Para mi amigo conquense Arturo Culebras Mayordomo,
quien sabe mucho de historias y miedos ancestrales de
su tierra y nos las regala en sus espléndidos libros.
Son las dos de la mañana de una fría noche de invierno; el aire arrastra agujas de hielo que van a clavarse sobre la escuálida piel del chucho que olisquea entre las basuras en uno de los callejones más humildes en las afueras del pueblo. El pobre animal camina hambriento mientras que su cuerpo tiembla, no sabemos si por el frío, o como consecuencia del miedo que desde hace mucho tiempo le produce acercarse a lugar habitado por el hombre, de quien se ha declarado enemigo irreconciliable, después de muchos palos y maltratos.
Por ello, cuando en su lunático deambular por los arrabales del pueblo y a la escasa luz de una luna invernal se tropieza con la sombra del hombre que tambaleándose se le cruza en su camino, no encuentra otra salida a su miedo que el de pegarse literalmente a los tapiales más alejados, inclinar su cabeza hasta rozar el suelo y, con el rabo entre las piernas, poner la mayor distancia posible del enemigo.
Pero el hombre, ni le ha visto, ni está en condiciones para un posible enfrentamiento con el pobre animal. Su única obsesión, como en tantas noches de borrachera, es llegar a su casa y descargar su peso sobre el viejo jergón de lana.
Es Dimas, “el molinero”, un hombre aún joven ya totalmente acabado, que ahoga sus frustraciones en el fondo de una botella de fuerte vinazo, completamente vencido por la vida y con el cansancio de un desavenido y frustrante matrimonio.
Atrás, en el recuerdo, ha quedado una prometedora juventud tristemente desaprovechada, un reconfortante y bien remunerado trabajo junto a las piedras del viejo molino familiar y, muy lejano, el recuerdo de una hermosa mujer a la que quiso con todo su ser. Por el contrario, el hombre ya viejo que camina a trompicones sobre el mal empedrado suelo de una sucia calle, hace ya mucho tiempo que dejó de tener futuro y solamente el embrutecedor presente frente a la mesa de una taberna, es capaz de hacerle olvidar su infortunio.
Los vapores del alcohol lo llevan en una nebulosa de algodón, en el que sólo su instinto animal y la rutina del diario recorrido, son capaces de guiarle en el camino hasta su casa.
De pronto, el hombre resbala y cae sobre el sucio empedrado haciéndose daño en sus rodillas; el dolor le impide levantarse y se refugia al cobijo de un portalón a la espera de retomar fuerzas con las que continuar su camino.
En esta espera dolorida, con los miembros de su cuerpo entumecidos por el frío de la dura noche de invierno, cuando sus ojos están humedecidos por el fuerte dolor y el descontrol de su borrachera, va a presenciar el hombre un hecho de una importancia sobrenatural en su nada edificante vida: desde las tapias frente a donde se encuentra refugiado, en un silencio total, ve descolgarse una sombra, que como extraño murciélago se pega al corroído muro y cae en el callejón sin producir el más mínimo ruido. Lo sobrecogedor de la informe figura que se desliza como un fantasma, es que la envuelve un difuso y tenue resplandor, haciendo terrorífica su presencia a estas horas de la madrugada y en lugar tan apartado e inhóspito como son estos parajes.
Por lo menos, esa es la sensación que siente el petrificado hombre que la observa, encogido desde su rincón bajo el portal de la corrala. Al primer sentimiento de alucinación que puede haberle producido su estado de embriaguez o el efecto de su caída, se sobrepone, conforme se va despejando su mente, la certeza de que la visión, por muy sobrecogedora que sea o por muy afectados que estén sus sentidos, no deja de ser real.
La sensación de pánico que le va invadiendo ante la presencia de lo que él considera la misma muerte o el enviado de ella, el diablo, hace que se levante y que con el impulso de sus últimas fuerzas, salga huyendo del lugar infernal y alcance, temblando pero totalmente recuperado de su borrachera, las puertas de su casa.
Lo que no sabe el hombre, es que lo inesperado de su presencia y el ruido de su escapada, han sorprendido inesperadamente a la fantasmal aparición, que ha emprendido también rápida huída en el sentido contrario.
Otras noches, el hombre que ha entrado en su casa aterrorizado y descompuesto, no se hubiera atrevido a despertar a su mujer que duerme desde hace mucho tiempo en habitación propia; pero en esta ocasión, teme más a la aparición que a los gritos de su compañera.
En efecto: la mujer, que ha sentido violada la intimidad de su alcoba por el hombre al que ya no quiere y al que considera nuevamente borracho, como en tantas y tantas noches de angustiosa espera, se defiende con el dardo envenenado de sus insultos, mientras que sus gritos sobrepasan los gruesos muros del molino.
Sin embargo, algo hay de nuevo en la cara del hombre que llama su atención y la aplaca; aunque la sola presencia de su compañero en un estado físico lamentable sería más que suficiente para su rechazo, el miedo y la angustia reflejados en sus ojos la hace, por esta vez, ser condescendiente y escuchar, a estas horas de la madrugada, su deslavazada e incongruente explicación.
Conforme la mujer va siendo capaz de comprender la historia que de una forma desordenada, rota a veces por la congoja que del pecho del hombre escapa, va ésta inquietándose y asumiendo los miedos de su marido. Podrá ser un desastre como pareja, un ser perdido ya para siempre en ese pozo hondo de la miseria humana a la que arrastra el alcohol, pero lo que no ha sido nunca es un cobarde que se arredre frente a nadie. Por ello, conforme se va haciendo cargo de la situación, van viniendo a su memoria las viejas historias que desde siempre se han contado en los pueblos sobre apariciones del diablo, o de la misma muerte, uno para señalar y la otra en su silenciosa cosecha de sus infortunadas víctimas.
En todos los pueblos de la España rural, formando parte de la superstición de sus habitantes, se cuentan, muy bajito y al calor de la lumbre, terribles historias en la que algún conocido o antepasado han tenido un encuentro con estos espectros que les han señalado el momento de su muerte, y muy pocos son los que dudan de la veracidad de estos relato.
La mujer, que no es ajena a estas influencias religiosas en donde predomina la superstición sobre cualquier razonamiento lógico, ha creído completamente la historia del hombre y ha hecho suyo el miedo que éste arrastra. Nuevamente la grita su desesperación, pero no contra su borrachera o su abandono, sino como sujeto merecedor de castigo que inconscientemente lleva dentro de sí y que introduce hasta su alcoba.
De un salto atranca la puerta y entre lloros y plegarias enciende la olvidada lamparilla que flota en un sucio vaso con aceite junto a la escondida imagen de una Virgen irreconocible. Toda la noche será una permanente vigilia entre rezos y lágrimas, atentos, entre el bisbiseo de las oraciones, a los múltiples y desconocidos ruidos que en esta ocasión se multiplican y estallan en sus tímpanos como si de truenos se trataran.
La noche ha sido para el matrimonio seguramente la más larga en su accidentada vida en común. Cuando el amanecer brota por entre la enramada de las viejas encinas y barre los miedos de sus abatidos ánimos, vuelve la paz y el sosiego entre los gruesos muros del molino; el agua cantarina del caz y los trinos de los pájaros completan, nuevamente, el cuadro idílico de tan bello como querido lugar.
Cuando la noticia se conoce en el pueblo, un rumor en sordina va creciendo y desfigurándose conforme las comadres que barren sus puertas se comentan entre sí los detalles. Pocos días más tarde, ha rodado como canto de río por toda la comarca y cada vecino cuenta la historia con ribetes cada cual más espeluznantes y trágicos; si la noticia empezó con el encuentro de Dimas “el molinero”, ahora son varias las apariciones y muchos los hombres que dicen haberlas padecido; la forma abstracta coronada de tenue luz ha dado paso a horribles figuras con ojos de fuego y echando humo por la boca que dejan tras de sí un rastro de azufre. Incluso, se comenta, ha habido animales atacados y muertos por la terrible fiera, a la que se le llega a dar figura concreta de un ser con cuernos y rabo: es el mismo demonio que se ha adueñado del pueblo.
Si durante el día tienen lugar estos chismes que a todos –o a casi todos – estremecen, cuando desaparece el sol y las sombras vuelven a hacerse dueñas de los ánimos de los habitantes del pueblo, un silencio recorre sus calles en el que solamente el humo de sus chimeneas denuncia el refugio de las familias. Pocos, muy pocos, son los que se atreven a aventurarse en la noche, permaneciendo las tabernas vacías para desespero de los taberneros y alegría de las esposas.
También la noticia de las apariciones hace mucho tiempo que ha llegado a conocimiento de las autoridades, que entre bromas la comentan, pero sin ningún ánimo de intervenir: la aparición del demonio es la mayor garantía de tranquilidad para el pueblo en las duras noches de invierno, dicen que ha comentado el alcalde al cabo de la guardia civil.
No piensa lo mismo el señor cura: de tanto predicar los infinitos castigos que el pecado merece y la permanente acechanza del demonio frente a la debilidad de los hombres, él mismo se siente débil en esta lucha desigual frente al maligno y gime bajo el peso de su responsabilidad de mal pastor que no ha sabido cuidar de sus ovejas; vienen a su memoria la frágil convicción religiosa de sus feligreses o la pobre asistencia a los actos de culto, en los que predomina la asistencia de las mismas beatas viejucas de siempre. En muchas ocasiones ha recapacitado sobre su fracaso pastoral y ha pedido a Dios en sus diarias oraciones la conversión de este pueblo tan alejado de su doctrina, puesto que salvo en raras ocasiones –bautizo, comunión, boda y entierro-, prefieren la taberna o el mentidero de la plaza a los reclinatorios de la iglesia.
Los infundios que corren entre vecinos los ha creído firmemente y su ánimo constreñido por la pena, le hace sentirse tan culpable como el resto de sus perdidos feligreses; por eso, cada tarde y al toque del “ángelus” se arrodilla frente al sagrario pidiendo perdón para todos y solicitando al Altísimo que le ilumine en esta difícil situación. De estos profundos combates entre el bien y el mal, sale la decisión de combatir al segundo empleando los argumentos que le regala el Libro Santo: la Palabra de Dios está desde siempre entre sus páginas y entre ellas se encontrará el dulce bálsamo que alivie las penas y los tormentos de los pecadores arrepentidos (ésta es mi Iglesia y las fuerzas del Infierno no prevalecerán contra ella…).
El buen pastor ha confeccionado con estos argumentos irrevocables una severa homilía para la misa del domingo. Así como la presencia del demonio ha pasado de boca en boca, la decisión de hacerle frente y vencerlo desde el púlpito, conforme se conoce, va haciendo que la población vaya tomando conciencia del problema y haciendo frente común con su párroco.
La misa festiva de ese domingo se convierte en un acontecimiento inusual, por la amplia respuesta de los vecinos; la nave central, el crucero y las capillas laterales de la iglesia parroquial se encuentran abarrotadas de un público silencioso y expectante a la espera de una respuesta divina; hasta la resolana frente a la puerta principal está concurrida por un público heterogéneo y plural que no ha visitado en muchos años el interior del templo. Crédulos e incrédulos esperan la palabra del buen sacerdote, mientras que las autoridades, en el primer banco y con caras de circunstancias, intentan recomponer una imagen de seriedad.
Cuando el sacerdote, revestido con sus hábitos más espléndidos se acerca y escala lentamente el púlpito, un silencio enfermizo cargado de una tensión que se palpa en la masa, recorre el espacio interior paralizando a los oyentes. La palabra, brillante y estremecedora, con continuas cita de la Biblia y de los Santos Padres de la Iglesia, va poniendo tenso el ánimo de los hombres y lágrimas en los ojos de las mujeres.
Un sentimiento de culpabilidad hace presa en todos los presentes que, poco a poco, van elevando una plegaria y una súplica de perdón por sus innumerables pecados mientras que en su interior, un firme propósito de enmienda se afianza como el más firme escudo frente a las asechanzas del enemigo que recorre sus calles.
La salida de la iglesia después de la misa se realiza en un profundo silencio, en el que únicamente se escucha el gemido de alguna beata que reza entrecortado algún padrenuestro. De no se sabe dónde, una voz temblorosa alza hacia los cielos la primera estrofa del “Salve Regina”, inmediatamente coreado por el resto de los feligreses en su ordenada salida del templo.
Un tenue olor agrio, de descomposición, ha dejado la gran masa que se encamina hacia su casa, en el interior de la gran nave. Posiblemente, todo cuando se ha sentido en estos momentos de calculada y dirigida excitación, será olvidada poco más tarde, al resguardo del propio techo. Pero la semilla ya está sembrada.
Eso piensa un hombre joven y fuerte que ha quedado sentado en uno de los últimos bancos de la iglesia; su actitud de recogimiento con la cabeza entre sus manos y los codos apoyados en sus rodillas parece indicar que sigue rezando después del tremebundo sermón: su nombre es Luis y es el maestro del pueblo.
Pese a lo que parece por su postura, el maestro, que ha escuchado atentamente las palabras del sacerdote, no está rezando; por el contrario, de su interior se le escapa una rabia sorda e incontrolable ante lo que considera una burda manipulación que hace las delicias de los apostados en los primeros bancos de la iglesia. Su enfado se ve acrecentado por la estúpida bondad del sacerdote que hace de caldo de cultivo para tanta ignorancia como desde el altar se vende.
Y sentado en el último banco desde donde se ha dado pie a semejante patraña, ha decidido firmemente poner punto final a tanta mentira. Frente a la sinrazón que crece junto a la ignorancia está la razón que se fundamenta en la cultura; nadie mejor que él sabe que a la superstición se le vence con la única arma de la verdad. Y él está decidido a desmontar con su verdad los frágiles argumentos que se han vertido desde el púlpito.
Si durante el día prosigue su diario quehacer de intentar “cepillar” a sus alumnos y formarlos desde la conquista de su propia libertad a través de la cultura, muchas noches la emplea, sin que nadie lo sepa, a la caza del escurridizo diablo, que según dicen los vecinos se señorea por el pueblo.
Su mala suerte no le desanima; solamente el cansancio de tantas noches de espera hace mella en su ánimo, pero tiene la certeza que aunque el diablo parece no querer tener un encuentro con su cazador, más tarde o temprano tendrán que enfrentarse junto a las tapias de algún lejano corralón.
El joven maestro ha preparado minuciosamente el futuro encuentro y sabe que la mejor fórmula para exorcizar al temible enemigo no es la respetada cruz ni las consabidas oraciones de siempre: una verde y firme vara de avellano es la mejor acompañante en esta aparente desigual lucha.
La noche, como tantas noches de frío invierno y dentro de la más absoluta oscuridad del callejón, ha encontrado a nuestro protagonista al acecho bajo el alero de un viejo portalón. Si en otras noches de decepcionante espera ha pensado sobre su ridículo proceder y ha estado a punto de arrojar la toalla, su firme convicción después de lo escuchado en el sermón y su magisterio sagrado desde las aulas de la escuela, le hacen perseverar en esta espera.
Sus ateridos miembros le están pidiendo un descanso mientras que sus dientes castañean con un escándalo difícilmente reprimible; su cansancio se va haciendo agotador conforme pasan las horas y sólo algún gato vagabundo o alguna rata envalentonada en lo que considera su territorio, pasan rozando su achicada presencia. Cuando está a punto de regresar al calor de su cama, el ruido de un canto desplazado hace que retorne a su vigilancia. Nada parece suceder después y cuando nuevamente va a bajar la guardia, un leve resplandor parece descolgarse de una de las paredes de enfrente.
El maestro contiene su emoción al saberse tan cerca de tan buscado encuentro; no todas las noches tiene uno la suerte de encontrarse y saludar familiarmente al diablo. Es cierto que la aparición, a estas horas de la madrugada, se presenta con su más terrorífica escenificación y comprende el miedo de sus vecinos ante la informe figura, rigurosamente de negro, caprichosamente enmarcada en su titubeante deambular por una incomprensible luz interior que se le escapa por los ojos y por la boca.
Pero el miedo es una palabra que no conoce el maestro; su infancia y parte de su juventud han estado marcadas por la soledad en la sierra cuidando el ajeno rebaño de ovejas, sin más compañía que la de sus perros y los extraños y temidos ruidos de la noche. Esta cura de sus miedos le ha hecho fuerte y sabe que no hay más temor que la mismísima ignorancia; esta fue la mejor asignatura que le llevó a las aulas de la Universidad y la que pretende inculcar a sus alumnos.
Cuando la terrible aparición pasa despreocupadamente a su lado, el maestro, con la vara de avellano presta en sus manos se le enfrenta cortándole el paso. Es el mismo diablo el esta vez, aterrorizado ante lo inesperado del encuentro está paralizado frente a su enemigo, quien aprovecha la ocasión para descargarle los primeros palos que hacen que el príncipe de las sombras caiga y se revuelque entre los excrementos del callejón, dando infernales aullidos de pánico.
La poca edificante figura que se arrastra intentando escapar del callejón, está muy lejos de la soberbia con que la pintaban desde el púlpito y mueve más a la piedad del hombre joven que se le enfrenta que a la continuación del castigo.
Cuando el maestro se vuelve hacia su casa por entre la oscuridad del solitario callejón, atrás deja un lamento de animal herido que se revuelca entre su dolor y sus lágrimas.
La mañana siguiente a este encuentro se despierta como otra mañana cualquiera; con las primeras luces del amanecer el pueblo se despereza y comienzan a aparecer las primeras columnas de humo sobre los viejos tejados, señalando el comienzo de una nueva jornada de labor en los campos y las calles del pueblo.
Un poco más tarde, los niños, bien abrigados y con su cartera al hombro irán entrando perezosamente en la escuela. El joven maestro, con cara de sueño, les está esperando con la mejor se sus sonrisas; con el dedo índice les señala el encerado en el que con tiza blanca y en grandes titulares está escrito: SÓLO LA CULTURA OS HARÁ LIBRES.
En una casa principal del pueblo, un señorito putero, con todo el cuerpo lleno de moratones a los que se les están aplicando paños de aceite y vinagre, se lo pensará dos veces antes de querer engañar a su pueblo con la patraña de los fantasmas, cuando salga a la caza de amores prohibidos.
"La Pantaruja", en nuestros días: