A mi amigo y hermano el poeta José Iglesias Benítez,
por tantas tardes de tertulia en los cafés de Madrid,
con un buen vino en la mano y quitándonos la palabra de la boca.
El sabe de la sinceridad de este relato.
Sobre la torre de la iglesia, un cielo muy alto y lleno de estrellas se desparrama sobre los contornos del pueblo sin llegar a oprimirlo. La luna en todo su esplendor hace que la noche sea menos trágica y pinte a lo lejos la línea azulada de los montes. Todo es silencio en el caserío y solamente se vislumbra alguna pobre luminaria que recorta el perfil de las esquinas del pueblo o hace alargar las barandas de algún balcón principal.
Parece que todos duermen en su merecido descanso a la espera de un nuevo día. Todo parece paz y tranquilidad en el vientre de la noche.
Y sin embargo…
En una de sus casas, alejada del núcleo principal del pueblo, si prestamos atención, oiremos el susurro de una oración repetida al unísono por un coro de mujeres enlutadas. Ayees de dolor se escapan de vez en vez dándole al acontecimiento una pátina de tragedia; dos pobres cirios alumbran el recinto donde sobre la cama, aparece el bulto aun caliente de un cadáver.
Aquí quiero yo callarme y cederle la palabra a aquel niño, hoy ya abuelo, que con ojos asombrados, vivió los acontecimientos sin entender desde su recién estrenada vida lo que era la trágica llegada de la muerte. Nunca, ni ahora que lentamente se acerca él a ella, entendió el niño el por qué del abandono de su padre, como nunca entenderá para qué sirve tanto dolor inútil. Pero dejemos que él nos lo cuente.
“Me cuentan las viejas enlutadas, que como un coro de sombras sin rostros me rodean, que justo a esa hora, a las doce de la noche de un caluroso mes de junio, mi madre había lanzado un grito de pánico ante lo incomprensible, lo impensable unas horas antes, como era la muerte de mi padre.
Yo no lo vi. Horas antes del fatal suceso que habría de cambiar nuestras vidas y sumirnos en un mundo de pobreza y desesperanzas, la familia había decidido trasladarnos a los tres hermanos a la casa de unos amigos para no incordiar el descanso del enfermo.
Ahora, ante el profundo agujero al que nos condenaba la muerte de aquel hombretón admirado desde los ojos de mi niñez, puedo recuperar sin la mínima duda las últimas horas del fatal desenlace.
Mi padre, ya desde el recuerdo, era un hombre grande, fuerte, muy fuerte, moldeado su cuerpo músculo a músculo, en el hercúleo esfuerzo de la fragua del pueblo y en las siempre agotadoras faenas de los campos de labranza.
Pero el drama, nuestro drama, había comenzado unas pocas horas antes.
Sobre las once de la mañana de ese fatídico día, mi padre, acontecimiento extrañísimo en su diario laborar, se había presentado en casa con los ojos turbios, el paso cansino y la cara encendida por los miles de soles que moldean el rostro del campesino extremeño.
- Estoy ardiendo, creo que tengo fiebre. Seguro que he cogido una insolación.- Le dijo mi padre a la asustada mujer que lo contemplaba fuera de sí.
- Es que no os cuidáis nada. Este sol alancea los cuerpos y os derrite los sesos; no os protegéis de sus rayos; sois unos brutos y estas son las consecuencias. Voy a llamar al médico- dijo mi madre.
- Pero mujer, ¿Tú crees que al campo vamos de romería, con sombrero de paja y abanico? Tú sabes que el trabajo de la siega es duro y que de la unión del esfuerzo de los hombres y del rápido trabajo de las máquinas dependen el éxito o el fracaso de todo un año. En el campo no hay descanso; el trabajo es agotador mañana, tarde y noche, pues una tormenta de verano tira por tierra todas las esperanzas de muchas familias. No hay término medio: o le ganamos la batalla al tiempo, o éste nos cubre de hambre y de desconsuelo para toda una campaña. No me riñas y llama al médico; en unas pocas horas estaré nuevamente sobre las trilladoras- se justificó mi padre.
- Insolación –confirmó el médico después de controlarle la temperatura corporal y auscultarle el fornido pecho– Tres antitérmicos y estarás como nuevo –le dijo jovialmente su buen amigo desde la infancia.
Cuenta mi madre, y siempre que lo cuenta se la saltan las lágrimas en un gesto de rabia o de culpabilidad, que al darle la segunda pastilla en un estado febril rayano a la inconsciencia, en un gesto de autodefensa y sabiendo el enfermo que la medicina, más que curarle lo envenenaba, se la sacó de la boca y la arrojó al suelo despreciándola. Mi madre se enfadó con el enfermo y entre riñas y mimos volvió a metérsela en la boca.
Dos niños, ajenos al terrible drama que a pocos metros nuestro se desarrollaba jugábamos y nos peleábamos sobre una manta tirada en el pasillo, buscando el frescor de la tenue corriente de aire que por él circulaba, desde el portal de la casa hacia el corral, en aquellas calurosas horas de la siesta.
En medio del fragor de los gritos de los muchachos, el hombretón cubre con su enorme estatura y el desmesurado ancho de sus hombros todo el marco de la puerta. Su cuerpo se tambalea, sus manos accionan incontroladamente, sus ojos están encendidos como carbuncos y de su boca silenciosa se escapa una flor de espuma blanca, dándole al conjunto de su persona un aire cómico y estremecedor.
El mayor de los hermanos, quien estas páginas escribe desde el recuerdo, mira a su padre con enorme extrañeza. A su siete años y en un medio rural en el que vive, ha visto muchas veces a hombres borrachos, y aunque muchas veces con temor, siempre le han parecido estos personajes como muñecos desmadejados, más cercanos a la risa cruel del niño travieso que al posible peligro de un hombre descontrolado.
Por eso ahora ríe acobardado viendo a su padre acercarse con no se sabe que intenciones. La presencia de la madre suaviza el tenso momento y retorna el enfermo a su lecho de convaleciente.
A partir de ese momento crece un silencio que se emponzoña, que se pudre en la casa y en la memoria. No tiene más recuerdos de esas horas que la llegada silente de algunos familiares, sobre todo femeninos, que entran y salen cuchicheando y como queriendo trasladarse con las miradas un secreto que se le escapa.
La tarde, calurosa, ardiente, con sus temibles rayos de fuego, ha dado paso a un atardecer abochornado en el que, poco a poco, van apareciendo algunos miembros masculinos de la familia y vecinos en su recogida de las faenas del campo, haciendo con su silencio aun más trágica la escena interior.
El niño, los niños, no saben qué es lo que está pasando, pero intuyen el peligro y silenciosos se recogen en un rincón alejado de la casa. Es el momento en el que algún familiar o amigo caritativo decide la oportunidad de nuestro traslado, a la espera de los acontecimientos venideros.
Lo anormal del nuevo acontecimiento, lo caluroso del recibimiento en la casa amiga con una comida impensada en aquellos momentos y lo extraordinario de las golosinas que la culminan, han hecho olvidar por un momento la tensión y el miedo vivido momentos anteriores, en unos acontecimientos que se les escapan a sus mentes infantiles.
Cuando el amanecer del nuevo día los encuentra en casa y cama ajena, no deja de ser una curiosa novedad en sus vidas recién comenzadas. El mayor grado de placer lo encuentran cuando sobre un enorme tazón de humeante café con leche y unas calientes rebanadas de pan recién ahornadas, se les dispensa el favor de no acudir ese día a la escuela, deber indispensable en casa durante los demás días del año.
A las doce de la mañana, y ante el asombro del niño, doblan a muerto las cercanas campanas de la iglesia. Se asombra porque nadie le ha llamado en este caso, y él es uno de los dos monaguillos encargado de este menester tan repetido en un pueblo con tan amplia como vieja población.
Pero el niño no recibe respuesta a sus preguntas.
El reloj de la torre marca las seis de la tarde, cuando nuevamente doblan las campanas anunciando el comienzo del funeral desconocido. Tan fuerte es su curiosidad y tan profundo es el silencio que crece a su alrededor, que decide saltar sobre las tapias de la casa-prisión buscando una respuesta.
Quien haya escuchado el tañido fúnebre de las campanas de un pueblo en las primeras horas del atardecer, cuando el sol tornasola los campos y tiñe de oro las nobles paredes de las casas del pueblo, habrá rememorado un momento mágico en el vivir cotidiano de sus habitantes. El andar cansino de los familiares y amigos que levantan espesa capa de polvo se acompasa al rumor en sordina de sus voces. Si la muerte es a cualquier edad un acontecimiento trágico, la de un hombre joven y querido, deja en el ánimo del cortejo como un sabor agrio que se pega al paladar y lo araña.
El niño, que se asoma subido a los viejos tapiales, observa con ademán alucinado acercarse la comitiva con ojos de asombro y oyendo galopar su corazón en un pecho angustiado y temeroso frente a lo que contempla.
Decenas de veces en su corta vida ha asistido en primera fila a acontecimientos como el que, poco a poco, ve acercarse y sabe perfectamente discernir y enumerar los diferentes matices que en él se producen. Conoce la costumbre ancestral de los habitantes del pueblo de acompañar a los familiares del finado hasta las puertas de la iglesia y sabe distinguir la importancia o el cariño hacia el muerto, según el número de personas que componen el acompañamiento que camina tras el féretro.
En una primera visión de conjunto, no le extraña ver caras conocidas e incluso familiares; lo que le produce gran asombro es la muchedumbre que lo forma y el trágico silencio que como una burbuja lo cubre y palpita en la ardiente luz del atardecer, impregnando en sus jóvenes pupilas un cuadro de falsa riqueza y esplendor.
Más tarde, cuando el cortejo roza las paredes roídas por el tiempo y pintadas de verdín, su mirada se posa sobre el cura vestido con sus hábitos negros y en los monaguillos que en ese momento le suplantan, ataviados para la ocasión, portando la cruz procesional y el hisopo para los responsos.
La costumbre de la muerte, en su quehacer diario, ha desviado momentáneamente su mirada de los familiares del muerto que caminan abatidos por el dolor a pocos pasos del cura. Siempre es el mismo cuadro con distintos actores.
Sin embargo, esta vez algo le llama la atención. Su mirada sobrepasa el ataúd alanceado por los rayos del sol y van a posarse más detenidamente en las caras de los acompañantes más próximos. El niño es rápido de mente y en pocos segundos se da cuenta de que el fúnebre cuadro le afecta directamente. Su joven memoria retrocede instantáneamente recuperando los acontecimientos acaecidos desde las turbias horas de la siesta del día anterior; recuerda la cara descompuesta de su padre, sus ojos negros brillando en la fragua de la fiebre, el pespunte blanco de la espuma sobre su boca incapaz de pronunciar la menor queja.
El niño siente en su corazón una punzada de dolor que le traspasa; y grita; y se rebela; y embiste contra sus carceleros, que cariñosamente pretenden cortarle el camino; y pasa por la puerta con la premura de un quejido que se escapara de un pecho herido.
El poco trecho que separa las dos casas lo supera fugazmente y cuando alcanza el portal de su casa contempla asustado el gentío, principalmente femenino, que lo ocupa. Un murmullo de sorpresa y de dolor llega a sus oídos producido por lo inesperado de su presencia. Y un coro de voces lastimeras, recordándole su orfandad, le hacen sentir un estremecimiento de pánico.
El niño, ahora con lágrimas en los ojos, recorre el largo pasillo atestado de sillas bajas de anea y de mujerucas con pañuelos negros, mientras que de sus bocas salen exclamaciones de pena y de lástima hacia el infante.
Una bella mujer le espera asustada al final del pasillo. De sus grandes ojos azules se les encapan silenciosas lágrimas de fuego, mientras que con un gesto muy femenino intenta proteger su avanzado embarazo. De su boca no se escapa ningún grito, ningún lamento y con gesto maternal recibe al hijo entre sus brazos. Sólo un susurro al oído: ¡Hijo!!Hijo! Qué va a ser de nosotros… Y silencio”.
me has llegado al alma, y me encanta que puedas transcribir todo ese dolor. Perder a un padre es algo tan doloroso como tenerlo sin tenerlo . ojalá yo tuviese el valor de poder contar mis sentimientos de esa forma tan reposada.
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