Para mi madre, que tantas veces me contó un cuento como éste.
¿Le habré yo pagado a ella con la misma moneda?
A mi amigo Félix Malfeito, excelente pintor y mejor persona, capaz de sentir en su alma esta leve llamada de amor y de nostalgia hacia unos seres indefensos que merecerían nuestra atención y, desde luego, siempre nuestra defensa, desde nuestros privilegios de seres acomodados. El día que se dio la primera limosna se creó la diferencia de clases. Luchemos para que esta rémora del pasado desaparezca y sea la justicia la que haga a los hombres iguales.
¿Le habré yo pagado a ella con la misma moneda?
A mi amigo Félix Malfeito, excelente pintor y mejor persona, capaz de sentir en su alma esta leve llamada de amor y de nostalgia hacia unos seres indefensos que merecerían nuestra atención y, desde luego, siempre nuestra defensa, desde nuestros privilegios de seres acomodados. El día que se dio la primera limosna se creó la diferencia de clases. Luchemos para que esta rémora del pasado desaparezca y sea la justicia la que haga a los hombres iguales.
La denominada guerra civil que asoló estos campos y a este pueblo de manera inmisericorde, sería motivo suficiente para relatar infinitas historias de amores o de odios entre sus habitantes.
Si en otro de los relatos aquí contados anteriormente he querido hacer referencia a los sufrimientos que padecieron los hombres que huyeron a la sierra, los “topos”, por el mero hecho de tener ideas políticas contrarias a la de los vencedores, en este relato, voy a contaros una de las cientos de historias de seres sin nombres que tuvieron que padecer el estigma del exilio, bien por haber perdido la guerra y no poder aguantar el horror represivo que como un volcán surgió de las entrañas de los estamentos civiles y religiosos de los vencedores, o por las carencias económicas que durante muchos años después de terminada la contienda, arrastró hacia otras tierras a un enorme contingente de brazos jóvenes y robustos, tan necesarios para levantar el deprimido cuadro socio-económico de las regiones más desfavorecidas.
Quiero ser únicamente el testigo transmisor de estos acontecimientos que transformaron la vida diaria de los pueblos españoles, algunos de ellos, como el mío, duramente castigados por una de las lacras de más significación social durante los tres últimos tercios del siglo XX: la emigración.
Poco a poco, año tras año, los pueblos se fueron despoblando hasta alcanzar cifras desesperantes. Las ciudades fueron el foco de atención para una juventud que tuvo que abandonar sus tierras de origen a la búsqueda de un incierto porvenir y solamente los viejos, apegados a su tierra y a su casa, se negaban a abandonar tanto amor acumulado entre sus muros o al socaire de sus calles, a la espera únicamente de ser enterrado entre los suyos.
Esta historia que cuento, es la historia de una mujer sin nombre que nació en este pueblo, que fue bautizada y se casó en la iglesia en cuyos archivos parroquiales figura su nombre y en cuyo cementerio, al lado de los suyos, falta su lápida.
Pero quiero que sea esta vez el escritor que le ha devuelto a la vida, que nació en este mismo pueblo de la mujer del relato y quien se la encontró mendigando por las calles de Madrid, el que dé comienzo a esta triste y bella historia:
* * *
Sentí como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.
La primera reacción cuando salí a plena luz desde la boca del Metro de Atocha, fue la de proteger mi rostro ante la violencia del frío exterior. La mañana, aunque luminosa, arrastraba todavía la dureza de la noche, que se reflejaba en las desnudas y escarchadas ramas de los plátanos, tristes vigilantes desfoliados del viejo caserón del Ministerio de Agricultura.
Más no importaba. Mi afición bibliográfica me conducía una vez más, y superando cualquier incomodidad, a mi querida Cuesta de los Libreros de Viejo: La Cuesta de Moyano. Con la ansiedad del que siempre cree que llega tarde a su cita y obsesionado por la idea de que otro “bibliópata” se me adelantara en la casi diaria búsqueda de novedades, fui acelerando mi paso, completamente ajeno a todo lo que me rodeaba, por muchas charangas, panderetas, carracas… etc. que ocasionalmente acompañaban mi marcha. Era 24 de diciembre.
Puedo asegurar que cientos de veces he recorrido el mismo tramo y siempre con la misma ilusión. Y doy fe de que en mucha ocasiones y en el mismo sitio de hoy, me la he encontrado solitaria, callada, pulcra; siempre arrebujada en un infinito número de capas de ropa negra, ya muy descolorida por el tiempo. Tanto en verano como en invierno.
Confieso que mi mala fe me ha llevado en muchas ocasiones a desviar mis pasos cada vez que veía su diminuta mano alargarse para pedir una limosna y que mi corazón, duro y aburguesado, ha pretendido –sin conseguirlo- justificar este rechazo, a sabiendas que unos metros más arriba y por puro placer iba a gastarme un dinero que a ella le negaba. Nadie se engaña a sí mismo.
Pero en esta ocasión, todo fue distinto. No hubo salvación.
Puede que fuera el contraste de su pequeña figura desafiando al intenso frío de la mañana, o pudo ser que la festividad de la fecha abriera en mí un pequeño resquicio por donde se filtrara un pequeño rayo de compasión. No lo sé. Pero sí puedo asegurar, que al acercarme a ella con mi mísera y justificante limosna en la mano, la miré a los ojos.
¡Dios mío, qué ojos! Había en su mirada azul, no un reproche, no. Ni siquiera ese vacío del ser vencido que mira a través de las cosas, fijas sus pupilas en un punto que solamente ellos pueden percibir. Tampoco. En sus ojos acariciadores y levemente acuosos, se percibía como un abrazo de agradecimiento, de cariño inexplicable, de ternura, que a mí, os lo confieso, me dejó inquieto, sintiéndome culpable de desconocidas culpas.
Pero fue una lágrima que vi deslizarse por su hermosa cara lo que me paralizó. Siempre he sido cobarde ante las lágrimas, mucho más si éstas eran femeninas. Mi madre jugaba conmigo utilizando de este recurso cuando ya no había otra forma de convencerme. Otras mujeres, siendo ya hombre, también me ganaron sus pequeñas batallas utilizando este argumento.
Me acerque a ella, culpable, sin saber cómo salir del aprieto, preguntándole:
- ¿Se encuentra usted mal, señora? ¿Le puedo ayudar?
-No, hijo, no. Me encuentro bien. Sólo que al verte me ha dado un vuelco el corazón. He recordado otros tiempos, a otra persona. Ya ves tú qué tontería.
-¿No tiene familia? Perdone, quiero decir si no tiene a nadie con quien compartir estas fechas navideñas.
-¿Estas fechas? Todos los días son iguales para los que no tenemos esperanza. La Navidad es un lujo sólo al alcance de los afortunados. En cuanto a mi familia, hijo, ya hace mucho que la perdí y creo que para siempre. ¡Qué le vamos a hacer!
-Me gustaría ayudarle, si es que puedo. No sé, retirarla, aunque sea unos momentos de este frío asesino.
-Ya me has ayudado, hijo. Mucho más de lo que puedas imaginar. No me refiero al dinero que me ayudará a comer hoy. No. Recordar, a veces, también es una agradable sensación que voy olvidando cada vez con más frecuencia.
-Mire, le propongo algo que nos vendrá bien a los dos: le invito a desayunar bien calentito y usted me cuenta lo que quiera. Le prometo que me interesa lo que me pueda contar, aunque no sea más que como descargo de conciencia. Yo también tengo una viejecita como usted, lejos, y tampoco este año podré estar con ella en fiestas tan señaladas. ¿Me lo concede?
Ahora me miraba fijamente a los ojos y vi que los suyos sonreían, mientras que intentaba agradecerme mi ofrecimiento, resguardándose no sé si tras su timidez o su miedo.
-¿Pero a dónde voy a ir, hijo? Estoy sucia y no me dejarían entrar en ningún sitio. La pobreza alarma a las conciencias. Les asustamos. Es como si vieran en nosotros su cara oculta, su propio yo que no quieren reconocer. Tendrías que ver las caras de los que se me acercan con sus limosnas. Dan más pena ellos desde su pobreza moral, que nosotros con nuestra miseria física. Yo me siento avergonzada de verlos con sus ojos de espanto y muchas veces me hago la dormida para no verlos. ¡Qué drama, Dios mío, arrastramos los seres humanos!
Me alarmé al escuchar de sus labios pensamientos que hacía un momento eran míos, pero que reafirmaron mi voluntad de estar con ella. Aquella mujer tenía algo que me atraía y sus palabras confirmaban mis sospechas de que detrás de su abandono, debía de haber una pequeña historia merecedora de conocerse.
-Usted venga conmigo, que allanaremos cualquier dificultad –exclamé eufórico y bobamente seguro de mi “valiente” actitud.
Más ¡ay! Qué razón tenía mi acompañante. Habría que ver y sufrir como yo lo hice, las caras que pusieron los camareros, cuando con toda delicadeza senté a mi viejecita en una mesa y reclamé los servicios de éstos. Primero fueron sus caras de extrañeza y cuando vieron que de una forma resolutiva y por completo ajena a sus posibles protestas me reafirmaba en solicitar que nos atendieran, sus ojos me lanzaron miradas como cuchillos dispuestos a clavarme en mi asiento.
Fueron las palabras –muy bajitas- de mi acompañante las que me dieron la medida exacta de mi atrevimiento.
-Hijo, estás escandalizando a la buena sociedad. No sé cómo vamos a salir de esta situación tan comprometida para ti.
-No importa. Usted desayunará conmigo o nos tendrán que echar a los dos, a lo que no estoy dispuesto. Se lo aseguro.
Más tarde, pasados los momentos de confusión por ambas partes y con dos grandes tazas de humeante café sobre la mesa, nuevamente observo su mirada azul, acariciadora, buscando la mía. En un arranque de sinceridad y osadía, me atrevo a exponerle lo que hace rato vengo maquinando para mis adentros:
-Perdone mi atrevimiento, señora, pero sé que detrás de cada persona vencida, como puede ser su caso, tiene que haber y la hay, una historia digna de contarse; o aunque no la hubiera.
Cuando nos encontramos por la calle a un ser marginado, derrotado, no queremos reconocer que en el juego de la vida, esta situación nos puede tocar de pleno, sin que podamos evitarla.
Olvidamos que esos seres que ofenden nuestro acomodo, fueron en su día niños queridos y mimados por unos padres maravillosos, como los nuestros. Que amaron y fueron amados como hoy lo hacemos nosotros, y que en muchos casos todavía hay quien deja correr una lágrima esperando el regreso del ser amado.
Nadie llega a la derrota porque quiera. Y es precisamente eso, el relato de esta circunstancia lo que quiero conocer en su caso.
Ya sé que todo mal recuerdo es una herida que sangra. Déjeme recoger esa sangre y arrancar esas espinas para hacer en mi memoria, un hermoso ramillete de rosas rojas. Su perfume será para mí un recordatorio durante toda mi vida, y si tengo sensibilidad suficiente para plasmarlo por escrito, será un pequeño y hermoso regalo que quiero hacerles a mis hijos.
-Tienes razón al decir que los recuerdos duelen, pero también son un bálsamo para una vida como la mía, que ya hace mucho tiempo sólo vive de recuerdos. Lo injusto que tiene la vida a mi edad, es que el futuro no existe. No ya para los que como yo, nada nos interesa. Los viejos no tenemos futuro. Ni presente. Solamente el pasado nos pertenece de una forma íntima e intransferible. Pero es humo que se nos escapa.
-Pero te voy a contar mi vida si ello te complace. No. No esperes de mi relato nada extraordinario. No lo hay. La vida sólo es interesante para el que la vive. Pero empecemos.
“A la altura de mis años, podría decir, que mi vida ha estado marcada desde su inicio por el sufrimiento. Y no sería verdad. O cuanto menos no toda la verdad. Aún siendo cierto lo anterior, en mi vida también ha habido momentos de felicidad tan intensa, tan deslumbrante, que el dolor queda borrado al instante. Sin contornos,
Nací en un pueblecito, en el Sur, que a mí siempre me pareció maravilloso. Desde mi aturdida e inocente niñez, con qué intensidad disfrutaba de las escapadas a la cercana sierra donde un halo de misterio y de miedo nos atraía irremediablemente. El colmo del placer, lo experimentábamos cuando chiquillos y chiquillas, contrariando las rígidas normas morales de aquellos tiempos, nos bañábamos semidesnudos en las aguas limpias del arroyo, fuera del alcance de las miradas de nuestros mayores.
No era una sensación de pecado, a nuestra edad incomprensible, lo que sentíamos al ver nuestros cuerpos desnudos. Por el contrario, era la fascinación por lo prohibido y la reafirmación de nuestra libertad ante tanta prohibición lo que nos lanzaba a ser osados y atrevidos. Éramos felices.
También recuerdo con nostalgia y cariño mis años de escuela. A esa edad, no se conocen, ni se entiende, de desigualdades sociales y todos éramos como polluelos alrededor de la querida maestra.
El mundo, desde el pueblo, se nos representaba como una nuez en la que nosotros éramos el núcleo principal. Era de ver y escuchar los comentarios de los neófitos al enterarnos de nuestra pequeñez, conforme la maestra nos enumeraba los infinitos nombres de países, montañas, ríos… ¡Qué desazón ante tanta grandeza! ¡Cuánto ensueño…!
Pero fue el amor con toda su grandeza e inquietud lo que marcó, verdaderamente, el comienzo de mi vida. Amor sencillo, inocente, envuelto en una aureola de inquietud y misterio, pero firme y sin fisuras como más tarde pude comprobar y sufrir en los momentos más amargos de mi vida.
Sus comienzos fueron para una adolescente de quince años, sensible e influida por toda clase de lecturas románticas de la época, como una bocanada de aire ardiente que como a una tea hacía consumirme entre mil ensueños.
Yo conocía a Ramón desde la escuela de párvulos, pero nunca habíamos intimidados como amigos, ya que nuestras familias pertenecían a mundos sociales totalmente diferentes, que en un pueblo, eran dos mundos que se ignoraban al margen de lo estrictamente profesional.
El padre de Ramón era un mediano propietario agrícola con una buena hacienda consolidada, mientras que mi padre era un simple asalariado temporero.
Precisamente fue esta necesidad profesional lo que dio lugar, de forma casual y graciosa, a nuestro romance. Era Julio y temporada de la recolección de las mieses. A la altura de estas fechas, la trilla estaba en su máximo apogeo. Todos los hombres útiles del pueblo y algunos de pueblos cercanos, estaban contratados y trabajaban a marchas forzadas, temerosos, patronos y trabajadores, de que las inclemencias y los caprichos del tiempo malograran lo que iba a ser el sustento de todos para el resto del año.
Los hombres dormían en las eras que rodeaban al pueblo y las mujeres se acercaban al caer la tarde, acompañadas de sus hijos, para suministrarles algún que otro capricho, junto con algo de ropa limpia. Eran momentos íntimos y de gran regocijo, después de la jornada agotadora, en la que los más jóvenes aprovechábamos para corretear entre las “parvas” de cereales ideando mil travesuras.
Yo quise imitar a la pandilla de “golfillos” que de una forma poco considerada y a grito en pecho, intentaban montar a un pequeño borriquillo blanco, que cual Platero Juanramoniano de la escuela, afilaba sus orejas e intentaba huir de aquellos cafres que le acosaban.
En uno de mis saltos, yo también conseguí subir a su lomo, con tan mala suerte, que el pobre animal, asustado por los gritos y algún que otro pescozón en el morro, brincó en su huída lanzándome por los suelos.
No recuerdo nada más de aquel momento que el susto de verme por los aires y el tremendo golpetazo que me di en la cabeza cuando toqué el suelo.
Cuando recobré el conocimiento, pude percibir que me llevaban en volandas y que unos fuertes brazos me estrujaban contra un pecho ancho y cómodo que poco a poco pude sentir y oler, ya en plenitud de mis facultades recobradas.
Me llevaban asustados al médico del pueblo y Ramón, desde la autoridad de hijo del patrón a la que se le añadía el arrojo de su fuerza, no había consentido que nadie más que él atendiera a mi desmayo.
Me siento capacitada y puedo decir que una puede calibrar y visualizar en un instante su futuro, en un momento de intenso goce emocional. Yo, así lo pude percibir mientras era estrujada entre sus fuertes brazos y absorbía con ansiedad el olor de su sudor fuerte y acre, pegada mi nariz a su robusto pecho.
Un enorme “chichón” en la cabeza, una pierna escayolada e infinidad de “visitas de cortesía” para interesarse por la hija de uno de sus peones, fueron la consecuencia, ya evidente desde fuera, de la dirección de sus sentimientos.
Tres años de noviazgo, maravillosos, emotivos, de un sincero y honrado conocimiento mutuo, nos llevaron, entre nubes de algodón, a unir nuestras vidas en matrimonio al finalizar el verano de 1935.
Mientras tanto, el mundo, al margen de nuestra historia sentimental, seguía rodando en esa rueda de intrigas, de odios y de desavenencias, que de forma tan cruenta iba a cebarse, sin proponérnoslo, en nuestras vidas. El país se estremecía ante sangrientos acontecimientos, que aun de forma atenuada por la distancia de los centros de poder, también sembraban la inquietud y la zozobra en los medios rurales.
El triunfo de la Republica, después de superadas las fuertes presiones que se sufrieron en los pueblos hasta las votaciones, había hecho renacer hermosas esperanzas fuertemente atadas por planteamientos atávicos, así como frenadas en sus reivindicaciones por una falta total de preparación académica. En los primeros meses del nuevo gobierno, se vivieron los momentos más gozosos para un mundo de desheredados que cifraban sus renacidas esperanzas en el reparto de la tierra, así como en la apertura de las “escuelas para mayores”, donde hombres y mujeres más que maduros, una vez terminadas sus siempre agotadoras jornadas, todavía tenían tiempo para alcanzar ese ansiado anhelo de cultura, hasta esos momentos sólo al alcance de los más privilegiados económicamente.
Ramón, joven agricultor pero con una buena preparación académica, fue de los primeros en darse cuenta y ver muy claro los beneficios de esta nueva política y dedicaba parte de su tiempo libre –que nos pertenecía a los dos- en ayudar al joven maestro que al pueblo, como una bendición, nos había tocado en suerte.
Si había algo más que pudiera colmar nuestra felicidad, esto fue el nacimiento de nuestro hijo. Me daba miedo tanto tiempo tocando el cielo con la punta de los dedos. Pero mi egoísmo de madre y de esposa feliz, me hacía pensar que este estado de bienestar era por méritos propios que nadie me podría arrebatar.
¡Qué equivocada estaba!
A mediados de julio del año 36, en plena faena de los campos, una noticia corrió de boca en boca, que como si fuera una plaga de langosta sobre hermoso trigal, fue silenciando los pueblos, haciendo que nos atrincheráramos en nuestros hogares a la espera de una pronta resolución de tan grave problema: un nuevo golpe militar, una vez más en nuestro atormentado país, intentaba torcer lo que había sido el ansiado deseo de un pueblo, cansado de gobiernos ineficaces y corruptos.
Hago mención a las langostas, porque el que haya vivido alguna vez la experiencia de ver una plaga, habrá observado que primeramente se produce un gran silencio, de donde poco a poco va emergiendo un rumor desconocido, irritante, que va creciendo de volumen al mismo tiempo que aparecen los más fuertes ejemplares, haciendo de guías a la ensordecedora y chirriante masa, que como abrasadora llama dejará el campo esquilmado y a los labradores con una bola de sangre y hiel en la boca del estómago.
De la misma manera anteriormente descrita, a los pocos días de la asonada y según se iba confirmando el avance de los militares rebeldes, como gusanos salidos de mala tierra, como lobos sangrientos saliendo de sus madrigueras, así, los individuos más violentos, que hasta esos momentos cobardemente habían estado silenciados, fueron dejando por los pueblos un reguero de sangre y de miedo, hasta colmar sus insaciables instintos más repulsivos.
Todo era válido para sus oscuros intereses: malquerencias, deudas que no se querían pagar, envidias familiares, amores despechados… y, por supuesto, diferencias ideológicas como principal causa de acción para sus criminales propósitos.
Así, de una forma soterrada y con el miedo como acompañante durante todas las horas del día –horror por las noches-, nos fuimos enterando de las detenciones de los más significados individuos del pueblo, para encontrarnos con la miserable sorpresa de saber, que sin posibilidad alguna de defensa y precedidas de cobardes humillaciones, eran fusilados contra las tapias del cementerio.
Una vaga inquietud me zarandeaba interiormente, sabiendo que el compromiso social al que se había adherido muy gustosamente Ramón, le hacía vulnerable ante cualquier denuncia, así como blanco perfecto de escarmiento para “señoritos desclasados”. Sin embargo, en el interior de mi alma, habitaba la esperanza de que este mismo origen social de donde provenía, fuera su escudo y su tabla de salvación en caso de peligro.
No fue así. Una tarde no volvió a casa a la hora acostumbrada. La noticia de su arresto, junto con las de varios campesinos jóvenes políticamente comprometidos con la causa de la República, a las que se les añadía la del nuevo maestro, fue sacudiendo como una descarga eléctrica cada rincón del acobardado pueblo.
Otras mujeres tuvieron el valor de enfrentarse a los guardias civiles que custodiaban a los muertos para envolverlos en una última mirada de cariño. Yo no. Mi miedo, mi angustia, fueron tan desproporcionados, que me refugié con mi pequeño hijo entre los brazos y di rienda suelta a mi asco por el pueblo, por los hombres…, por la vida…
Quise mantener vivo su recuerdo en mi corazón. Un recuerdo de mujer enamorada de su hombre: fuerte, guapo, honrado…
De la misma manera que no quise verle muerto, jamás me acerqué a la fosa común donde fueron arrojados como perros sus restos. Viviría siempre en mi recuerdo y en el hijo que me había dado.
Así cerré una etapa de mi vida. ¿Pero se cierra verdaderamente una etapa con sólo desearlo?
El triunfo de los asesinos, las cicatrices producidas por el dolor de un pueblo, el silencio de los hogares rotos, la grisura de unos años de hambre y desesperanza, fueron resbalando sobre mi vida sin que me diera cuenta de mi verdadera situación.
Fueron los ojos, inmorales, licenciosos y arrogantes de aquellos fantoches, los que me permitieron salir de mi modorra o de mi intimidación.
Los mismos que habían matado a nuestros maridos e hijos. Los que habían arruinado nuestros hogares habiendo dejado huérfanos a nuestros hijos. Los mismos que se proclamaban defensores de la moral y de los principios católicos de la sociedad española y que en su defensa se habían levantado contra el gobierno anticlerical y revolucionario. Esos mismos, eran ahora los que extorsionaban a los vencidos pagándoles jornales de miseria. Los que se apropiaban de los bienes que significaban los últimos recursos para sobrevivir. Los mismos que en momentos de máxima necesidad, abusaban sexualmente de las pobres viudas, por el pobre recurso de un trabajo o de unos duros con que alimentar a su prole.
Cuando me vi acosada, requerida contra mis más firmes convicciones morales, cuando ni mi propia familia ni mi fortaleza de ánimos pudieron servirme de ayuda, tomé una firme decisión: MARCHARME. Alejarme con mi dolor dejando atrás mi familia, desgajándome de mis raíces. Hasta mis pertenencias más íntimas quedaron olvidadas. Solamente arrastré conmigo mis recuerdos. Y a mi hijo.
Madrid. Años de soledad. De estrecheces. ¡Pero libre! ¿Libre? ¡Qué pobre tonta!
Con qué facilidad utilizamos este término. Para ser libres se necesita independencia y ésta está al alcance de muy pocos afortunados. Sentirse dependiente de alguien, de algo –contra nuestra voluntad-, nos limita, nos esclaviza.
En esto pensaba cuando después de muchas horas de viaje en un tren de tercera, cansada y llena la cara y la boca de carbonilla, veía pasar con los ojos llenos de lágrimas las pobres casuchas de los barrios periféricos de una ciudad que me pareció caótica, sucia, pobre, conforme me iba a cercando a la estación del Mediodía. Y a donde en el más pobre de sus barrios fui a asentar mi residencia.
Frío, miedo, trabajo, basuras, cansancio, ratas… Soledad. Siempre la misma sensación de abandono que me perseguía desde la muerte de Ramón.
Sin embargo, es en el peor de los lodazales donde crece la flor más hermosa. Era un dicho campesino que aquí, en la ciudad, se cumplía con fidedigno rigor. En aquellos barrios insalubres, faltos de todo lo necesario para el desarrollo, tanto físico como intelectual, fue creciendo el pequeño Ramón con un vigor y un desparpajo que me llenaban de asombro y de oculto orgullo.
Mis esperanzas crecían conforme crecía aquel muchachote fuerte y guapo que alcanzaba buenas notas en sus estudios y se hacía respetar por sus profesores. Mucho trabajo puse para completar su formación. Muchas pequeñas renuncias personales. El resto lo puso él con su esfuerzo y sus ansias de superación.
Estudios. Becas. Más estudios. Exámenes que nos dejaban a los dos completamente extenuados. Universidad. Más esfuerzos. Éxito rotundo en el fin de la carrera. Viajes de perfeccionamiento. Ausencias cada vez más largas. Nuevamente, la soledad como compañera.
Voy intentando acabar mi relato.
Al mismo ritmo que aumentaba su éxito profesional, iba creciendo nuestro desencuentro. Mi hijo hablaba ahora un lenguaje que yo desconocía. Nos callábamos los dos. Las ausencias de casa eran cada vez más largas y yo, apenada, veía cómo aquel pedazo de mis entrañas se iba alejando de mí a pasos forzados. La ambición le fue ganando la partida. Había descubierto otra vida, donde el placer, el lujo de la abundancia y la fama, eran el premio que se les concedía a los ganadores. Él siempre jugó a ganador.
No es un reproche. ¡Te lo juro! Quiero sólo justificarle, perdonarle, si es que una madre tiene algo que perdonarle a su hijo. Habían sido años muy difíciles para un niño brillante como él, que ahora quería resarcirse.
Me da pena decirlo, pero hasta su madre era una carga, una rémora del pasado. Se avergonzaba de mí y me fue apartando de su vida. Me olvidó.
Ya no era la joven animosa que se puso el pueblo por montera. Mi ánimo fue decreciendo, fui perdiendo defensas ante la vida y mi propio cuerpo me pidió cuentas de esta dejación. Enfermé. Me vi sola y abandonada en un hospital para gente pobre como yo. No quería vivir, pero aún mi cuerpo tenía resistencia para negarme este último deseo. Enferma, sin trabajo, sin ilusión, dejada del más mínimo deseo de cuidarme, vagaba por las calles de mi barrio como una sombra que se adelgaza con el paso de los días.
Una mañana, perdiendo el tiempo ante el escaparate de unos grandes almacenes, me desmayé. Cansancio, hambre, dejación… ¡Yo que sé! Puede que todo a la vez. Cuando recobré mis sentidos, personas caritativas me rodeaban dándome ánimos al mismo tiempo que se compadecían de mi desamparo y de mi humilde presencia.
Cuando me vi, nuevamente sola, tenía entre mis manos una considerable cantidad de dinero, con el que habían lavado su conciencia, mis compungidas auxiliadoras.
Fue el comienzo de mi mendicidad. Me acostumbré a extender la mano y casi siempre me encontraba en ella unas monedas como premio a mi atrevimiento. Años de dejación de cualquier actitud moral o ética, en otros tiempos impensables. Era cuestión de tiempo. Y mi cuerpo me señalaba, cada vez con mayor frecuencia, que mi tiempo estaba agotado.
Paseaba un día mendigando por los alrededores del Teatro Real, donde se ofrecía un acontecimiento memorable, según comentarios. ¡Qué derroche de lujos! ¡Qué hermosísimas damas, acompañadas por elegantes señores vestidos para la ocasión! ¡Qué coches, Dios mío!
De uno de los brillantes y relucientes coches, negro como el ébano pulido, se estaba bajando una elegantísima pareja. Cuando tuve la osadía de acercarme a ella con la mano extendida, lo reconocí. ¡Qué guapo, Dios mío! ¡Con qué elegancia llevaba su atuendo! ¡Qué hermosa dama le acompañaba y cómo lucían sus joyas sobre su blanca piel!
El también me reconoció.
Mi primer impulso de arrojarme a sus brazos, quedó al momento paralizado al mirar sus duros ojos, donde el asombro y el miedo le hicieron perder momentáneamente su prestancia.
- “Manuel –se dirigió al conductor-, acompañe a la señora. Yo les sigo en un instante”.
- “¿Pero qué haces Ramón? Date prisa que llegaremos tarde” –pronunció con cristalina voz su acompañante.
- “No te preocupes, es sólo un momento.”
-“¿¡Qué haces aquí y así vestida!? ¿No te da reparos presentarte con esa facha?”
-“¡Pero hijo! Si solamente estoy pidiendo limosna”.
-“¡¡¿Limosna?!! Tú me quieres avergonzar”
-“¡No hijo! ¡No! Pero como no has querido saber nada de mí. Después de tantos sacrificios como yo he hecho por ti…”
-“¡¡¿Sacrificios?!! Yo no le debo nada a nadie. Todo lo he conseguido a base de mi esfuerzo, de mi inteligencia, de mi trabajo”.
-“Pero aquel niño que yo…”
-“¡Ah! ¡Ya! ¡Lo de siempre! ¡Cómo no ibas a echarme en cara mi niñez! ¿Te lo pedí yo? ¿Acaso me reprochas que…?
-“¡No hijo! Yo no te repro…”
-“¡Está bien! ¿Qué es lo que te debo … dos cántaros de leche? ¡Toma! ¡Estamos en paz!
Cuando recobré el conocimiento, aún conservaba entre mis manos, arrugado pero nuevo, un billete de cinco mil pesetas, que todavía conservo como recuerdo de aquella afrenta.
¡Espera! ¡Toma, te lo regalo! Como regalo de este día. Guárdalo como el mejor recuerdo que tengas de mí. Yo sé que tú nunca se lo entregarás a tu madre como pago por sus desvelos”.
He seguido visitando la plaza de Atocha y siempre miro con ansiedad el sitio donde un día me la encontré. Pero nunca la he vuelto a ver. ¿Dónde estás, mi viejecita?
Los que tienen el Don de la Fe, dicen que hay un Sitio donde se premia o se castiga el quehacer de los hombres en este mundo. Yo no lo creo. Pero si así fuera, yo sé, mi querida amiga, que estarás descansando y regalándote con toda la felicidad que este mundo te negó.
Y si ves a mi otra viejecita, que también se marchó ya y que estará por esos mismos lugares de felicidad, dile que me acuerdo mucho de ella. Os quiero a las dos.
Si en otro de los relatos aquí contados anteriormente he querido hacer referencia a los sufrimientos que padecieron los hombres que huyeron a la sierra, los “topos”, por el mero hecho de tener ideas políticas contrarias a la de los vencedores, en este relato, voy a contaros una de las cientos de historias de seres sin nombres que tuvieron que padecer el estigma del exilio, bien por haber perdido la guerra y no poder aguantar el horror represivo que como un volcán surgió de las entrañas de los estamentos civiles y religiosos de los vencedores, o por las carencias económicas que durante muchos años después de terminada la contienda, arrastró hacia otras tierras a un enorme contingente de brazos jóvenes y robustos, tan necesarios para levantar el deprimido cuadro socio-económico de las regiones más desfavorecidas.
Quiero ser únicamente el testigo transmisor de estos acontecimientos que transformaron la vida diaria de los pueblos españoles, algunos de ellos, como el mío, duramente castigados por una de las lacras de más significación social durante los tres últimos tercios del siglo XX: la emigración.
Poco a poco, año tras año, los pueblos se fueron despoblando hasta alcanzar cifras desesperantes. Las ciudades fueron el foco de atención para una juventud que tuvo que abandonar sus tierras de origen a la búsqueda de un incierto porvenir y solamente los viejos, apegados a su tierra y a su casa, se negaban a abandonar tanto amor acumulado entre sus muros o al socaire de sus calles, a la espera únicamente de ser enterrado entre los suyos.
Esta historia que cuento, es la historia de una mujer sin nombre que nació en este pueblo, que fue bautizada y se casó en la iglesia en cuyos archivos parroquiales figura su nombre y en cuyo cementerio, al lado de los suyos, falta su lápida.
Pero quiero que sea esta vez el escritor que le ha devuelto a la vida, que nació en este mismo pueblo de la mujer del relato y quien se la encontró mendigando por las calles de Madrid, el que dé comienzo a esta triste y bella historia:
* * *
Sentí como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.
La primera reacción cuando salí a plena luz desde la boca del Metro de Atocha, fue la de proteger mi rostro ante la violencia del frío exterior. La mañana, aunque luminosa, arrastraba todavía la dureza de la noche, que se reflejaba en las desnudas y escarchadas ramas de los plátanos, tristes vigilantes desfoliados del viejo caserón del Ministerio de Agricultura.
Más no importaba. Mi afición bibliográfica me conducía una vez más, y superando cualquier incomodidad, a mi querida Cuesta de los Libreros de Viejo: La Cuesta de Moyano. Con la ansiedad del que siempre cree que llega tarde a su cita y obsesionado por la idea de que otro “bibliópata” se me adelantara en la casi diaria búsqueda de novedades, fui acelerando mi paso, completamente ajeno a todo lo que me rodeaba, por muchas charangas, panderetas, carracas… etc. que ocasionalmente acompañaban mi marcha. Era 24 de diciembre.
Puedo asegurar que cientos de veces he recorrido el mismo tramo y siempre con la misma ilusión. Y doy fe de que en mucha ocasiones y en el mismo sitio de hoy, me la he encontrado solitaria, callada, pulcra; siempre arrebujada en un infinito número de capas de ropa negra, ya muy descolorida por el tiempo. Tanto en verano como en invierno.
Confieso que mi mala fe me ha llevado en muchas ocasiones a desviar mis pasos cada vez que veía su diminuta mano alargarse para pedir una limosna y que mi corazón, duro y aburguesado, ha pretendido –sin conseguirlo- justificar este rechazo, a sabiendas que unos metros más arriba y por puro placer iba a gastarme un dinero que a ella le negaba. Nadie se engaña a sí mismo.
Pero en esta ocasión, todo fue distinto. No hubo salvación.
Puede que fuera el contraste de su pequeña figura desafiando al intenso frío de la mañana, o pudo ser que la festividad de la fecha abriera en mí un pequeño resquicio por donde se filtrara un pequeño rayo de compasión. No lo sé. Pero sí puedo asegurar, que al acercarme a ella con mi mísera y justificante limosna en la mano, la miré a los ojos.
¡Dios mío, qué ojos! Había en su mirada azul, no un reproche, no. Ni siquiera ese vacío del ser vencido que mira a través de las cosas, fijas sus pupilas en un punto que solamente ellos pueden percibir. Tampoco. En sus ojos acariciadores y levemente acuosos, se percibía como un abrazo de agradecimiento, de cariño inexplicable, de ternura, que a mí, os lo confieso, me dejó inquieto, sintiéndome culpable de desconocidas culpas.
Pero fue una lágrima que vi deslizarse por su hermosa cara lo que me paralizó. Siempre he sido cobarde ante las lágrimas, mucho más si éstas eran femeninas. Mi madre jugaba conmigo utilizando de este recurso cuando ya no había otra forma de convencerme. Otras mujeres, siendo ya hombre, también me ganaron sus pequeñas batallas utilizando este argumento.
Me acerque a ella, culpable, sin saber cómo salir del aprieto, preguntándole:
- ¿Se encuentra usted mal, señora? ¿Le puedo ayudar?
-No, hijo, no. Me encuentro bien. Sólo que al verte me ha dado un vuelco el corazón. He recordado otros tiempos, a otra persona. Ya ves tú qué tontería.
-¿No tiene familia? Perdone, quiero decir si no tiene a nadie con quien compartir estas fechas navideñas.
-¿Estas fechas? Todos los días son iguales para los que no tenemos esperanza. La Navidad es un lujo sólo al alcance de los afortunados. En cuanto a mi familia, hijo, ya hace mucho que la perdí y creo que para siempre. ¡Qué le vamos a hacer!
-Me gustaría ayudarle, si es que puedo. No sé, retirarla, aunque sea unos momentos de este frío asesino.
-Ya me has ayudado, hijo. Mucho más de lo que puedas imaginar. No me refiero al dinero que me ayudará a comer hoy. No. Recordar, a veces, también es una agradable sensación que voy olvidando cada vez con más frecuencia.
-Mire, le propongo algo que nos vendrá bien a los dos: le invito a desayunar bien calentito y usted me cuenta lo que quiera. Le prometo que me interesa lo que me pueda contar, aunque no sea más que como descargo de conciencia. Yo también tengo una viejecita como usted, lejos, y tampoco este año podré estar con ella en fiestas tan señaladas. ¿Me lo concede?
Ahora me miraba fijamente a los ojos y vi que los suyos sonreían, mientras que intentaba agradecerme mi ofrecimiento, resguardándose no sé si tras su timidez o su miedo.
-¿Pero a dónde voy a ir, hijo? Estoy sucia y no me dejarían entrar en ningún sitio. La pobreza alarma a las conciencias. Les asustamos. Es como si vieran en nosotros su cara oculta, su propio yo que no quieren reconocer. Tendrías que ver las caras de los que se me acercan con sus limosnas. Dan más pena ellos desde su pobreza moral, que nosotros con nuestra miseria física. Yo me siento avergonzada de verlos con sus ojos de espanto y muchas veces me hago la dormida para no verlos. ¡Qué drama, Dios mío, arrastramos los seres humanos!
Me alarmé al escuchar de sus labios pensamientos que hacía un momento eran míos, pero que reafirmaron mi voluntad de estar con ella. Aquella mujer tenía algo que me atraía y sus palabras confirmaban mis sospechas de que detrás de su abandono, debía de haber una pequeña historia merecedora de conocerse.
-Usted venga conmigo, que allanaremos cualquier dificultad –exclamé eufórico y bobamente seguro de mi “valiente” actitud.
Más ¡ay! Qué razón tenía mi acompañante. Habría que ver y sufrir como yo lo hice, las caras que pusieron los camareros, cuando con toda delicadeza senté a mi viejecita en una mesa y reclamé los servicios de éstos. Primero fueron sus caras de extrañeza y cuando vieron que de una forma resolutiva y por completo ajena a sus posibles protestas me reafirmaba en solicitar que nos atendieran, sus ojos me lanzaron miradas como cuchillos dispuestos a clavarme en mi asiento.
Fueron las palabras –muy bajitas- de mi acompañante las que me dieron la medida exacta de mi atrevimiento.
-Hijo, estás escandalizando a la buena sociedad. No sé cómo vamos a salir de esta situación tan comprometida para ti.
-No importa. Usted desayunará conmigo o nos tendrán que echar a los dos, a lo que no estoy dispuesto. Se lo aseguro.
Más tarde, pasados los momentos de confusión por ambas partes y con dos grandes tazas de humeante café sobre la mesa, nuevamente observo su mirada azul, acariciadora, buscando la mía. En un arranque de sinceridad y osadía, me atrevo a exponerle lo que hace rato vengo maquinando para mis adentros:
-Perdone mi atrevimiento, señora, pero sé que detrás de cada persona vencida, como puede ser su caso, tiene que haber y la hay, una historia digna de contarse; o aunque no la hubiera.
Cuando nos encontramos por la calle a un ser marginado, derrotado, no queremos reconocer que en el juego de la vida, esta situación nos puede tocar de pleno, sin que podamos evitarla.
Olvidamos que esos seres que ofenden nuestro acomodo, fueron en su día niños queridos y mimados por unos padres maravillosos, como los nuestros. Que amaron y fueron amados como hoy lo hacemos nosotros, y que en muchos casos todavía hay quien deja correr una lágrima esperando el regreso del ser amado.
Nadie llega a la derrota porque quiera. Y es precisamente eso, el relato de esta circunstancia lo que quiero conocer en su caso.
Ya sé que todo mal recuerdo es una herida que sangra. Déjeme recoger esa sangre y arrancar esas espinas para hacer en mi memoria, un hermoso ramillete de rosas rojas. Su perfume será para mí un recordatorio durante toda mi vida, y si tengo sensibilidad suficiente para plasmarlo por escrito, será un pequeño y hermoso regalo que quiero hacerles a mis hijos.
-Tienes razón al decir que los recuerdos duelen, pero también son un bálsamo para una vida como la mía, que ya hace mucho tiempo sólo vive de recuerdos. Lo injusto que tiene la vida a mi edad, es que el futuro no existe. No ya para los que como yo, nada nos interesa. Los viejos no tenemos futuro. Ni presente. Solamente el pasado nos pertenece de una forma íntima e intransferible. Pero es humo que se nos escapa.
-Pero te voy a contar mi vida si ello te complace. No. No esperes de mi relato nada extraordinario. No lo hay. La vida sólo es interesante para el que la vive. Pero empecemos.
“A la altura de mis años, podría decir, que mi vida ha estado marcada desde su inicio por el sufrimiento. Y no sería verdad. O cuanto menos no toda la verdad. Aún siendo cierto lo anterior, en mi vida también ha habido momentos de felicidad tan intensa, tan deslumbrante, que el dolor queda borrado al instante. Sin contornos,
Nací en un pueblecito, en el Sur, que a mí siempre me pareció maravilloso. Desde mi aturdida e inocente niñez, con qué intensidad disfrutaba de las escapadas a la cercana sierra donde un halo de misterio y de miedo nos atraía irremediablemente. El colmo del placer, lo experimentábamos cuando chiquillos y chiquillas, contrariando las rígidas normas morales de aquellos tiempos, nos bañábamos semidesnudos en las aguas limpias del arroyo, fuera del alcance de las miradas de nuestros mayores.
No era una sensación de pecado, a nuestra edad incomprensible, lo que sentíamos al ver nuestros cuerpos desnudos. Por el contrario, era la fascinación por lo prohibido y la reafirmación de nuestra libertad ante tanta prohibición lo que nos lanzaba a ser osados y atrevidos. Éramos felices.
También recuerdo con nostalgia y cariño mis años de escuela. A esa edad, no se conocen, ni se entiende, de desigualdades sociales y todos éramos como polluelos alrededor de la querida maestra.
El mundo, desde el pueblo, se nos representaba como una nuez en la que nosotros éramos el núcleo principal. Era de ver y escuchar los comentarios de los neófitos al enterarnos de nuestra pequeñez, conforme la maestra nos enumeraba los infinitos nombres de países, montañas, ríos… ¡Qué desazón ante tanta grandeza! ¡Cuánto ensueño…!
Pero fue el amor con toda su grandeza e inquietud lo que marcó, verdaderamente, el comienzo de mi vida. Amor sencillo, inocente, envuelto en una aureola de inquietud y misterio, pero firme y sin fisuras como más tarde pude comprobar y sufrir en los momentos más amargos de mi vida.
Sus comienzos fueron para una adolescente de quince años, sensible e influida por toda clase de lecturas románticas de la época, como una bocanada de aire ardiente que como a una tea hacía consumirme entre mil ensueños.
Yo conocía a Ramón desde la escuela de párvulos, pero nunca habíamos intimidados como amigos, ya que nuestras familias pertenecían a mundos sociales totalmente diferentes, que en un pueblo, eran dos mundos que se ignoraban al margen de lo estrictamente profesional.
El padre de Ramón era un mediano propietario agrícola con una buena hacienda consolidada, mientras que mi padre era un simple asalariado temporero.
Precisamente fue esta necesidad profesional lo que dio lugar, de forma casual y graciosa, a nuestro romance. Era Julio y temporada de la recolección de las mieses. A la altura de estas fechas, la trilla estaba en su máximo apogeo. Todos los hombres útiles del pueblo y algunos de pueblos cercanos, estaban contratados y trabajaban a marchas forzadas, temerosos, patronos y trabajadores, de que las inclemencias y los caprichos del tiempo malograran lo que iba a ser el sustento de todos para el resto del año.
Los hombres dormían en las eras que rodeaban al pueblo y las mujeres se acercaban al caer la tarde, acompañadas de sus hijos, para suministrarles algún que otro capricho, junto con algo de ropa limpia. Eran momentos íntimos y de gran regocijo, después de la jornada agotadora, en la que los más jóvenes aprovechábamos para corretear entre las “parvas” de cereales ideando mil travesuras.
Yo quise imitar a la pandilla de “golfillos” que de una forma poco considerada y a grito en pecho, intentaban montar a un pequeño borriquillo blanco, que cual Platero Juanramoniano de la escuela, afilaba sus orejas e intentaba huir de aquellos cafres que le acosaban.
En uno de mis saltos, yo también conseguí subir a su lomo, con tan mala suerte, que el pobre animal, asustado por los gritos y algún que otro pescozón en el morro, brincó en su huída lanzándome por los suelos.
No recuerdo nada más de aquel momento que el susto de verme por los aires y el tremendo golpetazo que me di en la cabeza cuando toqué el suelo.
Cuando recobré el conocimiento, pude percibir que me llevaban en volandas y que unos fuertes brazos me estrujaban contra un pecho ancho y cómodo que poco a poco pude sentir y oler, ya en plenitud de mis facultades recobradas.
Me llevaban asustados al médico del pueblo y Ramón, desde la autoridad de hijo del patrón a la que se le añadía el arrojo de su fuerza, no había consentido que nadie más que él atendiera a mi desmayo.
Me siento capacitada y puedo decir que una puede calibrar y visualizar en un instante su futuro, en un momento de intenso goce emocional. Yo, así lo pude percibir mientras era estrujada entre sus fuertes brazos y absorbía con ansiedad el olor de su sudor fuerte y acre, pegada mi nariz a su robusto pecho.
Un enorme “chichón” en la cabeza, una pierna escayolada e infinidad de “visitas de cortesía” para interesarse por la hija de uno de sus peones, fueron la consecuencia, ya evidente desde fuera, de la dirección de sus sentimientos.
Tres años de noviazgo, maravillosos, emotivos, de un sincero y honrado conocimiento mutuo, nos llevaron, entre nubes de algodón, a unir nuestras vidas en matrimonio al finalizar el verano de 1935.
Mientras tanto, el mundo, al margen de nuestra historia sentimental, seguía rodando en esa rueda de intrigas, de odios y de desavenencias, que de forma tan cruenta iba a cebarse, sin proponérnoslo, en nuestras vidas. El país se estremecía ante sangrientos acontecimientos, que aun de forma atenuada por la distancia de los centros de poder, también sembraban la inquietud y la zozobra en los medios rurales.
El triunfo de la Republica, después de superadas las fuertes presiones que se sufrieron en los pueblos hasta las votaciones, había hecho renacer hermosas esperanzas fuertemente atadas por planteamientos atávicos, así como frenadas en sus reivindicaciones por una falta total de preparación académica. En los primeros meses del nuevo gobierno, se vivieron los momentos más gozosos para un mundo de desheredados que cifraban sus renacidas esperanzas en el reparto de la tierra, así como en la apertura de las “escuelas para mayores”, donde hombres y mujeres más que maduros, una vez terminadas sus siempre agotadoras jornadas, todavía tenían tiempo para alcanzar ese ansiado anhelo de cultura, hasta esos momentos sólo al alcance de los más privilegiados económicamente.
Ramón, joven agricultor pero con una buena preparación académica, fue de los primeros en darse cuenta y ver muy claro los beneficios de esta nueva política y dedicaba parte de su tiempo libre –que nos pertenecía a los dos- en ayudar al joven maestro que al pueblo, como una bendición, nos había tocado en suerte.
Si había algo más que pudiera colmar nuestra felicidad, esto fue el nacimiento de nuestro hijo. Me daba miedo tanto tiempo tocando el cielo con la punta de los dedos. Pero mi egoísmo de madre y de esposa feliz, me hacía pensar que este estado de bienestar era por méritos propios que nadie me podría arrebatar.
¡Qué equivocada estaba!
A mediados de julio del año 36, en plena faena de los campos, una noticia corrió de boca en boca, que como si fuera una plaga de langosta sobre hermoso trigal, fue silenciando los pueblos, haciendo que nos atrincheráramos en nuestros hogares a la espera de una pronta resolución de tan grave problema: un nuevo golpe militar, una vez más en nuestro atormentado país, intentaba torcer lo que había sido el ansiado deseo de un pueblo, cansado de gobiernos ineficaces y corruptos.
Hago mención a las langostas, porque el que haya vivido alguna vez la experiencia de ver una plaga, habrá observado que primeramente se produce un gran silencio, de donde poco a poco va emergiendo un rumor desconocido, irritante, que va creciendo de volumen al mismo tiempo que aparecen los más fuertes ejemplares, haciendo de guías a la ensordecedora y chirriante masa, que como abrasadora llama dejará el campo esquilmado y a los labradores con una bola de sangre y hiel en la boca del estómago.
De la misma manera anteriormente descrita, a los pocos días de la asonada y según se iba confirmando el avance de los militares rebeldes, como gusanos salidos de mala tierra, como lobos sangrientos saliendo de sus madrigueras, así, los individuos más violentos, que hasta esos momentos cobardemente habían estado silenciados, fueron dejando por los pueblos un reguero de sangre y de miedo, hasta colmar sus insaciables instintos más repulsivos.
Todo era válido para sus oscuros intereses: malquerencias, deudas que no se querían pagar, envidias familiares, amores despechados… y, por supuesto, diferencias ideológicas como principal causa de acción para sus criminales propósitos.
Así, de una forma soterrada y con el miedo como acompañante durante todas las horas del día –horror por las noches-, nos fuimos enterando de las detenciones de los más significados individuos del pueblo, para encontrarnos con la miserable sorpresa de saber, que sin posibilidad alguna de defensa y precedidas de cobardes humillaciones, eran fusilados contra las tapias del cementerio.
Una vaga inquietud me zarandeaba interiormente, sabiendo que el compromiso social al que se había adherido muy gustosamente Ramón, le hacía vulnerable ante cualquier denuncia, así como blanco perfecto de escarmiento para “señoritos desclasados”. Sin embargo, en el interior de mi alma, habitaba la esperanza de que este mismo origen social de donde provenía, fuera su escudo y su tabla de salvación en caso de peligro.
No fue así. Una tarde no volvió a casa a la hora acostumbrada. La noticia de su arresto, junto con las de varios campesinos jóvenes políticamente comprometidos con la causa de la República, a las que se les añadía la del nuevo maestro, fue sacudiendo como una descarga eléctrica cada rincón del acobardado pueblo.
Otras mujeres tuvieron el valor de enfrentarse a los guardias civiles que custodiaban a los muertos para envolverlos en una última mirada de cariño. Yo no. Mi miedo, mi angustia, fueron tan desproporcionados, que me refugié con mi pequeño hijo entre los brazos y di rienda suelta a mi asco por el pueblo, por los hombres…, por la vida…
Quise mantener vivo su recuerdo en mi corazón. Un recuerdo de mujer enamorada de su hombre: fuerte, guapo, honrado…
De la misma manera que no quise verle muerto, jamás me acerqué a la fosa común donde fueron arrojados como perros sus restos. Viviría siempre en mi recuerdo y en el hijo que me había dado.
Así cerré una etapa de mi vida. ¿Pero se cierra verdaderamente una etapa con sólo desearlo?
El triunfo de los asesinos, las cicatrices producidas por el dolor de un pueblo, el silencio de los hogares rotos, la grisura de unos años de hambre y desesperanza, fueron resbalando sobre mi vida sin que me diera cuenta de mi verdadera situación.
Fueron los ojos, inmorales, licenciosos y arrogantes de aquellos fantoches, los que me permitieron salir de mi modorra o de mi intimidación.
Los mismos que habían matado a nuestros maridos e hijos. Los que habían arruinado nuestros hogares habiendo dejado huérfanos a nuestros hijos. Los mismos que se proclamaban defensores de la moral y de los principios católicos de la sociedad española y que en su defensa se habían levantado contra el gobierno anticlerical y revolucionario. Esos mismos, eran ahora los que extorsionaban a los vencidos pagándoles jornales de miseria. Los que se apropiaban de los bienes que significaban los últimos recursos para sobrevivir. Los mismos que en momentos de máxima necesidad, abusaban sexualmente de las pobres viudas, por el pobre recurso de un trabajo o de unos duros con que alimentar a su prole.
Cuando me vi acosada, requerida contra mis más firmes convicciones morales, cuando ni mi propia familia ni mi fortaleza de ánimos pudieron servirme de ayuda, tomé una firme decisión: MARCHARME. Alejarme con mi dolor dejando atrás mi familia, desgajándome de mis raíces. Hasta mis pertenencias más íntimas quedaron olvidadas. Solamente arrastré conmigo mis recuerdos. Y a mi hijo.
Madrid. Años de soledad. De estrecheces. ¡Pero libre! ¿Libre? ¡Qué pobre tonta!
Con qué facilidad utilizamos este término. Para ser libres se necesita independencia y ésta está al alcance de muy pocos afortunados. Sentirse dependiente de alguien, de algo –contra nuestra voluntad-, nos limita, nos esclaviza.
En esto pensaba cuando después de muchas horas de viaje en un tren de tercera, cansada y llena la cara y la boca de carbonilla, veía pasar con los ojos llenos de lágrimas las pobres casuchas de los barrios periféricos de una ciudad que me pareció caótica, sucia, pobre, conforme me iba a cercando a la estación del Mediodía. Y a donde en el más pobre de sus barrios fui a asentar mi residencia.
Frío, miedo, trabajo, basuras, cansancio, ratas… Soledad. Siempre la misma sensación de abandono que me perseguía desde la muerte de Ramón.
Sin embargo, es en el peor de los lodazales donde crece la flor más hermosa. Era un dicho campesino que aquí, en la ciudad, se cumplía con fidedigno rigor. En aquellos barrios insalubres, faltos de todo lo necesario para el desarrollo, tanto físico como intelectual, fue creciendo el pequeño Ramón con un vigor y un desparpajo que me llenaban de asombro y de oculto orgullo.
Mis esperanzas crecían conforme crecía aquel muchachote fuerte y guapo que alcanzaba buenas notas en sus estudios y se hacía respetar por sus profesores. Mucho trabajo puse para completar su formación. Muchas pequeñas renuncias personales. El resto lo puso él con su esfuerzo y sus ansias de superación.
Estudios. Becas. Más estudios. Exámenes que nos dejaban a los dos completamente extenuados. Universidad. Más esfuerzos. Éxito rotundo en el fin de la carrera. Viajes de perfeccionamiento. Ausencias cada vez más largas. Nuevamente, la soledad como compañera.
Voy intentando acabar mi relato.
Al mismo ritmo que aumentaba su éxito profesional, iba creciendo nuestro desencuentro. Mi hijo hablaba ahora un lenguaje que yo desconocía. Nos callábamos los dos. Las ausencias de casa eran cada vez más largas y yo, apenada, veía cómo aquel pedazo de mis entrañas se iba alejando de mí a pasos forzados. La ambición le fue ganando la partida. Había descubierto otra vida, donde el placer, el lujo de la abundancia y la fama, eran el premio que se les concedía a los ganadores. Él siempre jugó a ganador.
No es un reproche. ¡Te lo juro! Quiero sólo justificarle, perdonarle, si es que una madre tiene algo que perdonarle a su hijo. Habían sido años muy difíciles para un niño brillante como él, que ahora quería resarcirse.
Me da pena decirlo, pero hasta su madre era una carga, una rémora del pasado. Se avergonzaba de mí y me fue apartando de su vida. Me olvidó.
Ya no era la joven animosa que se puso el pueblo por montera. Mi ánimo fue decreciendo, fui perdiendo defensas ante la vida y mi propio cuerpo me pidió cuentas de esta dejación. Enfermé. Me vi sola y abandonada en un hospital para gente pobre como yo. No quería vivir, pero aún mi cuerpo tenía resistencia para negarme este último deseo. Enferma, sin trabajo, sin ilusión, dejada del más mínimo deseo de cuidarme, vagaba por las calles de mi barrio como una sombra que se adelgaza con el paso de los días.
Una mañana, perdiendo el tiempo ante el escaparate de unos grandes almacenes, me desmayé. Cansancio, hambre, dejación… ¡Yo que sé! Puede que todo a la vez. Cuando recobré mis sentidos, personas caritativas me rodeaban dándome ánimos al mismo tiempo que se compadecían de mi desamparo y de mi humilde presencia.
Cuando me vi, nuevamente sola, tenía entre mis manos una considerable cantidad de dinero, con el que habían lavado su conciencia, mis compungidas auxiliadoras.
Fue el comienzo de mi mendicidad. Me acostumbré a extender la mano y casi siempre me encontraba en ella unas monedas como premio a mi atrevimiento. Años de dejación de cualquier actitud moral o ética, en otros tiempos impensables. Era cuestión de tiempo. Y mi cuerpo me señalaba, cada vez con mayor frecuencia, que mi tiempo estaba agotado.
Paseaba un día mendigando por los alrededores del Teatro Real, donde se ofrecía un acontecimiento memorable, según comentarios. ¡Qué derroche de lujos! ¡Qué hermosísimas damas, acompañadas por elegantes señores vestidos para la ocasión! ¡Qué coches, Dios mío!
De uno de los brillantes y relucientes coches, negro como el ébano pulido, se estaba bajando una elegantísima pareja. Cuando tuve la osadía de acercarme a ella con la mano extendida, lo reconocí. ¡Qué guapo, Dios mío! ¡Con qué elegancia llevaba su atuendo! ¡Qué hermosa dama le acompañaba y cómo lucían sus joyas sobre su blanca piel!
El también me reconoció.
Mi primer impulso de arrojarme a sus brazos, quedó al momento paralizado al mirar sus duros ojos, donde el asombro y el miedo le hicieron perder momentáneamente su prestancia.
- “Manuel –se dirigió al conductor-, acompañe a la señora. Yo les sigo en un instante”.
- “¿Pero qué haces Ramón? Date prisa que llegaremos tarde” –pronunció con cristalina voz su acompañante.
- “No te preocupes, es sólo un momento.”
-“¿¡Qué haces aquí y así vestida!? ¿No te da reparos presentarte con esa facha?”
-“¡Pero hijo! Si solamente estoy pidiendo limosna”.
-“¡¡¿Limosna?!! Tú me quieres avergonzar”
-“¡No hijo! ¡No! Pero como no has querido saber nada de mí. Después de tantos sacrificios como yo he hecho por ti…”
-“¡¡¿Sacrificios?!! Yo no le debo nada a nadie. Todo lo he conseguido a base de mi esfuerzo, de mi inteligencia, de mi trabajo”.
-“Pero aquel niño que yo…”
-“¡Ah! ¡Ya! ¡Lo de siempre! ¡Cómo no ibas a echarme en cara mi niñez! ¿Te lo pedí yo? ¿Acaso me reprochas que…?
-“¡No hijo! Yo no te repro…”
-“¡Está bien! ¿Qué es lo que te debo … dos cántaros de leche? ¡Toma! ¡Estamos en paz!
Cuando recobré el conocimiento, aún conservaba entre mis manos, arrugado pero nuevo, un billete de cinco mil pesetas, que todavía conservo como recuerdo de aquella afrenta.
¡Espera! ¡Toma, te lo regalo! Como regalo de este día. Guárdalo como el mejor recuerdo que tengas de mí. Yo sé que tú nunca se lo entregarás a tu madre como pago por sus desvelos”.
He seguido visitando la plaza de Atocha y siempre miro con ansiedad el sitio donde un día me la encontré. Pero nunca la he vuelto a ver. ¿Dónde estás, mi viejecita?
Los que tienen el Don de la Fe, dicen que hay un Sitio donde se premia o se castiga el quehacer de los hombres en este mundo. Yo no lo creo. Pero si así fuera, yo sé, mi querida amiga, que estarás descansando y regalándote con toda la felicidad que este mundo te negó.
Y si ves a mi otra viejecita, que también se marchó ya y que estará por esos mismos lugares de felicidad, dile que me acuerdo mucho de ella. Os quiero a las dos.
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