El viajero ha conocido muchas ciudades y tiene sobre ellas una teoría. Piensa, que las ciudades y las personas adolecen de las mismas virtudes, así como de los mismos defectos.
El viajero sabe que algunas ciudades son arrogantes, vanidosas, soberbias, coquetas y que cuando uno se va acercando a ellas, ve desplegarse en el horizonte ese peculiar sentido de la autoafirmación: saben que son hermosas y lo pregonan desde la lejanía.
Por el contrario, hay otras ciudades que te reciben humildes, calladas, como queriendo preservar su inalterable intimidad.
El viajero se ha dado cuenta que, aún desde lejos, quieren pasar como desapercibidas, recoletas, haciendo un guiño sólo a los iniciados, y como negándose a recibir al turista ocasional, bullanguero y zafio.
El viajero se ha acercado esta vez a Guadalajara, la ciudad alcarreña, y ha percibido esta segunda sensación. Una vía rápida la circunvala, como queriendo alejar al buscador de sensaciones fuertes, al dominguero.
Pero el viajero no ha querido pasar esta vez de largo y, a conciencia, se ha adentrado en la vieja ciudad, encontrándose y rememorando su juventud provinciana, apacible, soñadora.
Ha recorrido el visitante el hermoso bulevar que le acerca al centro de la ciudad y ha recordado su niñez en otras tierras muy lejanas, hacia el sur. Una penumbra acogedora cobija a los paseantes a estas horas de la tarde, la mayoría de ellos personas mayores en el diario paseo vespertino, y observa que todos se saludan con afecto, con familiaridad, con respeto.
Muy despacio, el paseante va saboreando viejos olores reencontrados en sus jardines y un olor tenue y limpio de rosas primaverales le ayuda a hacer muy corto el camino.
Dos plazuelas disparejas forman una sola: Santo Domingo. La pequeña, conservando todo su encanto de antaño, contiene la pequeña iglesia de San Ginés; en la grande, dándole la contrarréplica a la anterior, se levantan unos horrorosos almacenes que ofenden la mirada del curioso. No hay derecho a romper la armonía arquitectónica de esta hermosa ciudad con engendros tan monstruosos como éste. Pero así es el mundo que poco a poco nos va envolviendo.
De esta plaza arranca la Calle Mayor, con sus caserones dieciochescos, pretenciosos y en otros tiempos hogares de una burguesía campesina y acaudalada. Hoy solo son el recuerdo de un tiempo ya pasado, dando paso al devenir de los tiempos nuevos, donde proliferan lujosas tiendas de moda y donde el gusto de los nuevos dueños han acertado, con más o menos suerte, en el conjunto armónico de la calle. No, desde luego, en las fachadas de dos o tres Bancos que el viajero observa en su recorrido por ella, verdaderos disparates de un mal gusto corrosivo que señalan muy a las claras la vulgaridad y las ansias de especulación de sus propietarios.
Pero no todo está perdido. En su caminar, el viajero se ha encontrado con un ensanche, una nueva plazuela pretenciosa y coqueta: La Plaza del Jardincillo, donde una pequeña fuente con un Neptuno de mármol hace sonar la deliciosa música de sus chorros. Unos cuantos árboles frondosos dan colorido al entorno y en sus alcorques descansan y se refugian del calor unos ancianos dándose charletas, mientras que un cura de mediana edad, gordo y sudoroso los mira sin atreverse a intervenir. Frente a la plazuela, la fachada de otra pequeña iglesia con su humilde campanil: San Nicolás.
El viajero ha continuado Calle Mayor abajo para comprobar que ésta ha dejado de ser peatonal, al mismo tiempo que los locales comerciales van dejando de ser pretenciosos, convirtiéndose éstos en humildes y abarrotadas tiendas familiares.
Una nueva y amplia plaza hace al visitante detenerse para saborear, con sensaciones contrapuestas, el panorama. Plaza porticada y de sabor añejo, mantiene la inmensa mayoría de sus enormes edificios con sus puertas cerradas y en estado de semi ruinas. Lástima que un cuadro tan castellano pueda desaparecer. El único edificio restaurado es el del Ayuntamiento. ¡Dios nos coja confesado! O por lo menos tendría que haberse confesado el autor de semejante pecado.
Huyendo de la visión recorro cuesta abajo lo que se vislumbra del resto de la calle y cuando parece que voy a salir a los arrabales de la ciudad ¡¡MILAGRO!! Sí, así, con mayúscula. El viajero no puede dar crédito a lo que ven sus ojos. No es posible semejante belleza en una ciudad aparentemente sencilla y pueblerina.
El viajero abre los ojos y el corazón ante semejante hallazgo. Ha encontrado un palacio de oro que a estas horas de la tarde y con el sol empezando a declinar en el horizonte, brilla y refulge con sus rayos cegadores encendiendo el hermoso edificio.
No exagero, amigo lector. Esa es la primera sensación que el viajero siente al contemplar el Palacio de los Duques del Infantado. Si me acompañáis, vamos a conocer un poco la historia de este hermoso palacio y la de sus antiguos moradores.
Se sabe que en el lugar que hoy ocupa el actual Palacio, anteriormente se levantó otro primitivo que se comenzó a construir sobre el año 1376 por orden de don Pero González de Mendoza, hijo de don Gonzalo Yáñez de Mendoza, Montero Mayor del rey Alfonso XI.
Poco más se sabe de esta primera edificación, no habiendo llegado hasta nosotros ninguna reseña ni dibujo que nos lo muestre.
Al morir don Pero González de Mendoza en la batalla de Aljubarrota, en el año 1385, su hijo, don Diego Hurtado de Mendoza, Almirante de Castilla, continúa las obras de su padre, una vez terminados los años inquietos de guerras al servicio de Enrique III.
Muerto don Diego, su hijo don Iñigo López de Mendoza, futuro primer marqués de Santillana: “hombre eminente en las Letras, las Armas y la Política, amante de las Artes, muy dado a la construcción de edificios, engrandecedor de los bienes y títulos nobiliarios de su Casa y fervoroso amador de Guadalajara”, donde nació por casualidad, pero donde residió siempre que le dejaron libre sus múltiples quehaceres y donde expiró en el año de 1458.
También la ajetreada juventud de don Iñigo fue obstáculo para dar fin a las obras en este primer palacio de los Mendoza alcarreños, acabado al fin por el simpático magnate que edificó de nueva planta el bello castillo del Real de Manzanares, la muralla de su villa de Hita y el Hospital de Buitrago, además de proseguir y casi terminar la hermosa iglesia conventual de San Francisco de Guadalajara, panteón de la familia Mendoza.
Muy poco se sabe, como hemos dicho anteriormente, de este primitivo palacio elogiado por el barón de Romistal, quien lo visitó en 1466.
En este palacio casi desconocido de los opulentos Mendoza alcarreños, se celebró en diciembre de 1436 la boda de don Diego, futuro II marqués de Santillana y I duque del Infantado, con doña Brígida de Luna, hospedándose allí el rey Juan II; recogió el postrer suspiro del ilustre autor de las “Serradillas”; fue testigo del brillantísimo matrimonio de don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque con la hija del II marqués, en el año 1462, siendo los padrinos los reyes don Enrique y doña Juana (según las malas lenguas amancebada con el novio), y en marzo de 1473, tuvo por huésped al cardenal legado Rodrigo Borgia, llamado Alejandro VI cuando alcanzó la silla de Roma.
El nuevo Palacio del Infantado.- El desenfrenado amor por la magnificencia ostentosa constituyó una de las más importantes facetas de la personalidad de los Mendoza alcarreños del siglo XV, personalidad heredada por los duques del Infantado en el siglo XVI, originando despilfarros que los llevaron al borde de la ruina, y por fin a la ruina misma en el siglo XIX, a sus remotos sucesores los duques de Osuna.
Dos personajes de la época a la que me refiero se distinguieron, principalmente por su trato íntimo, amable y sencillo, como por la pasión irresistible hacia el boato extraordinario que pusiera de relieve lo distinguido de su alcurnia. Estos dos personajes fueron el gran cardenal don Pedro González de Mendoza, quinto hijo del I marqués de Santillana y su sobrino don Iñigo López de Mendoza, II marqués del Infantado, quien lo reverenciaba.
Antes de derribar el antiguo palacio, don Iñigo López de Mendoza, entre otras viviendas, prefirió vivir con su familia en el castillo del Real de Manzanares, no sin antes ampliarlo y embellecerlo con la galería sobre el adarve que luego serviría de inspiración y casi de modelo a la que corona el palacio arriacense. Estas mejoras se hicieron sobre 1478-1480, años en los que ya estaría construida la fachada principal del edificio de Guadalajara.
Para no alargar este trabajo que cansaría al lector, señalar que después de varias reformas y contrarreformas más o menos afortunadas, el palacio fue abandonado por sus propietarios cuando la ruina económica los fue alejando de la ciudad y que para colmo de los males para el bello edificio, durante la guerra civil de 1936-39 fue bombardeado y arrasado por la aviación franquista en su avance hacia Madrid, destruyendo en su totalidad los artesonados mudéjares, así como numerosísimas obras de arte que todavía encerraba en su interior.
Después de muchos años de olvido y casi de desaparición por los continuos saqueos, en 1961, la Dirección General de Bellas Artes, ante las clamorosas peticiones de alcarreños ilustres como el doctor Layna (a quien le debemos estos apuntes), comienza su recuperación y hoy día, afortunadamente podemos contemplar este maravilloso palacio al que se le ha dado una utilidad pública, orgullo de todos los alcarreños que lo sienten como cosa propia. En su interior se alberga la Biblioteca Pública Provincial, el Archivo Histórico Provincial y el Museo Provincial de Bellas Artes, al mismo tiempo que en su “patio de los leones” se ofrecen conciertos musicales, representaciones teatrales, etc.
El viajero sabe que algunas ciudades son arrogantes, vanidosas, soberbias, coquetas y que cuando uno se va acercando a ellas, ve desplegarse en el horizonte ese peculiar sentido de la autoafirmación: saben que son hermosas y lo pregonan desde la lejanía.
Por el contrario, hay otras ciudades que te reciben humildes, calladas, como queriendo preservar su inalterable intimidad.
El viajero se ha dado cuenta que, aún desde lejos, quieren pasar como desapercibidas, recoletas, haciendo un guiño sólo a los iniciados, y como negándose a recibir al turista ocasional, bullanguero y zafio.
El viajero se ha acercado esta vez a Guadalajara, la ciudad alcarreña, y ha percibido esta segunda sensación. Una vía rápida la circunvala, como queriendo alejar al buscador de sensaciones fuertes, al dominguero.
Pero el viajero no ha querido pasar esta vez de largo y, a conciencia, se ha adentrado en la vieja ciudad, encontrándose y rememorando su juventud provinciana, apacible, soñadora.
Ha recorrido el visitante el hermoso bulevar que le acerca al centro de la ciudad y ha recordado su niñez en otras tierras muy lejanas, hacia el sur. Una penumbra acogedora cobija a los paseantes a estas horas de la tarde, la mayoría de ellos personas mayores en el diario paseo vespertino, y observa que todos se saludan con afecto, con familiaridad, con respeto.
Muy despacio, el paseante va saboreando viejos olores reencontrados en sus jardines y un olor tenue y limpio de rosas primaverales le ayuda a hacer muy corto el camino.
Dos plazuelas disparejas forman una sola: Santo Domingo. La pequeña, conservando todo su encanto de antaño, contiene la pequeña iglesia de San Ginés; en la grande, dándole la contrarréplica a la anterior, se levantan unos horrorosos almacenes que ofenden la mirada del curioso. No hay derecho a romper la armonía arquitectónica de esta hermosa ciudad con engendros tan monstruosos como éste. Pero así es el mundo que poco a poco nos va envolviendo.
De esta plaza arranca la Calle Mayor, con sus caserones dieciochescos, pretenciosos y en otros tiempos hogares de una burguesía campesina y acaudalada. Hoy solo son el recuerdo de un tiempo ya pasado, dando paso al devenir de los tiempos nuevos, donde proliferan lujosas tiendas de moda y donde el gusto de los nuevos dueños han acertado, con más o menos suerte, en el conjunto armónico de la calle. No, desde luego, en las fachadas de dos o tres Bancos que el viajero observa en su recorrido por ella, verdaderos disparates de un mal gusto corrosivo que señalan muy a las claras la vulgaridad y las ansias de especulación de sus propietarios.
Pero no todo está perdido. En su caminar, el viajero se ha encontrado con un ensanche, una nueva plazuela pretenciosa y coqueta: La Plaza del Jardincillo, donde una pequeña fuente con un Neptuno de mármol hace sonar la deliciosa música de sus chorros. Unos cuantos árboles frondosos dan colorido al entorno y en sus alcorques descansan y se refugian del calor unos ancianos dándose charletas, mientras que un cura de mediana edad, gordo y sudoroso los mira sin atreverse a intervenir. Frente a la plazuela, la fachada de otra pequeña iglesia con su humilde campanil: San Nicolás.
El viajero ha continuado Calle Mayor abajo para comprobar que ésta ha dejado de ser peatonal, al mismo tiempo que los locales comerciales van dejando de ser pretenciosos, convirtiéndose éstos en humildes y abarrotadas tiendas familiares.
Una nueva y amplia plaza hace al visitante detenerse para saborear, con sensaciones contrapuestas, el panorama. Plaza porticada y de sabor añejo, mantiene la inmensa mayoría de sus enormes edificios con sus puertas cerradas y en estado de semi ruinas. Lástima que un cuadro tan castellano pueda desaparecer. El único edificio restaurado es el del Ayuntamiento. ¡Dios nos coja confesado! O por lo menos tendría que haberse confesado el autor de semejante pecado.
Huyendo de la visión recorro cuesta abajo lo que se vislumbra del resto de la calle y cuando parece que voy a salir a los arrabales de la ciudad ¡¡MILAGRO!! Sí, así, con mayúscula. El viajero no puede dar crédito a lo que ven sus ojos. No es posible semejante belleza en una ciudad aparentemente sencilla y pueblerina.
El viajero abre los ojos y el corazón ante semejante hallazgo. Ha encontrado un palacio de oro que a estas horas de la tarde y con el sol empezando a declinar en el horizonte, brilla y refulge con sus rayos cegadores encendiendo el hermoso edificio.
No exagero, amigo lector. Esa es la primera sensación que el viajero siente al contemplar el Palacio de los Duques del Infantado. Si me acompañáis, vamos a conocer un poco la historia de este hermoso palacio y la de sus antiguos moradores.
Se sabe que en el lugar que hoy ocupa el actual Palacio, anteriormente se levantó otro primitivo que se comenzó a construir sobre el año 1376 por orden de don Pero González de Mendoza, hijo de don Gonzalo Yáñez de Mendoza, Montero Mayor del rey Alfonso XI.
Poco más se sabe de esta primera edificación, no habiendo llegado hasta nosotros ninguna reseña ni dibujo que nos lo muestre.
Al morir don Pero González de Mendoza en la batalla de Aljubarrota, en el año 1385, su hijo, don Diego Hurtado de Mendoza, Almirante de Castilla, continúa las obras de su padre, una vez terminados los años inquietos de guerras al servicio de Enrique III.
Muerto don Diego, su hijo don Iñigo López de Mendoza, futuro primer marqués de Santillana: “hombre eminente en las Letras, las Armas y la Política, amante de las Artes, muy dado a la construcción de edificios, engrandecedor de los bienes y títulos nobiliarios de su Casa y fervoroso amador de Guadalajara”, donde nació por casualidad, pero donde residió siempre que le dejaron libre sus múltiples quehaceres y donde expiró en el año de 1458.
También la ajetreada juventud de don Iñigo fue obstáculo para dar fin a las obras en este primer palacio de los Mendoza alcarreños, acabado al fin por el simpático magnate que edificó de nueva planta el bello castillo del Real de Manzanares, la muralla de su villa de Hita y el Hospital de Buitrago, además de proseguir y casi terminar la hermosa iglesia conventual de San Francisco de Guadalajara, panteón de la familia Mendoza.
Muy poco se sabe, como hemos dicho anteriormente, de este primitivo palacio elogiado por el barón de Romistal, quien lo visitó en 1466.
En este palacio casi desconocido de los opulentos Mendoza alcarreños, se celebró en diciembre de 1436 la boda de don Diego, futuro II marqués de Santillana y I duque del Infantado, con doña Brígida de Luna, hospedándose allí el rey Juan II; recogió el postrer suspiro del ilustre autor de las “Serradillas”; fue testigo del brillantísimo matrimonio de don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque con la hija del II marqués, en el año 1462, siendo los padrinos los reyes don Enrique y doña Juana (según las malas lenguas amancebada con el novio), y en marzo de 1473, tuvo por huésped al cardenal legado Rodrigo Borgia, llamado Alejandro VI cuando alcanzó la silla de Roma.
El nuevo Palacio del Infantado.- El desenfrenado amor por la magnificencia ostentosa constituyó una de las más importantes facetas de la personalidad de los Mendoza alcarreños del siglo XV, personalidad heredada por los duques del Infantado en el siglo XVI, originando despilfarros que los llevaron al borde de la ruina, y por fin a la ruina misma en el siglo XIX, a sus remotos sucesores los duques de Osuna.
Dos personajes de la época a la que me refiero se distinguieron, principalmente por su trato íntimo, amable y sencillo, como por la pasión irresistible hacia el boato extraordinario que pusiera de relieve lo distinguido de su alcurnia. Estos dos personajes fueron el gran cardenal don Pedro González de Mendoza, quinto hijo del I marqués de Santillana y su sobrino don Iñigo López de Mendoza, II marqués del Infantado, quien lo reverenciaba.
Antes de derribar el antiguo palacio, don Iñigo López de Mendoza, entre otras viviendas, prefirió vivir con su familia en el castillo del Real de Manzanares, no sin antes ampliarlo y embellecerlo con la galería sobre el adarve que luego serviría de inspiración y casi de modelo a la que corona el palacio arriacense. Estas mejoras se hicieron sobre 1478-1480, años en los que ya estaría construida la fachada principal del edificio de Guadalajara.
Para no alargar este trabajo que cansaría al lector, señalar que después de varias reformas y contrarreformas más o menos afortunadas, el palacio fue abandonado por sus propietarios cuando la ruina económica los fue alejando de la ciudad y que para colmo de los males para el bello edificio, durante la guerra civil de 1936-39 fue bombardeado y arrasado por la aviación franquista en su avance hacia Madrid, destruyendo en su totalidad los artesonados mudéjares, así como numerosísimas obras de arte que todavía encerraba en su interior.
Después de muchos años de olvido y casi de desaparición por los continuos saqueos, en 1961, la Dirección General de Bellas Artes, ante las clamorosas peticiones de alcarreños ilustres como el doctor Layna (a quien le debemos estos apuntes), comienza su recuperación y hoy día, afortunadamente podemos contemplar este maravilloso palacio al que se le ha dado una utilidad pública, orgullo de todos los alcarreños que lo sienten como cosa propia. En su interior se alberga la Biblioteca Pública Provincial, el Archivo Histórico Provincial y el Museo Provincial de Bellas Artes, al mismo tiempo que en su “patio de los leones” se ofrecen conciertos musicales, representaciones teatrales, etc.
Ricardo Hernández Megías.