domingo

EL MAESTRO

A don Fernando Pérez Marqués, mi maestro,
quien me enseñó amar a los libros y a quien,
desde el recuerdo de una lejana –pero nunca olvidada infancia-,
le debo el agradecimiento de estas humildes páginas.


Todas las sociedades están regidas por normas específicas y dirigidas por determinados personajes que son los que, a la postre, hacen que estas agrupaciones se coordinen y marchen al unísono a la búsqueda de un determinado fin común. Da igual que dichas comunidades estén formadas por animales ¿irracionales? (abejas, con su reina, sus obreras y sus zánganos; roedores, con sus avanzadillas de individuos más frágiles que prueban los venenos; aves, con sus elementos más fuertes que las guían en sus migraciones anuales… etc.), o, el mismo hombre, animal racional según él mismo confiesa con discutible orgullo, cuya organización comunal está regida por leyes en las que –según ellos- sus más preparados elementos son los encargados de hacerlas cumplir, para alcanzar, con el mayor grado de bienestar, lo que ellos mismos eufóricamente llaman, una sociedad civilizada.

Mi pueblo, por muy pequeño que sea, no es distinto a cualquier otra agrupación de hombres y mujeres y también está regida por estas inapelables normas de convivencia. Pero yo, ajeno y distante desde mi altura, quiero hacer una observación que complementa más que disgrega, estas aseveraciones con que me he permitido introducir el presente relato que ahora rememoro: y es que entre la caterva de los que llaman “hombres importantes”, que pululan por mi pueblo, hay que señalar la diferencia entre hombres imprescindibles y fantoches, estos últimos, sin más utilidad, que el de dar relumbre a los llamados actos sociales.

De los segundos, no quiero perder mi tiempo y, solamente, me atrevo a señalar a los que de una manera u otra, son los principales protagonistas, o guías, de esta comunidad rural a la que en estos momentos represento, y que son, según mi humilde entender: el médico, el cura y el maestro.

Tres pilares fundamentales en cualquier comunidad civilizada, porque son los encargados de mantener, por orden de señalización, la salud física, la salud espiritual y la salud cultural de dicha colectividad.

Pero es del maestro, en este caso concreto, del que nos vamos a tomar la familiaridad de introducirnos en su vida desde la mirada inocente y de admiración de un niño, cuyo magisterio influyó de manera tan decisiva en su formación de aprendiz de hombre, que ya para siempre quedó unido a él, y en el que permanecerá su grato y ejemplar recuerdo como testimonio de una labor hecha con la entrega y dedicación de un verdadero artesano de la enseñanza.

Este relato nos debería llevar a pensar a todos el cómo un trabajo, cualquiera que sea el mismo y la ejemplaridad del sujeto que lo realiza, sirve siempre de modelo a futuras generaciones, en cuyo seno prenderá su semilla y enraizará con la fuerza suficiente para hacer de ellos ciudadanos útiles a la comunidad a la que pertenecen.

* * *

“No debería decirlo, porque de nuevo me tiene castigado sin el ansiado recreo, pero las cosas son como son: mi maestro es un genio que lo sabe todo. Y digo yo: ¿Cómo siendo un hombre pequeño de estatura puede tener una cabeza tan gorda en la que le cabe toda la Enciclopedia Álvarez? Bueno, la Enciclopedia y mucho más, porque hay que ver la cantidad de libros que tiene en esta habitación de su casa en la que me encuentro haciendo los deberes que me ha mandado.

Dicen, y yo creo que debe ser verdad porque él nunca miente, ¡que se los ha leído todos! ¿Cómo va a caber en una cabeza, por muy gorda que la tenga, tantas letras? Y es que hay gente, que de puro cariño que le tienen dicen unas cosas…

Me cuesta confesarlo y me podréis llamar tonto, pero en el fondo me encuentro feliz en esta casa tan calentita, donde yo sé, aunque aparenten seriedad conmigo, que me quieren, por muchas regañinas que me metan o por muchos libros que me hagan leer como castigo.

Bueno, yo a lo mío, que “oveja que bala pierde bocao”, como me dice el mismo maestro. Esto lo digo, porque hace un rato, don Fernando –así se llama mi maestro-, se ha levantado de su mesa-despacho, ha dejado sus gafas y su pluma sobre el escritorio y con una voz de autoridad que me impresiona –yo creo que lo hace adrede para no aparentar debilidad delante de mí-, le ha dicho a su esposa Isabel: “mujer, prepáranos algo de picar que hay que saber alimentar por igual al alma que al cuerpo”.

¡Mira! A mí es que se me salió el alma que él dice por los ojos cuando apareció por la puerta tan querida mujer con un enorme bocadillo de chorizo en la mano. Y aquí me tenéis: en mi cómoda mesa de estudio, con un libro que tengo que terminar de leer y de resumir –“en dos folios, muchacho, aprende siempre a resumir un libro en dos folios”-, y resumiendo, o mejor dicho, consumiendo tan rica pitanza.

Y ¡claro! Como en mi casa lo estamos pasando tan mal desde la muerte de mi padre, no os extrañe que algunas veces me haga el burro y que me exceda en mis travesuras para ver si el maestro me castiga de nuevo.

Yo sé que no hago bien en engañarlo y que hasta puede ser un pecado, pero ¿cómo le digo que tengo “gazuza” y que mis tripas cantan más fuerte que el coro de la iglesia en la misa de la patrona?

Además, aunque mis amigos se rían últimamente de mí y me falten el respeto que merezco como jefe de la pandilla –“chacho, qué fino te estás volviendo con tanto leer libracos (me dicen)-, debo confesar nuevamente que cada vez me gusta leer más y que devoro, más que leo, algunos libros de aventura que me presta.

Qué sabrán estos brutos que no piensan más que en pedreas y en robar los higos de la huerta de “el chovo”. Por ese camino, nunca llegarán a ser hombres de provecho, me dice el bobo del sacristán.

Bueno, esto último, lo del provecho, la verdad es que no llego a entenderlo del todo, porque aquí, en el pueblo, o vales para jornalero y te pasas el día trabajando de sol a sol por un jornal de risa -¡ciento cincuenta reales me pagaron el otro día por ir a coger algodón; y eso que dicen que soy muy espabilao para esas faenas!- O, en cuanto tienes edad de trabajar, emigras a las ciudades. ¡Pero si cada vez somos menos en el pueblo y hasta para hacer pandillas tenemos problemas! Así que, ya veis, ni pelearnos con los niños ricos de la plaza vamos a poder a este paso.

Claro que como nos vayamos todos los pobres del pueblo, no sé qué van a hacer los señoritos. Con esas barrigas tan gordas y los pocos ánimos que ofrecen en la puerta del Casino, a ver quién es el guapo que les manda recoger aceitunas o segar con el hocino sus propios campos.

Ellos, con beber y asistir a misa de doce los domingos, tienen cumplida la tarea. El Pedrito, el hijo del herrero (dicen que su padre es de la cáscara amarga –la verdad es que esto tampoco lo entiendo-), me ha jurado que todos los males que pasan en el pueblo y el no sé qué de las injusticias entre los hombres, es porque no hay Dios, y que si lo hay, lo tienen secuestrado los ricos.

¡Hombre! Yo creo que exagera y que dice las mismas burradas que su padre, al que con dos vasos de vino se le calienta la boca y luego tiene que pasar más de una noche en el calabozo del cuartelillo.

Porque, vamos a ver: confieso que a mí no me gustan esos señorones que se pavonean por el pueblo sin tener nada que hacer durante todo el día, mientras que otros trabajan para ellos, pero decir que a Dios lo tienen secuestrado y que lo mandan a su antojo, es compararle –que Él me perdone-, con el bobalicón del señor alcalde, que ¡ése sí! Ése, bien que les lame el culo a los señoritos mientras que gallea y atemoriza a los pobres, cuando se hace acompañar por los alguaciles.

Como el Pedrito no va a misa, no sabe el muy animal –esto lo digo porque es el mejor de mis amigos y le quiero mucho-, que a Dios lo tiene guardado el señor cura en una cajita de oro en el altar mayor (Sagrario, como mi abuela, dicen que le llaman –qué cosas ¿Verdad?-, y que cuando termina la misa, lo encierra con una llave que luego él se guarda para que nadie lo toque.

Además, que si eso fuera cierto, ¡menuda la que se armaría! ¡Hasta la guardia civil tendría que meter mano, que para esas cosas de la religión son muy serios y no aguantan una broma! ¿No los habéis visto en las procesiones de Semana Santa? ¡Menudo son y la mala leche que se gastan con esos bigotes que parecen cepillos!

¡Chacho! ¡Pues no me he dormido sobre el libro con este calorcito y me he puesto a pensar en las musarañas! ¿Qué habrán pensado de mí los dueños de la casa si me han visto? ¡Qué vergüenza! La verdad.

Digo yo, que pensarán que no tengo educación. Y eso sí que no ¡eh! Pobre, sí, y mucho; malo… más que un diablo cojo (¡cómo me gusta que me lo digan!); pero educado, también. Que me lo dicen todas las vecinas de la calle cuando me ven pasar con la cartera y el libro en la mano: “Antoñito, hijo, a este paso llegarás a Ministro”. Ya ves tú si son tontas las mujeres. A Ministro. ¡Casi na lo del ojo y lo llevaba en la mano!

Y es que se creen que yo soy como don Carlitos, el secretario del Ayuntamiento, que mucho presumir de finolis y luego se va tirando cada pedo por la calle, que tiembla el misterio.

Y es que son…

Pero voy a dejar de decir tontunas y a ver si me están esperando los de la panda, que tenemos pendiente la partida de “repión” de esta mañana. ¡La leche, vaya paliza que me dieron! ¡Pues no me han roto dos de mis mejores peonzas! El muy c… del Gory, tiene una puntería que ni el Guillermo ese de las novelas, que donde ponía el ojo ponía la flecha.

Pero es que con tanto pensar, estoy perdiendo la idea que quería contaros sobre mi maestro. Y es que como dice mi madre: “el hambre afila el ingenio y la barriga llena lo embota”. Bueno, pues así estoy yo después del bocadillo de chorizo y de la cabezada de sueño: embotao. ¡Ahora sí que comprendo a los ricos!

Ayer viernes hemos estado toda la clase en el campo, porque dice don Fernando que: “la mejor escuela que podemos tener es la propia naturaleza”.

¡Ya ves tú! A nosotros, que nos pasamos las horas cazando ranas en el arroyo o cogiendo nidos de pardales en los olivares del pueblo. Pero si él lo dice, no voy a ser yo quien lo ponga en duda, porque nos lo ha dicho el cura: “Muchachos, dejad al maestro que se explique, aunque sea un burro, que para eso es el maestro”. Qué cosas se le ocurren al señor cura. ¡Y encima se ríe!

Pues fijaos: por una vez le voy a dar la razón al cura en contra de lo que pueda parecer de que yo no quiero al de la sotana –y es que cada vez que me coge me pega cada capón que me tiemblan hasta las orejas-. Os decía, que le doy la razón, porque cuando salíamos hacia la sierra cercana con la merienda en la tartera y muchos botes de cristal con que guardar insectos para nuestra colección de clase, aparece don Fernando con un burro del cabestro, que más que guiarlo, parecía que se venía pegando con él.

¡Qué risa, chacho! Don Fernando, que ¡arre burro! Y el burro, más listo que el hambre, que si quieres coles, Catalina. ¡Vamos, que no andaba!

No veáis el cachondeo que se armó hasta que conseguimos que el pobre animal se pusiera en marcha. Cómo sería el penco, que el maestro desistió de montarlo como era su intención. ¡Para que luego nos lea como ejemplo, la historia de un burrito blanco y bueno al que llamaban Platero!

¿Cómo van a ser los burros buenos si les hacen trabajar, les dan de comer mucha paja y poca cebada y encima les pegan como a animales?

¡Menuda mala leche se gastan y las coces que pegan si te descuidas! ¿Y cuándo afilan las orejas? Ni el tío Bodegas es capaz de igualarles en tozudez. ¡Y mira que es animal el tío!

Don Fernando, ya más sereno y con el burro del cabestro, mientras dirigía nuestros pasos hacia la cercana sierra, con una sonrisita muy suya –que parece que nunca ha matado a una mosca-, nos dice entre broma y serio: “es el que me faltaba en clase para completar el cupo”.

¿Qué habrá querido decir, que va a meter al burro en la escuela? ¡Pues anda! Que yo creo –y lo digo con todo el respeto que mi maestro me merece-, que con el Tomás, el Gory y un servidor, tenemos bastantes orejeras entre los bancos. ¡Qué gracioso se nos ha vuelto el maestro!

Hemos hecho la primera parada en “la fuente del berro” para poder lavarnos con el agua fresca que nace por entre las rocas. El maestro, ya dueño del rebaño, nos ha contado el por qué del nombre de la fuente y que: “los berros son plantas medicinales que nada más crecen en aguas limpias y cristalinas”.

La verdad es que uno no se cansa nunca de beber esta agua que se escapa entre juncos y zarzamoras. Cuando nos reúne en corro alrededor de la fuente para darnos la primera lección del día, a mí, os lo aseguro, me llena de gozo:

Dios es el Creador del Universo –nos dice-, de todos los animales y del hombre; de las plantas y de las aguas y todos pueden estar en perfecta armonía sin que ninguno sobre pero sin que ninguno falte. El secreto está en el respeto que la Obra de Dios nos debe merecer a los seres racionales y la salvaguarda a la que nos obliga nuestra condición de seres hechos a la imagen y semejanza del Creador”.

¡Es que me entra una cosquilla en la barriga cada vez que oigo hablar así a este hombre! ¡Qué cosas tan bonitas dice! ¡Pues no tengo ganas de llorar!

¡Qué tío! –con perdón- ¡Y lo dice sin ningún papel en la mano! Ya sé lo que quiero ser de mayor: ¡Maestro y sabio! Como don Fernando. ¡Hombre! ¡Claro! Como que da gusto saber tantas cosas como él sabe y decirlas con ese piquito de oro que Dios le ha dado.

Después hemos jugado al marro, a la pelota y algunos se han atrevido a darse un chapuzón en la charca de la fuente, que está fría como un carámbano en enero, mientras que el maestro, sin perdernos de vista, se ha retirado con un libro en la mano, a la sombra de un chaparro.

A la hora de comer, aquello parece un gallinero cuando huele a la zorra. ¡Qué risa y qué forma de comernos la tortilla o el filete empanado! Hasta el maestro parece que ha cambiado su cara y ríe feliz con nuestras bromas.

Cuando se da cuenta de que algunos andan escasos de “condumio” –como es mi caso-, saca de las alforjas del burro una bolsa grande de la que, como los conejos del mago en la feria del pueblo, se multiplican los bocadillos y saltan como lampreas entre las manos de los más glotones. ¡Qué hombre, si parece que se ha traído medio guarro de su matanza en las alforjas!

Quiero que comprendáis –dice en la lección de la tarde-, que en este mundo maravilloso en el que vivimos, nada sobra y que todos los seres que lo habitamos somos imprescindibles. Si faltara alguno, sería un eslabón perdido de la Creación y una pérdida irreparable.
Quiero inculcaros un amor profundo por la naturaleza; por las plantas y por los animales, porque aunque os parezca una broma mía, el hombre necesita para su subsistencia de esos insignificantes animalitos que con tanta facilidad matamos.

Una mosca, una araña, una hormiga –por citar a los más comunes-, son verdaderas obras de Arte, como lo somos nosotros, salidos de la mano del Creador y como reflejo de su inmensa sabiduría.

Cada ser tiene en la cadena evolutiva su importancia y su papel irreemplazable, así como cada animal o planta pertenece de forma única e intransferible a un ecosistema, determinado por la misma naturaleza.

Una víbora, un escorpión o una libélula –por citar algunos de los que hemos visto en estas horas-, no tienen más peligro que la defensa que su hábitat requiere. Si sabéis respetar estas normas, nunca os harán daño ni os molestarán en vuestros paseos por el campo
”.

¡Ostras! Ahora mismo le voy a decir al Gúmer que es un animal y que no ha sabido respetar a la naturaleza, porque anda el pobre con un dedo negro como un tizón y pegando saltos, desde que esta mañana le picó un escorpión al levantar una piedra.

Y ¡claro! Si después de estas lecciones no aprendemos, a ver quién es el guapo que se presenta a los exámenes de junio.

Estamos todos en casa muy nerviosos a la espera de la puntuación del examen que hicimos ayer. Mi madre, que es quien mantiene la calma en casa cuando estalla la tormenta familiar, se la ve con los ojos acuosos y bisbiseando calladamente oraciones. No quiero ni pensar lo que habrá prometido al cielo a cambio de mi aprobado.

También don Fernando ha estado esta mañana inaguantable en las horas de clase. ¡Ni que fuera él quien se jugara la posibilidad de ganar una “beca” del Estado! Y es que como es tan bueno el hombre, sabe que será la última oportunidad para algunos de seguir estudiando.

Han pasado muchos años desde que se escribieron aquellos recuerdos infantiles.

¡Naturalmente que aprobamos el Certificado de Estudios Primarios y que nos concedieron la bendita “beca” que nos permitiría seguir estudiando! No me puedo ni imaginar el desencanto de mi buen maestro si tal cosa llega a ocurrir. Pero además, es que era imposible, dado el grado de preparación que teníamos, cuyo mérito era exclusivamente suyo.

La vida ha seguido su inexorable caminar y los niños que un día ya lejano fuimos, ahora somos hombres, que con mejor o peor fortuna hemos encauzado nuestras vidas por derroteros muchas veces inimaginables desde aquellos ensueños infantiles.

¡Qué cosa es el destino y cuántas sorpresas nos aguardan!

Como tantos jóvenes de mi generación en nuestra querida tierra, por una u otra causa ¡qué más da! fui “condenado” a marchar de ella, con todo el dolor que tal hecho encierra. ¿Quién nos devolverá la infancia robada?

El hombre, como el árbol o los animales de la lección de don Fernando, pertenecen a la tierra donde nació y si se le arranca de ella pierde su condición de Ser único y excepcional para pasar a ser sujeto masificado y manipulable en esta horrible sociedad de consumo.

Cuando ya mi vida, desde otras tierras que no son las mías, se inclina inexorablemente hacia esa nada que es la muerte, quiero desde estos relatos nostálgicos por todo aquello que perdí porque otros me lo negaron, rendir un sentido homenaje al hombre bueno que supo meternos en el alma un rayo de esperanza.

Querido maestro don Fernando:

Ya hace muchos años que ocurrieron estas inocentes “picardías” –algunas reales otras, invención del que escribe-, de aquel numeroso grupo de alumnos que, por entonces, formábamos su clase.

El tiempo –ese tiempo que viene marcando el reloj de la torre del pueblo en estos relatos–, ese cruel enemigo de la vida que a todos por igual va señalando con sus manecillas, ha hecho desaparecer del pueblo a muchos de los protagonistas de estos relatos, arrebatados por uno de los fenómenos más crueles de estas últimas décadas: la emigración.

Centenares de hombres y de mujeres jóvenes, que éramos el mayor activo de esa sociedad rural en la que nacimos y en la que estábamos destinados a ser los máximos protagonistas en años futuros, tuvimos que dejar nuestra tierra, con lo que ello conlleva de desarraigo, de dolor ante el mundo perdido, de incertidumbre frente a lo desconocido, sabiendo que ya nunca más volveríamos a recuperar tantas vivencias como encierran los recuerdos: el paisaje de sus calles y de sus campos; los amigos de la infancia con sus juegos y sus fiestas; el respeto y el cariño de nuestros muertos.

Seguramente, muchos de los que nos marchamos buscando una vida mejor que la que el pueblo nos podía ofrecer, han triunfado en otros entornos, en otras ciudades. Pero ya no será igual a lo que pudo ser.

Lo triste de la emigración, es la convicción de que aun habiendo conseguido liberarse de la pobreza, desde la lejanía, siempre habrá un sentimiento de nostalgia por todo lo perdido. ¿Quién nos devolverá el dolor de tantos recuerdos acumulados? ¿Quién podrá recuperar lo que pudo ser y que alguien nos robó de nuestras vivencias?

Hoy, quien estos relatos escribe desde la nostalgia, quiere agradecerle a usted la ayuda a aquel niño que fui, como su inestimable amistad y palabras de aliento, cuando ya mozo volvía a mi pueblo en temporada vacacional desde Sevilla o Madrid, buscando siempre y sin saberlo, el “miajón” de mi existencia.

Cuántas tardes, yo, entonces joven y fuerte como uno de nuestros queridos chaparros, y usted, ya alejado de la enseñanza y con los hijos también estudiando en otras tierras, hemos hablado como dos amigos sobre lo divino y lo humano sólo por el placer de reencontrarnos.

Recuerdo que nos quitábamos la palabra cuando la charla se inclinaba irremisiblemente sobre temas literarios que usted, con ese poder que le otorgaban tantos años de expertas lecturas y yo, con esos aires presuntuosos y altaneros de nuevo lector, sabíamos compaginar mientras paseábamos por las afueras del pueblo, paseo al que usted era tan aficionado, como buscando en su interior tantas preguntas sin respuestas que se hacen los hombres inteligentes.

Recuerdo cómo su figura, menuda y dulce, apoyada en un lindo bastón, se crecía ante aquel insolente alumno que le discutía sin la menor duda, la calidad de tal obra nueva, o la importancia de cualquier autor de moda en aquellos momentos:

-“Maestro, tiene usted que leer la nueva literatura que se está haciendo. Hay obras de mucha calidad” –yo le provocaba.

- “Ya lo hago, hijo. Pero sigo siempre prendado de los “clásicos” a los que te recomiendo vuelvas siempre que te pierdas en tus nuevas lecturas.

Hoy, querido don Fernando, todo es ya recuerdo de un tiempo que pasó. También usted ha pasado a ser un recuerdo en mi vida.

Pero precisamente es lo que he querido llevar a este relato: el recuerdo agradecido de un niño y de un hombre que siempre le recordará con cariño.

Este es mi pequeño homenaje.

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