martes

COMO PAÑUELOS NEGROS AL VIENTO

Son las siete de la mañana de un primaveral y lluvioso día de junio cuando comienzo mi jornada de trabajo; la rutina diaria prevalece sobre mis adormecidos sentidos y tan solo las charletas de los compañeros alrededor de la máquina de café levantan mi ánimo.

Estoy sentado junto a mi mesa de trabajo y no encuentro motivación en mi quehacer diario. Por eso mis ojos y mi mente traspasan las grandes vidrieras y se posan en los árboles del pequeño jardín, que frente a mí, despliegan su hermosura después de las últimas lluvias y ofrecen a mis ojos una considerable variedad de tonos verdes que la luz de la mañana tornasola y aviva, haciendo que despierten mis sentidos: moreras, árboles del cielo, chopos blancos que como obedientes centinelas se enfilan respetuosos hacia la salida, un enorme cedro donde anidan las torcaces, la hermosa glicinia que aún se adorna y llora sus racimos de flores de color lila, los recortados setos que encierran y delimitan el pequeño museo al aire libre de lo que en otros tiempos ya lejanos fueron las maquinarias de la Imprenta y que hoy son objetos de curiosidad para los escolares que nos visitan; y arbustos varios de flores y olores múltiples, que diariamente se nos escapan a nuestras miradas cotidianas: tomillo, romero, el hermoso lauro recortado por la sabia y experta mano del jardinero, las silvestres parras, el rosal de la pasión florecido, durillos, espinos de flor, forsitias que vierten su oro, adelfas carolinas de variados colores, lirios…. Y rosas, muchas rosas que el viento y la lluvia han ajado sus pétalos que duermen su temprana muerte sobre el tupido césped.

El hombre capitalino ha perdido su sensibilidad ante la naturaleza y no es capaz de encontrar estos pequeños tesoros dispersos en plazuelas, patios y descampados, donde la mano del hombre depredador no ha impuesto aún su brusco criterio. Es incapaz de ver, que en las condiciones más adversas, como pueda serlo un polígono industrial de una gran ciudad, todo lo que le rodea está lleno de vida, animal o vegetal, que crece y se desarrolla espontáneamente y fuera de su alcance.
Esto es lo que observa el escéptico espectador cuando sus ojos se fijan más detenidamente en la frondosa y tupida morera blanca que ha visto nacer y crecer de manera natural entre los domeñados y recortados setos y entre cuyas ramas ve moverse por entre las primeras luces de la mañana infinidad de pequeños cuerpos negros que la tienen por despensa y cobijo. Son los tordos o estorninos que como diminutas flechas o suaves pañuelos de brillante seda, vuelan desde sus nidos en los cercanos tejados, para recoger su diaria cosecha de dulces moras blancas, y volver con una en su pico para alimentar a sus polluelos recién nacidos en esta época del año.
Más escandalosos y ágiles en sus vuelos, los gorriones en celo disputan su espacio y sus hembras para, finalmente, recogerse entre las grietas y techados de la fábrica. Más sosegados y tranquilos, los mirlos picotean en el húmedo césped para arrancarle alguna lombriz que llevar a sus nidos ocultos entre las ramas del tupido seto de boj o en las profundidades del impenetrable lauro.
En las altas ramas de las copas arbóreas, algunas parejas de torcaces intentan mantener el equilibrio mientras se aprovisionan del apetecible fruto.

Y el hombre, con una sonrisa de satisfacción y un mucho de envidia, se inclina sobre su trabajo a la espera de su ansiada libertad, buscando, como las aves, regresar a su nido.


Ricardo Hernández Megías. Abril 2007.

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