884, y su solar fue el conocido en Madrid por el nombre de Campo de las Calaveras.
Cementerio de la Sacramental de la Iglesia Patriarcal.- En 1849 se inauguró este cementerio situado sobre la actual calle de Donoso Cortés, ligeramente remetido en la línea de la que hoy es calle de Magallanes. Llegaba, como los anteriores, hasta la calle de Vallehermoso.
Era pequeño y estaba formado por un solo patio, en el que, poco antes de su cierre en 1884, se colocó un ostentoso monumento levantado por pública suscripción a la memoria del poeta Quintana, que allí había recibido sepultura.
Hay datos y testigos presenciales que confirman que por premuras del contratista que se encargó de la saca de restos al urbanizar estos terrenos, no fue limpiada la fosa común que, con todo su contenido, debe estar dando base a las calles o casas que sobre ella tocara colocar. Y no debían ser pocos los cuerpos que en ella recibieron sepultura, ya que, por su jurisdicción, aquí se daba tierra a los soldados, que irían, en su mayoría, a esta todavía existente fosa común.
Cementerio de la Sacramental de San Martín y San Ildefonso.- No puede precisarse cuándo se formó la Cofradía Sacramental de la Iglesia de San Martín. La primera noticia de su existencia la tenemos cuando sus individuos apoyan a los frailes de ese convento (que estaba donde hoy la plaza de su nombre, junto a la de las Descalzas), en defensa de la Reina Doña Berenguela y su hijo, que había de ser el Rey San Fernando, acosados por la facción de los Laras. En este encuentro perecieron varios cofrades y frailes, entre ellos el Prior del Monasterio, y en su recuerdo se nombró de los Muertos, hasta el siglo XIX, una callecita desaparecida entre las Plazas de Trujillo y Navalón.
Reinando San Fernando, se dio en 1250, Ordenanza la Cofradía, que ha llegado hasta nuestra época.
Abrió su cementerio en 1848, situándolo detrás del Depósito de Aguas, aproximadamente donde hoy está la calle Rubio y Gali, sobre la actual calle del Lozoya, llegando hasta la de Blasco de Garay.
Estaba, pues, situado más al Norte y al Oeste que los que hemos venido recordando. También, por esta causa, fue el último en desaparecer. Sus cipreses humillaron sus copas al hacha del Madrid republicano y hambriento, y dieron calor, Dios sabe a qué pobre comida.
Lo formaban nueve patios cerrados por verjas con flameros, y era mayor que todos los de esta zona que hemos recordado. Sobre su tierra se ha construido el Estadio Municipal de Vallehermoso. Se ordenó su cierre el 1º de setiembre de 1884.
Cementerio de la Sacramental de San Salvador, San Nicolás y Hospital de la Pasión.- En el siglo XVII fue fundada esta Cofradía, que abrió su cementerio en 1825, y lo amplió y reformó en 1839. Fue José Alejandro el autor de la bella portada de este Camposanto, que mereció los honores de ser reproducida en una lámina del Seminario Pintoresco (núm. 43 del año 1839); pero tan bella obra se realizó con pobres materiales, y sus columnatas y estatuas tuvieron que ser retiradas, dejando lisa la fachada a la que, por su mal estado, ya no daban adorno.
Estaba el cementerio en la calle Méndez Álvaro, frente a la Estación del Mediodía, pasada la calle del Áncora y cortando la salida de la calle de Canarias.
En su entrada campeaba este terceto:
Templo de la verdad es el que miras;
no desoigas la voz con que te advierte,
que todo es ilusión, menos la muerte.
Pensamiento que parecía redondearse con el otro terceto que se colocó en la puerta de la capilla:
El supremo Hacedor, con mano fuerte,
al regio cetro y al cayado humilde
equilibra ante el trono de la muerte.
En el interior de esta capilla, y cerca del altar mayor, una lápida decía “Calderón de la Barca”. Junto a ella un retrato del poeta, pintado por Juan Alfaro en el siglo XVII, y que parece ser pintura de mérito, traída con dos lápidas desde la iglesia de El Salvador, que estaba en la calle Mayor, frente a la Plaza de la Villa, cuando se demolió el templo.
Tenía una de las lápidas en epitafio latino, y la otra era un recuerdo dedicado en 1862 al autor de los Autos Sacramentales por la “Venerable Congregación de San Pedro de Presbíteros Naturales de Madrid”, a la que el poeta perteneció en vida.
A espalda del retrato había una sala con una urna de cristales, cerrada con puerta de madera, en la que se guardaban los huesos de Calderón. Sobre la hornacina, donde estaba la urna se leían estos versos de Martínez de la Rosa:
Sol de la escena hispana sin segundo;
aquí Don Pedro Calderón reposa.
Paz y descanso ofrécele esta losa,
corona el cielo, admiración el mundo.
Se trajeron al cementerio de San Nicolás los restos de Calderón, desde la iglesia de las Calatravas, el domingo 18 de abril de 1841. El poeta había muerto en 1681, y recibió sepultura en la ya mencionada iglesia de El Salvador. Al desaparecer este cementerio, fueron trasladados, por la “Venerable Congregación de San Pedro de Presbíteros Naturales de Madrid” a su capilla, que es la actual parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, al final de la calle de San Bernardo.
Aquí se dio tierra al político Argüelles, muerto en 1844, tutor de Isabel II, y a quien ésta levantó un monumento, al que ya nos hemos referido al tratar de la tumba del extremeño Ayala, con la que tenía un gran parecido. Sin embargo, poco lució este monumento, porque en 1853 se construyó un panteón para Argüelles, Calatrava y Mendizábal, al que en 1864 se llevó a Muñoz Torrero y en 1874 a Olózaga. Era este panteón obra de Federico Aparisi, en forma de templete circular, adornado con estatuas alegóricas de la Pureza Administrativa (¿), de la Reforma Política y el Gobierno, obras de Sabino Medina, y coronado por una estatua de la Libertad, de Ponciano Ponzano. Los sepultados en este panteón pasaron, al desaparecer el cementerio, al de Hombres Ilustres, anexo a la Basílica de Atocha.
En este de San Nicolás fueron enterrados Larra y Espronceda, en los nichos 792 y 877, respectivamente, del primer patio, y que de allí fueron trasladados al Cementerio de San Justo, al panteón de que ya hicimos referencia.
Se cerró este cementerio en 1844.
Cementerio de la Sacramental de San Sebastián.- Inmediato al de San Nicolás estaba otro cementerio, que lucía el suntuoso panteón de D. Joaquín de Fagoaga. También se encerraron allí Martínez de la Rosa y el General Serrano, muerto en 1882.
Este cementerio, como todos los que estaban situados en esta parte del Manzanares, se cerró en 1844.
Hay a la entrada unas fotografias inmensas de los apostoles,¿Donde estan los originales?
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