domingo

EL AMANECER DE UNA NUEVA VIDA

A mi querido amigo el poeta Francisco Cerro y a su esposa Caty,
por su sensibilidad, su amor a Extremadura y porque hacen
que los amigos nos sintamos felices en su compañía.





Siento profunda nostalgia al recordar las calles del pueblo llenas de gente; del bullicio de las fiestas patronales con la plaza a rebosar de un público joven y escandaloso con los ánimos predispuestos a alcanzar, por unas horas, el mayor grado de animación y de regocijo.

Por el contrario, hoy, desgraciadamente, todo va siendo distinto. Los pueblos se han ido ahogando en su propio abandono y, poco a poco, se han ido despoblando, conforme sus hombres y mujeres más jóvenes y fuertes han preferido emigrar a las ciudades, buscando un futuro que aquí, en su tierra, la necedad y la ambición de unos pocos les negaban.

El pueblo, ha ido perdiendo con el tiempo sus señas de identidad, y hoy, en las resolanas de sus plazuelas y en el mentidero de su plaza principal, unos hombres viejos desentumecen sus doloridos huesos mientras rememoran unos tiempos ya pasados, irrecuperables, o recuerdan a sus hijos, habitantes de ciudades que ni conocen, mientras esperan dulcemente la llegada de la muerte.

Por eso, entre tanta añoranza y dolor por lo perdido, quiero esta vez relatar un acontecimiento tan gozoso como es el nacimiento de un niño, porque abre una puerta a la esperanza en este secarral en que se nos están convirtiendo los pueblos como en el que me encuentro.

Pero mejor que contarlo yo, deseo que sea nuevamente un niño el que nos lo relate, porque su mirada cándida y la redacción de los hechos, desde su inocencia sorprendida, espero que sea más amena y emocionante que el relato sin alma de un pobre y olvidado viejo emigrante.

“Estoy escondido en mi pobre cuarto, pero con los oídos atentos a todos los ruidos del interior de la casa. Y no será porque yo lo haya querido, sino porque me han obligado a recogerme en él, en estos momentos de inexplicable nerviosismo como en ella se respira.

Y todo cuanto sucede, que a mí me tiene desde hace muchos meses en permanente tensión y sin llegar a comprender del todo lo que está pasando, es porque según me cuentan, mi madre va a parir. Bueno, dicho en palabras finas de niño de buena familia, según me señalan mis tías, es que mi madre va a dar a luz.

Y digo yo con todo el respeto que el caso me merece: ¿Qué tendrá que ver el parir con las bombillas de mi casa?

La verdad, es que llevo mucho tiempo que no me encuentro; estoy desorientado, perdido en un mar de dudas que me hacen sufrir como a los protagonistas de los seriales de la radio. Lo cierto es, dicho con el cariño que le tengo a mi familia, que las personas mayores son muy raras y pocas veces son sinceras con nosotros los niños. O se creen superiores, o piensan que somos tontos y no nos damos cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor. Pero, pienso yo, y esto se lo he comentado a mi amigo y vecino Tomasito, que por cierto, él mismo tuvo que pasar por el mismo trance cuando parió su hermana –¡Un hijo del pecado, según las vecinas ¡-, que las cosas son mucho más sencillas de lo que ellos se creen.

¡Bueno, no tanto! La verdad es que no entiendo nada y que cada vez que abro la boca para preguntar sobre el tema, siempre hay una voz familiar femenina que me manda callar diciendo: “Niño, esa pregunta no se hace que es pecado”.

Y ahí, ahí es donde yo me acongojo. Porque: ¿Cómo va a ser pecado lo de parir si mi madre es más santa que la Virgen de la iglesia? Además, tiene que ser mentira porque yo de estas cosas sé mucho y a mí nadie me engaña.

Pero como quiero ordenar mis ideas y no dejarme llevar por el desconcierto, voy a contaros desde el principio cuanto me ha sucedido desde que hace nueve meses me enteré de la noticia.

Mi amigo Manolón, un bruto del barrio del Cerro que no tiene más cultura que la que ha aprendido cuidando las ovejas y los guarros de su padre, fue el primero que me lo comunicó: “Chaval, vaya puntazo que le han dado a tu madre. Ya verás como pronto engorda como una vaca. Tu padre la tiene preñada”.

¡Mira! Si vierais la rabia que me dio el que aquel animal nombrara de aquella manera a mi madre y la comparara con sus ovejas o con las vacas del tío Genaro. No me pegué con él porque, dicha sea la verdad, le tengo miedo y sé de buena tinta, que aparte de ser muy fuerte, es el mejor del pueblo con el tirachinas y con la honda. ¡Claro que con su oficio! ¡Así cualquiera! Y es que hay gente que tiene suerte desde que nacen.

Bueno, a lo que iba: que aunque me enfadé mucho no logró engañarme. ¡A mí me iba a engañar ese patán! El no sabía que el Tomás y yo estuvimos viendo un día, escondido entre los zarzales, como montaba un toro enorme, gordo como el sacristán del pueblo, a las dos vacas del Rufino.

El Tomás, que es más mayor que yo, resoplaba y maullaba como un gato salvaje mientras me iba explicando el tema a su manera. Para mí, y con todo el respeto que me merece mi amigo, es que no sabía mucho más que yo, porque no le entendí absolutamente nada de lo que me estaba diciendo. Y es que las cosas son mucho más sencillas de lo que las hacemos nosotros: el toro se sube sobre la vaca, le muerde el cuello cuando lo alcanza, y: ¡ya está! Ésta se queda preñada. Igualito que los conejos; o como el gallo, que le pica en la cresta a las gallinas y éstas tienen pollitos. ¡Qué manera de complicar las cosas tiene la gente!

Y ¡claro! Sabiendo lo que yo sabía sobre el tema, cómo viene el tonto del Manolón a decirme que mi padre ha preñado a mi madre. ¡Ni que fueran animales! Además, que yo sabía que mis padres eran muy buenos –mejor mi madre ¡eh!–, y no eran capaces de hacer esas guarradas. ¡Menudo era mi padre! Anda que si llega a enterarse…

Pero la duda ya estaba arañando en mi inseguro ánimo. No podéis ni imaginaros las horas de sueño que la chismosa noticia me robó en noches y noches de dudas. Porque veréis: basta que uno no quiera pensar en una cosa, para que la maldita idea se te cuele, sin tú quererlo, en todo lo que haces a diario.

Os confieso que desde entonces empecé a espiar a mi madre durante todas las horas del día –mi padre no contaba en este asunto tan importante y creo, Dios me perdone, que él también estaba al margen de la noticia, o, y esto sería peor en un hombre mayor, sabedor de ella, estaba tan confuso como lo estaba yo–. Mañana, tarde y noche, siempre estaba pendiente de sus estados de ánimo para ver si cazaba alguna novedad que me iluminara.

Pero, chacho, no había forma. Qué raras son las mujeres mayores y qué forma de hablar tan extraña tienen cuando están juntas y de comadreo. –Esto me lo dijo mi padre: nunca en tu vida entenderás a las mujeres–. Él sabrá el porqué me lo dijo. ¡Digo yo!

Además, que no son serias y se dedican a cotillear sobre las vecinas ausentes: que si la fulana ha dicho, que si la zutana ha hecho, que si tal, que si cual… Y ¡ja, ja, ja! Pero si parece un gallinero cuando huelen a la zorra. (Perdón por la palabrota).

Fijaros si tengo razón en lo que digo: una tarde entro en el cuarto en que están cosiendo mi madre, tres vecinas y mis dos tías, para pedirle la merienda y por encima de las bromas de éstas hacia mi persona (que qué guapo; que vaya mozo bragao que voy a ser; que si… bueno, vamos a dejarlo que me da vergüenza y me salen los colores), oigo decirles muy seria a mi madre: cuidadito con lo que decís que hay ropa tendida y moja. Yo, que tengo muy buena vista y soy capaz de ver un pardal en lo más tupido de un olivo (¡os lo juro por el Niño Jesús!), fui incapaz de ver dónde estaba la dichosa ropa. Y es que, ya lo he dicho anteriormente: son tan raras las mujeres mayores…

Así que, entre dudas y asombros, me fui dando cuenta de que la salvajada del Manolón era cierta: mi madre estaba preñada.

Jopé, chacho, qué vergüenza he pasado estos meses. La verdad es que no hay derecho a que nos avergüencen nuestros padres esa manera. Porque, vamos a ver: ¿Qué diferencia hay entonces entre una mujer (mi madre en este caso) y las vacas del tío Genaro?

¿Y las risitas de los compañeros cuando íbamos a misa? Hasta el carácter me ha cambiado. Ya ves tú. Tan raro me he vuelto, que yo, que siempre me he sentido orgulloso de mi madre y nunca me he despegado de sus faldas, ahora, en estas circunstancias en las que se encuentra, no quiero ni acompañarla a la compra en el mercado, renunciando a las golosinas que siempre me daba Blas, el frutero, o el graciosillo del Epifanio, siempre con un chascarrillo verde en su desdentada boca y que ahora se le van los ojos a la cada vez más abultada barriga de mi madre.

¡Chacho! Que sudores pasaba. Pues, ¡no me he meado en los calzones ante tanta miradita y tanta sonrisita cómplice!

¿Y los paseos del domingo por la plaza del pueblo? No quiero ni contaros los comentarios de las mujeres ni los cachondeos de los hombres al ver cómo iba creciendo el “bombo” de mi madre. Lo que no comprenderé (vuelvo a jurar por el Niño Jesús), es la actitud de mi padre: o todavía no se había enterado de lo crecido de la barriga de mi madre, o es que le parecía normal la situación. Es más, cuando paseaba, parecía un pavo real y hasta presumía de ver a su mujer en tan comprometida situación. ¡¡Y no le daba vergüenza!! No entiendo a los mayores, la verdad. No los entiendo.

Y aquí me encuentro. Encerrado en mi cuarto, sin sueño y escuchando el ir y venir inquieto de las mujeres que entre cuchicheos se piden unas a otras agua caliente y toallas limpias. ¿Serán capaces de pensar en lavarse a estas horas de la madrugada mientras mi madre grita lastimosamente? ¿Qué estará pasando en la habitación de matrimonio que hasta han echado a mi padre de ella y está el pobre dando paseos por el patio, masticando más que fumando, su tabaco?

Ni mi hermana, que se dice muy lista y saberlo todo, es capaz de comprender lo que está pasando. Y tengo razones para afirmarlo, porque esta misma tarde, cuando empezaron los primeros avisos de que algo iba a suceder, yo, que siempre he confiado en ella y esperaba una respuesta inteligente de hermana mayor, me dijo: “no te preocupes, es que va a venir la cigüeña”.

Será tonta la muchacha. ¡La cigüeña! Pero si las cigüeñas son aves torpes que no saben volar de noche. Además: yo que soy más listo que ella, desde que me dijeron que a los niños los traen las cigüeñas, he estado durante meses observándolas en la torre del pueblo y jamás las he visto traer en el pico nada que no sea una culebra o una rana para sus cigüeñinos. ¿Por qué me miente entonces?

Bueno, que no quiero seguir pensando y que me voy a ir a acostar. Lo que tenga que pasar pasará. Aunque yo esté dormido. Lo único que me molesta es que no confíen en mí y piensen que todavía soy un crío.

¡Hombre! Digo yo, que con siete años y con mi experiencia, creo que merezco un respeto. Lo hablaré mañana con mi a migo Tomás. Ya veréis cómo él, que pasó por la experiencia de su hermana (¡qué buena está la tía!), me lo explica mejor que estos ignorantes que tengo por familia.

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