martes

CASCANUECES

Cascanueces



Para María Sicilia Hernández



Decía mi maestro, que en el mundo de los sueños, todo puede ser posible, siempre que nosotros tengamos el corazón abierto y el alma predispuesta para aceptar el enigmático mensaje que se nos envía: todo el universo de la creación puede estar al alcance de nuestra mano y podemos escuchar el lenguaje que los animales y las plantas, nuestros hermanos y compañeros de viaje en este maravilloso mundo, nos envían.

Yo quiero contaros una pequeña historia que un día me ocurrió en mi taller mientras descansaba –¿soñando?–del esfuerzo de la jornada de trabajo.

Ocurrió que al cerrar mis ojos y mientras mi cabeza se inclinaba adormecida, creí escuchar unos tenues y tímidos susurros que provenían de entre los maderos y las tablas que en mi taller tenía preparados para el nuevo trabajo de la tarde.

Qué locura, estoy soñando –pensé en un principio–; pero no debía de serlo cuando en el duermevela de mi cansancio escuché nítidamente estas palabras:

- “Pregúntale tú”

- “No. No. Tú que eres más bella y más fina”.

En la clarividencia que me proporcionaba mi posible soñolencia, me di cuenta que quienes hablaban eran unos duros y añosos troncos y unas hermosas y pulidas tablas que yo había estado preparando durante la mañana. Entrando en el juego onírico de esta irrealidad soñada, les dije a ambos:

- “¿Qué es lo que queréis saber?”
-
- “Queremos saber cuál va a ser nuestro destino”.

- “Eso depende de vosotros: de vuestro tamaño, de vuestras cualidades, de vuestra dureza, de las betas que os adornan y de otras consideraciones que yo considere oportunas”.

Ante mis palabras, la que había tomado la misión de ser la portavoz, me fue explicando la causa de sus miedos:

“Somos maderas nacidas en Finlandia, en un pueblecito llamado Laaukaa; nacimos en un hermoso bosque y en él crecimos durante más de cien años. A lo largo de tan dilatado tiempo, muchas han sido las vicisitudes y los contratiempos que hemos vivido y que nos han hecho sufrir hasta llegar a este apartado lugar que ocupa tu taller.

Recuerdo el año en que por primera vez nos quisieron arrancar y llevarnos a casas donde moríamos de sed lentamente mientras los dueños, sin apenas mirarnos, se divertían alegremente. Cuando terminaban las fiestas, a algunos nos tiraban directamente a la basura; a otros nos despiezaban y nos quemaban en las mismas salas que momentos antes habíamos adornado, mientras los niños reían alborotados frente a las lágrimas de nuestras chispeantes brasas. Los más afortunados eran trasplantados en los jardines particulares, pero pocos, muy pocos llegaban a sobrevivir fuera de su entorno.

Cuando crecíamos lo suficiente y no valíamos para árbol de Navidad, pasábamos años viendo como nuestros hermanos más pequeños seguían padeciendo nuestra misma historia, año tras año, mientras nosotros esperábamos impaciente un futuro incierto.

Los veranos eran nuestro verdadero calvario. El peligro nos venía por parte del fuego, y no porque nos cortaran las ramas para encenderlo, sino por el poco cuidado de los hombres en sus enloquecidas fiestas que dejaban sin apagar las hogueras y sin ningún tipo de preocupación marchaban en sus raudos automóviles, dejándonos frente al peligro de una ráfaga de viento que lo reavivara y ardiéramos como teas. Cuántos queridos y hermosos amigos se han perdido por causa del fuego.

Algunos hombres, a escondidas, nos cortaban fuera de tiempo –ellos les llaman furtivos–, que aún siendo malos, no son los peores, pues los hay que en nombre de lo que ellos llaman “civilización”, nos talan a millares, nos colocan en doble hilera después de habernos tenido sumergidos en una pasta negra y nauseabunda, y nos clavan con fuerte anclaje a unos hierros por donde, raudos, pasan unos cacharros metálicos, enloquecidos y humeantes, que lo mismo van furiosos hacia la izquierda que vuelven chirriantes y sin control hacia la izquierda, en un vaivén para nosotros sin sentido.

Que distinto es cuando, en el bosque, el hombre camina por los senderos y entre nuestros troncos y al amparo de nuestra sombra protectora, disfruta de la Naturaleza, respirando el aire perfumado de los prados y escuchando la sinfonía incompleta de los pájaros.

Pero voy a seguir con nuestra historia. Pasaron cerca de cien años de maravillosa comunión con el entorno, cuando un aciago día, otros hombres se presentaron en el bosque con horrendas máquinas que hacían un ruido infernal, y uno a uno, sin ningún tipo de respeto, nos fueron cortando a todos.

Frente a nuestro dolor –¿quiénes dicen que las plantas no sufrimos?–, oíamos como nos iban adjudicando un destino: “éstos para papel”, “éstos otros tan robustos para madera”, “éstos no, éstos tan leñosos, directamente para leña”. Y así, de esta forma tan despiadada y simple, nos fueron señalando cuál iba a ser nuestro futuro.

Los que iban a ser destinados a papel, presumían orgullosos: “Seremos inmortales; con nosotros harán libros de Historia y reposaremos en la librería de de una casa de gente culta”. “Yo seré esa librería que te sostendrá” –exclamó un centenario roble de perfumada madera–. Otros, por el contrario, sorbían sus lágrimas mientras exclamaban apesadumbrados: “nosotros arderemos, pues no valemos nada”. Entre el reír de unos y el llorar y lamentarse de los demás, nosotros esperábamos impacientes saber nuestro incierto destino.

Un día, cuando ya no esperábamos más que el lento paso del tiempo que nos llevaría a pudrirnos y ser pacto de los insectos sin haber podido tener ni la humilde oportunidad de calentar una estufa en el más humilde de los hogares, se presentó un enorme camión que nos trasladó a un destartalado aserradero. Pero fueron momentos de alegría: “que bien –nos dijimos–, seremos útiles”.

Mas el destino, que juega su partida sin contar con nosotros, nos tenía deparado un futuro extraño: Nos convirtieron en burdas tablas, nos enlazaron y nos cosieron con fuertes clavos para tenernos muy juntas y no nos pudiéramos separar… ¿En qué nos habíamos convertido? –nos preguntábamos entre sí. La voz ronca de uno de los obreros nos dio la respuestas: “… llevaros estos palees ya terminados que nos falta sitio…” ¡Palees, nos habían convertido en útiles pero rústicos palees para transportar mercancías, que más tarde o más tempranos acabaríamos siendo pasto de las llamas. “¡El fuego –pensamos– siempre el fuego persiguiéndonos desde nuestra lejana infancia…!”

Llegó el gran día; nos echaron encima unas enormes cajas, nos pusieron en militares filas, nos acoplaron en camiones y… ¡a viajar!

No fue tan hermoso como habíamos soñado. Cien años de crecimiento son demasiados años para contentarnos con un viaje tan corto como ajetreado por carreteras de varios países europeos. Cuando la luz entró nuevamente por el postillón trasero del camión, conocimos nuestro destino: el almacén de una imprenta en un país lleno de sol y con un cielo muy hermoso y azul. “Que suerte –nos dijimos– esta luz y este sol maravilloso nos hará olvidar de dónde venimos, si es que tenemos la suerte de quedarnos”.
La voz fría y dura del encargado nos sobrecogió nuevamente: “Los palees que vengan rotos o no estén homologados, apartarlos para el fuego”. ¡El fuego…! Nuevamente la terrible palabra sobre nuestros destinos.

Entonces apareciste tú, quien cuidadosamente fuiste apartando una a una las tablas, nos metiste en tu furgoneta y nos llevaste a tu casa. Y aquí estamos esperando saber cuál va a ser nuestro futuro…”

¿Sueño…? ¿Realidad…? ¡Qué más da! Recuerdo perfectamente cuál fue mi respuesta a estas preguntas: “Yo soy un artesano. Con mis manos y vuestro cuerpo hago muchas y hermosas piezas para otros hombres. Todas me sois útiles. Yo os quito lo que considero que os sobra, o añado lo que considero necesario para que seáis piezas únicas, diferentes, pero siempre bellas… Vosotras… por ejemplo… seréis… ¡Cascanueces!”



Ricardo Hernández Megías. Enero de 2010.

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