lunes

TRUJILLO


Son las ocho de la mañana de un lluvioso día de primavera, cuando me dispongo a salir desde Madrid hacia Extremadura, y más concretamente hacia la ciudad de Trujillo, donde los bibliófilos extremeños celebramos anualmente nuestro encuentro, que en esta ocasión alcanzará su décimos aniversario.

He querido invitar para tan importante ocasión a nuestro compañero y amigo Rufino Carrero, sabedor de que su conocida sensibilidad artística y su insaciable curiosidad por la fotografía, quedarían ampliamente saciadas en la visita a tan ilustre ciudad.

La mañana es fría, desapacible, como corresponde a los primeros días de un Abril lluvioso, con un tímido sol primerizo que enmaraña sus rayos en el sucio ambiente madrileño. En una ciudad como Madrid, la salida del sol es un fenómeno intrascendente, alejado de cualquier estampa romántica o costumbrista; muchos madrileños vemos salir el disco solar por entre los humos de las fábricas en los polígonos industriales que rodean a la gran ciudad, cuando ya llevamos algunos minutos en el “tajo”.

A la pereza de madrugar o a lo largo del viaje, se sobrepone ese ansiado y siempre querido retorno a Extremadura, mi tierra. Ciento de veces he hecho este camino en mis más de treinta años, desde que en un viejo tren llegué a la estación del Mediodía y siempre he sentido dentro de mí ser la misma llamada de la tierra, haciendo gozoso lo que pudieran ser inconvenientes.

Con estos pensamientos, haciendo planes y previsión del poco tiempo que da de sí un viaje tan apresurado, sin darnos cuenta, nos vamos alejando por entre “ciudades dormitorio”, para ir alcanzando la carretera general, conforme el disco solar remonta altura y el aire o el cielo se van transformando por la acción de la luz, y se van borrando los últimos jirones de sombras o de polución.

La carretera nos va acercando, al paso raudo de mi automóvil, a un paisaje de campos labrados, reverdecidos por las últimas lluvias primaverales de Abril, en donde pastan por entre las primeras encinas que diviso, algunos animales “de carne”. De vez en vez asoman a lo lejos -la autopista circunvala alejando- , los caseríos de algunos pueblos de los que sobresale la espadaña de su iglesia o los torreones de algún castillo medieval, tan frecuentes en la zona de La Mancha.

Hace pocos años, para alcanzar llegar a Extremadura, como si de un peaje se tratara, había que “sufrir” la subida del Puerto de Miravete; hoy, con más comodidad, la puerta de entrada la constituye el túnel que cercano al puerto abre sus ojos luminosos por dentro de las entrañas rocosas.

Vayas por donde quieras –puerto o túnel- el resultado es el mismo: Extremadura te recibe con sus anchurosos espacios verdes, profundos, donde como dibujadas por magistrales pinceles, se destacan las figuras de las arrogantes y hermosas encinas. Un cielo azul, muy alto, y un aire limpio que trae a mis pulmones el nunca olvidado olor de la jara en flor, hacen que pise sin darme cuenta el acelerador de la máquina.

Ya todo es distinto. Mi cansancio desaparece; hay una llamada silenciosa de la tierra que sólo el alma del viajero es capaz de sentir; el campo es hermoso a un lado y a otro de la carretera; las dehesas, ahora resplandecientes como consecuencias de las tan añoradas lluvias primaverales, se van tornasolando con los distintos tonos del verde de los pastos en los que destacan algunas flores de temporada o en donde se desparraman los flecos de las hermosas retamas.

Un viento mañanero acaricia y se pasea por entre las ramas de las tupidas y cargadas encinas que, pienso yo, se inclinan a nuestro paso como queriéndonos saludar al haberme reconocido. Si levantamos los ojos al cielo, podremos ver grupos numerosos de aves trasladándose a sus comederos, una vez que han hecho de esta tierra su definitivo hábitat, no queriendo, pesarosas, abandonar este paraíso natural. Más tranquilos, sabiéndose dueños de los cielos donde habitan desde siempre, el majestuoso vuelo de los milanos entretiene nuestro camino cuando nos acercamos a los roquedales en los que se alza soberbia y gran señora, la ciudad de Trujillo.

¡Trujillo! Decir este nombre cuando a lo lejos y sobre la línea del infinito horizonte del paisaje extremeño vemos aparecer sobre un promontorio el contorno de la ciudad defendida por los recios muros de su fortaleza árabe y festoneada por las numerosas espadañas de sus incontables iglesias o conventos, es como regresar bruscamente y sin tiempo para amoldarse a la nueva situación, a una época perdida en la Historia, en donde el eco de las glorias guerreras de sus moradores y la importancia de la epopeya de la conquista de un nuevo Continente, ha dejado a la ciudad “sembrada” de fastuosos palacios medievales, en cuyos fachadas y dándole brillo, aparecen los numerosos escudos blasonados de la más rancia nobleza castellanas del siglo XVI.

El primer encuentro con este mundo perdido en la Historia, y aún sin dejar la carretera que nos acerca a la ciudad, es el rollo granítico del siglo XV, fiel testigo del tiempo en el que la Iglesia y su brazo armado la Inquisición, imponían su autoridad sobre una población de siervos y vasallos.

Conforme subimos por sus estrechas calles empedradas hacia la Plaza Mayor, el rótulo de las mismas nos van haciendo retroceder en la Historia de la ciudad: calle de la Sangre, Judería, Almenas, Zurradores, o nos señalan la ubicación de palacios, casa solariegas, conventos o iglesias que en ellas existen o existieron en tiempos pasados: calle de Santa María, San Pedro, Santa Clara, Alvarado, García de Paredes, etc.

Trujillo es una hermosa ciudad cuyos orígenes se pierden en el más remoto de los pasados, presidida por un magnífico y bien conservado castillo o fortaleza de origen árabe, en cuyo trazado urbano nos encontraremos numerosos palacios, casas fuertes, casas fortalezas o alcázares pertenecientes a la nobleza castellana que conquistó la ciudad en tiempos del rey de Castilla Alfonso VIII (1232) y por cuyos apellidos se las conoce: Bejarano, Escobar, Lorenzana, Chaves, Altamirano, Hinojosa, Solís, Rol-Zárate y Zúñiga, Orellana, Pizarro, Vargas, etc., por nombrar algunos de los más conocidos.

También podemos encontrar en nuestro paseo por la ciudad importantes templos, como la Iglesia de Santa María la Mayor, su templo más antiguo, de cuyo conjunto monumental sobresale su incomparable torre románica, y en cuyo interior reposan los restos mortales de algunos conquistadores del Nuevo Continente, hijos de tan ilustre ciudad: Orellana, Vargas, García de Paredes. etc., o las iglesias de Santiago, San Martín, de la Sangre, etc.

Como es de suponer, junto a tan importantes palacios de hombres de la guerra, coexisten numerosos conventos (a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César), algunos hoy reconvertidos en Parador Nacional o en Hotel de lujo, cuyos toques de oración todavía se pueden escuchar durante el deambular del asombrado viajero por sus empedradas y estrechas calles, camino de la Plaza Mayor.

Si el paseo por sus calles nos ha llenado de asombro por la calidad y belleza de sus palacios o la reciedumbre de los muros de sus conventos e iglesias, llegar a su Plaza Mayor y girarnos alrededor de su irregular perímetro, es alcanzar un placer infinito, ante tanta maravilla como ésta nos ofrece.

En ella se conserva el más impresionante edificio que ojo humano pueda observar, tallados sus muros por los mejores cinceles de la época, y cuyos adornos, también en piedra tallada, le confieren un contorno irreal y mágico; un impresionante escudo, bordado más que esculpido, en la esquina que da a la Plaza, nos señala la importancia y la riqueza de quienes lo mandaron construir: nos referimos al Palacio del marqués de la Conquista, descendiente directo de Pizarro, conquistador de Perú, e hijo ilustre de esta hermosa ciudad.

De no tan exultante belleza arquitectónica pero de magnífica traza podemos observar en la citada Plaza numerosos palacios con sus fachadas originales, aunque reconstruidas, hoy reconvertidos en edificios públicos u hoteleros, para el disfrute y solaz del viajero sediento, entre los que destacan por su originales arquitecturas, los Palacios de Piedras Albas y el de los condes de San Carlos.

Una grandiosa estatua ecuestre de Francisco Pizarro, en bronce, donada a la ciudad por su escultor, el norteamericano Carlos Rumsey, en cuyo pedestal se enmarca frente a la fachada de la Iglesia de San Martín con sus dos torres disparejas –una desmochada, la otra, coronada por infinidad de nidos de cigüeñas como un signo más de la identidad de Extremadura- dan un punto de modernidad en el conjunto monumental de la Plaza.

Si queremos subir al castillo o fortaleza árabe, que como ciclópeo conjunto granítico corona al montículo donde se asienta la ciudad, habremos de traspasar una de las puertas más antiguas de la antigua ciudad amurallada: la Puerta de Santiago, adosada al Alcázar de los Chaves, único bastión que conserva en toda la ciudad e incluso en toda la comarca, sus torres sin desmochar, como reconocimiento de los Reyes Católicos a los servicios y obediencia de la familia que lo habitaba.

Esta historia de las torres desmochadas en toda la provincia de Extremadura, merece la pena contarse por su curiosidad y por su significación histórica. Efectivamente, el viajero que recorra Extremadura, podrá observar que en sus ciudades más importantes, Cáceres, Plasencia, Coria, Trujillo…, todas las numerosas torres de las magníficas e importantes casas fortalezas, alcázares o palacios, están truncadas por el efecto demoledor de la piqueta. La historia es la siguiente:

Siendo estas ciudades antes nombradas, sedes de las familias de más rancia nobleza y estando dichas familias en constantes enfrentamientos cainitas entre sí, y todas ellas frente a la Corona a la que prestaban sus servicios de armas cuando les convenía, pero sin acatar en ningún momento la autoridad Real, numerosos son los episodios de sangre y venganzas, algunos verdaderamente espeluznantes, que los cronistas de la época nos han dejado relatados.

La soberbia de dichos señores de la nobleza castellana –también de su riqueza-, quedaba reflejada en la importancia de sus ejércitos y en la magnificencia de sus residencias, destacando, como señal de la mayor importancia de la misma, su torre del homenaje, que más bien servía en muchos casos como torre fortaleza desde donde se defendían de la acometividad de sus enemigos, atacando desde sus almenadas e indestructibles posiciones.

La llegada de los Reyes Católicos y la unificación en sus personas de todos los reinos existentes en la península bajo una misma autoridad Real, cambió completamente el juego de fuerzas que la Nobleza mantenía con la Corona, de tal suerte, que como medida de acatamiento y obediencia a los nuevos Soberanos y como castigo a su innoble proceder de tantos años, mandaron que todas las torres fueran demolidas a la altura de las espadañas de las iglesias más cercanas, en una clara advertencia al acatamiento a los dos únicos poderes permitidos: el suyo, como Reyes de toda España, y el de la Iglesia, como poder omnipotente del Creador.

Y aquí dejamos el relato de la visita a tan hermosa ciudad, no sin advertir al viajero, que sería interminable el relato de tantas bellezas como ésta encierra, y que dejamos que la sensibilidad de cada viajero lo arrastre por el camino deseado.

Terminar diciendo, que son numerosos y de buena calidad los lugares donde poder degustar la gastronomía de la región, bastante desconocida pero muy rica tanto en su variedad como en su calidad, así como que sería un pecado imperdonable el no libar los excelentes caldos de la comarca, desde hace ya algunos años bajo la denominación de origen de “Ribera del Guadiana”.




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