A Julia Rodríguez-Moñino, que nacida en
Extremadura no conoce sus leyendas
y supersticiones.
La noche es muy negra. Tan negra, que ni los tenues rayos de luz de las pobres luminarias dispersas por el caserío, son capaces de traspasar tanta oscuridad como lo envuelve.
El aire huele a tierra mojada. El ambiente está cargado de electricidad por la última tormenta de la tarde. Dentro de la humilde vivienda se ha dormido poco esta noche y el espacio interior está aun más cargado que el exterior y a punto de estallar.
A las cuatro de la madrugada, el amo de la casa se ha levantado con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y se ha dirigido con pasos muy lentos, como acobardado, hacia el cuartucho del final del pasillo.
- Padre, vamos que se nos hace tarde –exclama muy bajito descorriendo la sucia cortina que hace las veces de puerta.
- Ya estoy listo, hijo. Yo aparejo la burra –le responde un hombre viejo y seco como un sarmiento que se levanta, completamente vestido, del destartalado catre con jergón de dura borra, y con su raída chaqueta al hombro.
Un silencio hondo y negro como la muerte se extiende entre los dos hombres desde ese momento.
Cuando poco tiempo después salen de la casa llevando el hombre joven la burra del cabestro, el viejo se detiene por un instante y con ojos brillándole con destellos de acero, abarca con su dura mirada el portal ya cerrado de la casa, en la que sólo se escucha la queja del perro, con el que no ha contado nadie para esta nueva jornada.
- Vamos –más bien le ordena el hijo, que impaciente y como escondido tras el animal espera.
La distancia hasta la ciudad es larga, muy larga, y hay que hacerla a pie. No por muy conocida, deja de entrañar cierto desasosiego cuando el camino se adentra por entre los altos riscos de la sierra; los dos hombres son campesinos y llevan en su remota memoria ese miedo ancestral del hombre de campo hacia la noche y hacia la sierra.
También la burra va inquieta y afila sus orejas o se sobresalta cuando al paso de los tres viajeros, el cárabo levanta asustado su vuelo.
El silencio de la noche lo llenan multitud de desconocidos ruidos que bajan desde lo alto de la sierra: una rama que se troncha señala, quizás, el paso de alguna alimaña; la lúgubre llamada del búho; el inquietante y ubicuo llanto del mochuelo; el tañido de algún campano o el tintineo de alguna esquila que señalan la presencia de animales de pasto. Un aullido largo, muy largo y lejano que hace rebrincar a la burra y poner los pelos de punta a los hombres, denuncia la temida presencia del lobo por entre la espesura de los matorrales.
La negrura de la noche se ha ido suavizando hacia Oriente; una claridad lechosa y esperanzadora para el ánimo de los caminantes, va ganando la partida. El amanecer se descuelga desde las altas cimas entumeciendo con su rocío los cansados miembros de los hombres que ahora caminan más deprisa.
La burra, ajena al sentir de los acompañantes, olisquea el frescor de la humedecida hierba e intenta rumiar los tiernos tallos que nacen en las cunetas del camino. Pero no hay tiempo aun para el descanso y el fuerte tirón de las jáquimas le desaconseja de la momentánea parada reconstituyente.
La amanecida es un espectáculo de luces y colores en la reverdecida sierra para unos ojos que sepan admirar tanta belleza. Pero no es este el caso. Los dos hombres caminan en silencio, abstraídos ambos en profundos y doloridos pensamientos, mientras que con sus ojos caídos en el suelo, parecen mirarse las puntas de sus, endurecidos por el tiempo, borceguíes de cuero.
- Fría mañana –dice entre dientes el más joven.
- Sí, fría –contesta con desgana el más viejo.
Y durante mucho trecho mantienen el mismo silencio.
Cuando el sol se levanta sobre las cumbres, dueño y señor de los espacios, calentando el aire y sacándole brillo al cuarzo del granito, ha cambiado completamente el paisaje para los viajeros.
La sierra ha suavizado sus laderas que ahora se adornan de jóvenes plantones de olivos, mientras que en la tierra no labrada abundan las perfumadas flores de la jara.
Ya todo es movimiento en su entorno. La luz del sol enciende la vida de todo cuanto les rodea. Bandadas de aves han desentumecido sus alas y vuelan presurosas hacia sus comederos, mientras que, cercanos, se oyen los ladridos de los perros, que obedientes al silbido de los pastores, conducen los rebaños de ovejas.
¡Qué amanecer tan hermoso si los ánimos estuvieran predispuestos!
Nadie ama tanto al campo como quienes se han dejado durante años el sudor sobre su superficie; ni nadie sabe apreciar con tanto rigor la belleza de sus tonos, como quienes en cientos de amaneceres han estado atentos a los cambios del clima. Quien vive de la tierra, ama intensamente la tierra, porque ella es el sustento y la despensa de su casa. Por ella mata y por ella muere el campesino. Y tanto es su amor por su tierra, que llega a adquirir su piel el mismo color y las mismas arrugas que se contemplan en sus surcos.
Han pasado muchas horas desde que salieron de casa y ya el cansancio se acumula en sus cuerpos. El paso se acorta haciéndose cansino, mientras que los músculos se van endureciendo por el largo caminar. Cuando los rayos del sol se clavan como dardos en sus endurecidas pieles y roba de sus cuerpos el agrio sudor, deciden con sus miradas descansar bajo una frondosa encina.
La burra, ahora sin aparejos, trisca las frescas hierbas que crecen en las cercanías.
Del zurrón, saca el más joven las pobres viandas que les preparó la mujer antes de partir, pero no hay ánimos ni para tomar un bocado.
El hombre joven saca de su raído chaleco la manoseada petaca con tabaco picado y la ofrece sin mirar a su padre, que la toma, y lentamente lía un robusto cigarrillo. Como no tienen nada que decirse, expeliendo por la nariz dos gruesas columnas de humo, el hombre viejo se aleja y va a sentarse sobre una piedra, donde estático y renegrido como un roble alcanzado por el rayo, contempla la lejana línea del horizonte por donde han venido.
Por primera vez, el hijo contempla abatido y pesaroso la querida figura del padre, mientras que de sus endurecidos ojos se escapan dos furtivas lágrimas que, avergonzado, limpia al momento con el sucio y sudado dorso de su mano.
Lentamente, agota hasta ahogarse la última calada de su cigarrillo, se acerca a la venerable estatua de su padre, mientras éste disimula no haber oído sus pasos.
- Padre, no haga usted más duro este momento. Usted sabe que le quiero; que le queremos todos en casa, pero que no había más remedio que dar este paso. No puede ser de otra manera.
- Lo sé. Y nada os reprocho. Yo también os quiero y lo comprendo. No sufras y sigamos el camino. Tenía que ser así y así será.
- Pero es que usted, con su silencio…
- No es lo que tú piensas. Estoy así, porque viene a mi recuerdo, que hace ya treinta años, en un día tan hermoso como éste, en esta misma piedra donde yo ahora estoy sentado, me pidió mi padre descansar cuando lo llevaba camino del asilo. Ya ves, la vida se repite y ahora me toca a mí pasar por este trance. Pero lo asumo sin la más mínima queja.
Un rayo que le hubiera herido; una daga que le hubiera atravesado; una víbora con su mortal veneno, no hubieran hecho más daño en el ánimo del hombre joven, que ahora, descompuesto, se sienta a los pies de su padre mientras rumia para sus adentros el dolor producido por las palabras de éste.
Mucho tiempo pasan así: el uno sentado sobre la piedra; el otro a sus pies. Los dos, en un profundo y respetuoso silencio a la espera de tomar una decisión.
Cuando el hombre joven se levanta, lo hace con presteza, con renovadas energías que le salen de su renegrido rostro. Se acerca a la burra; la vuelve a aparejar; la acerca de las bridas hasta donde su padre espera y le ordena:
- Suba padre. Tenemos prisa.
El hombre viejo se asienta sobre el lomo del animal que, fustigado por el joven, emprende la marcha.
Pero el equino no ha tomado el camino de la ciudad. Obediente a la voz de su amo, ha emprendido la vuelta a casa.
- Padre -le escucha decir la burra al hombre joven– hoy quiero terminar con la maldición de esta familia. Volvamos a casa, que Dios nos dará fuerzas con que seguir adelante. No quiero que mis hijos, ni mis nietos, tengan que pasar el sufrimiento que yo he padecido estos días. Ni quiero con los años verme en el pellejo de usted. Hoy termina esta desgraciada historia.
Y la burra, no sabemos si porque ha entendido las palabras de su amo, o porque añora su cuadra y su pienso, parece que camina más deprisa que cuando salieron.
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