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VISITA AL MONASTERIO DE LUPIANA (GUADALAJARA)

VISITA AL MONASTERIO DE LUPIANA (GUADALAJARA)












LUGAR DE DONDE SALIERON LOS PRIMEROS MONJES
QUE POBLARON GUADALUPE, EN EL SIGLO XIV.
Por Ricardo Hernández Megías


El dia 22 de julio, el Presidente de la Asociación Cultural “Amigos del Camino Real de Guadalupe”, don Antonio Dávila, fray Guillermo Cerrato Chamizo, Prior del Convento de Guadalupe y quien estas páginas escribe, Ricardo Hernández Megías, Presidente de la Federación de Asociaciones en la Comunidad de Madrid, (FAECAM), mantuvimos una agradable entrevista con el Presidente de Extremadura, don Guillermo Fernández Vara, solicitando su ayuda para ampliar y divulgar el proyecto de poner nuevamente en funcionamiento los caminos reales que desde Madrid y Toledo eran paso corriente de los peregrinos que en los siglos pasados querían llegar a reverenciar a la Virgen de las Villuercas, Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de las Españas y de Extremadura, seguramente la advocación mariana que cuenta con más fieles en todo el mundo, especialmente en la América de habla hispana, como consecuencia de la fe de muchos de los extremeños que participaron en la conquista de los territorios de ultramar. También la Virgen, a la que hasta no hace mucho tiempo los reyes de España –y de Portugal–, especialmente la Casa de Austria, tenían como faro de sus creencias religiosas, como podemos ver por sus numerosas visitas, prebendas y privilegios reales con las que cuenta el Monasterio desde los tiempos de Alfonso XI, como consecuencia de su visita a la antigua ermita, allá por el año 1330 y 1340, año en que venció a los moros en la famosa batalla del Salado, prerrogativas que fueron incrementadas durante los reinados de Enrique II y Juan II, siéndoles entregado el monasterio y la puebla “a los frailes de nuestro padre San Jerónimo, siendo el primer prior el muy reverendo padre fray Fernán Yáñez, quien continuó las obras de ampliación y terminó la iglesia, gobernando dicha Orden religiosa el monasterio durante más de cuatro siglos (1389-1835).
La decisión de encomendar el gobierno de la iglesia de Guadalupe a los jerónimos formó parte de la reforma eclesiástica emprendida por Juan I, siendo a final del siglo XIV el santuario mariano más famoso de Castilla por lo que la numerosa concurrencia de peregrinos hacía imposible las buenas normas de convivencia que se deseaban para dicho lugar sagrado, pensando dicho rey que al estar en manos de una institución regular mejorarían las condiciones para imponer su autoridad en el vecindario de la Puebla.
El día 22 de octubre de 1389 llegarían a Guadalupe 32 monjes procedentes de San Bartolomé de Lupiana, monasterio del que se conservan todavía sus ruinas a unos 10 kilómetros de Guadalajara, siendo su primer prior, don Pedro Fernández Pecha, priorato que por humildad dejaría en manos de Fr. Fernán Yañez de Figueroa, natural de Cáceres, hijo de uno de los oficiales de cámara del rey Alfonso XI.
El 16 de octubre de 1394, Benedicto XIII, el “Papa Luna”, confirmó la autorización de construcción del santuario con la bula “His quae pro utilitate”.
Son las ocho de una radiante mañana de julio, cuando, todavía con el buen sabor de boca dejado por la entrevista del presidente de Extremadura, abandonamos Madrid para hacer una visita de reconocimiento al monasterio de Lupiana, a la que he sido invitado durante el regreso a Madrid. De los tres viajeros que componemos la excursión, solamente quien escribe estas notas no conoce el lugar, toda vez que mis acompañantes, el infatigable Antonio Dávila y el menos incansable Emilio Baños Ayuso, su vicepresidente, hombres que conocen como la palma de la mano cada uno de los tramos del camino por el que nos aventuramos con un viejo todoterreno, pues no en vano ya han hecho este camino a pie, como corresponde a todo buen peregrino, en un afán meritorio de allanar cualquier dificultad con la que se puedan encontrar los futuros caminantes.
La mañana es fresca, luminosa, con un cielo azul muy alto, donde solamente algunas nubes se deshilachan conforme el sol del nuevo día va levantando su curvatura por entre los alcornocales de la lejana sierra; mis dos acompañantes se intercambian conocimientos del lugar según vamos subiendo por intransitables caminos; las últimas lluvias han socavado los terrenos y el coche se bambolea por entre las llagas abiertas, hasta hacer imposible el seguir adelante. Antonio Dávila, impertérrito nos hace bajar del mismo con el inquietante deseo de hacernos caminar el trecho que falta hasta llegar a un otero que se divisa lejano. Asombrado, sin calzado adecuado, piso por entre un suelo desigual, tamizado de tomillo y otras hierbas olorosas, cuyos efluvios me llegan como bálsamo para mis capitalinos pulmones. Me dejan atrás y yo ramoneo los verdes y altos hinojos que jalonan los mal trazados caminos, como querindo llamar su atención y que se compadezcan del atrevido y mal pertrechado caminante.
Cuando confirman la imposibilidad de meter el coche por los intransitable caminos en los que crecen la jara, el tamujo, intrincadas zarzamoras que se enredan en las primerizas carrascas, deciden dar la vuelta, coger nuevamente el aquejumbrado todoterreno y buscar nueva senda que nos conduzcan al escondido pueblo de Lupiana, en donde han dejado recado de su visita, tanto a la alcaldesa como al guardian de las llaves del hermoso templo, que orgulloso en su porte sobresale sobre el remozado caserío, donde solo el trinar de las azules golondrinas haciendo sus nidos en los salientes de las casas, dan un poco de vida al silencioso y bello pueblo. Más a lo lejos, sobre un leve promontorio cubierto de árboles autóctonos (castaños, nogales, alisos, encinas y alcornoques, más algún que otro altivo y cimbreante chopo en los márgenes de los arroyos), aparece fantasmal la espadaña de lo que fue el primer monasterio jerónimo de España: San Bartolomé de Lupiana. La bula “Sane petitio” de 15 de octubre de 1373, día de San Agustín, otorgó a los “Hermitaños de San Gerónimo” la regla de San Agustín, constituciones, hábito y facultad para fundar cuatro monasterios.
Por la importancia que tendrá en el futuro para nuestra tierra extremeña, vamos a hacer una breve reseña del cómo y el porqué se fundó este monasterio, a partir de una pequeña ermita levantada en lo alto de la ladera frontera con Lupiana, en 1330, por el caballero don Diego Martínez de la Cámara, en honor del apóstol San Bartolomé, y allí fue enterrado a su muerte.
Don Diego era tío de don Pedro Fernández de la Pecha, y a la muerte del primero, éste solicitó y le fueron concedidas las dos capellanías con las que estaba dotada la ermita. Don Pedro, junto con el ya nombrado Fr. Fernán Yáñez, primer prior de Guadalupe, desempeñaron un papel crucial en el nacimiento y primitiva expansión de la Orden jerónima, siendo él mismo nombrado prior del nuevo convento, pasándose a llamar desde entonces fray Pedro de Guadalajara, iniciando la costumbre de ponerse como primer apellido, al profesar, el nombre de algún santo o el lugar de su nacimiento.
Don Pedro Fernández Pecha había nacido en 1326 y pertenecía a una familia de la nobleza que se había instalado en Guadalajara. Bien posicionado en la sociedad alcarreña, para comenzar las obras del monasterio contó con la ayuda económica de su madre, su hermana, y de la nobleza de la zona entre la que destacaba la familia Mendoza. Muy apegado al monasterio fue don Íñigo de Mendoza, primer marqués de Santillana.
Casi dos siglos después, en 1535, fue construido, sobre el preexistente, y según diseño de Alonso de Covarrubias, el claustro mayor, una de las joyas del renacimiento español. Reyes y nobles contribuyeron durante más de cuatrocientos años al engrandecimiento del monasterio, hasta la desamortización de Mendizábal; el 8 de marzo de 1836, los monjes tuvieron que abandonarlo, distribuyéndose, ya como laicos, por los más variados lugares del país, encontrando empleo, muchos de ellos, en empresas musicales, gracias a la obligada formación, de siete años en ese arte, que la orden jerónima imponía a sus frailes.
El coche deambula por un camino de tierra levantando una espesa cortina de polvo que el viento se encarga de introducir por las ventanillas abiertas; un malestar general, en mi caso, me obliga a buscar el mejor acomodo en los duros asientos de la máquina que a paso raudo nos acerca al caserío. Es tierra alcarreña y los matorrales predominan sobre la tierra cultivada. Solamente, olvidados viñedos roturan la tierra en barbecho, mientras que algún enteco olivo o almendro se alzan solitarios y retorcidos sobre los torturados altozanos, al mismo tiempo que una línea quebrada y fresca nos marca el recorrido del riachuelo Matayeguas, que se pierde por entre los pliegues de la serranía. Los cipreses centenarios nos señalan el lugar de un viejo cementerio, cuando vamos atravesando, conforme nos acercamos al caserío, por entre bien cuidadas huertas. Hemos llegado al pueblo de Lupiana
El lugar tiene un encanto especial, como corresponde a un bien estudiado entorno por parte de los monjes. Un amplio espacio de la fértil vega del arroyo de la Parra, señala la importancia que tiempos pretéritos tuvo el lugarejo.
El automóvil, también cansado de tanto traqueteo descansa en una espléndida y reformada plaza castellana, donde se asienta el edificio del Ayuntamiento, y en la que destaca en su centro una hermosa Picota que otorga el título de villa al lugar, mientras los tres viajeros se refrescan en el pequeño y limpio bar propiedad de la alcaldesa, que nos saluda con afectuosidad, vestida con ropa de campo, quehaceres que complementan su dedicación a la política municipal del pueblo.
Antonio Dávila y Emilio Baños son viejos conocidos de la autoridad municipal, que los recibe con amplia sonrisa de amistad, mientras solicita las llaves de la iglesia parroquial, en un afán de cumplimentarnos en nuestro viaje de exploración por los perdidos rincones de la alcarria manchega.
La iglesia es un amplio edificio de recia piedra que preside y sobresale por encima del viejo caserío; sus tejados se prolongan arropando, sosteniendo… son vientos invisibles que guardan y arropan de maleficios. Cada casa alinea sus tejados, guarda la geometría, prolonga sus bendiciones, sostiene sus prejuicios. Su torre campanario no es esbelta, pero es sólida, fuerte, ahuyenta las tormentas, toma para sí los rayos. Recibe a través de sus ventanas murmullos, risas, tristezas; y las devuelve en tañidos de bronce, sonidos metálicos, limpios, rotundos, sin fisuras… Estandarte, desde cualquier esquina, callejón, plaza, sendero o trocha: símbolo siempre presente.
En tiempo geológico, recibe y despide pobladores, alienta y sopla ilusiones, creación y destrucción, vida y muerte, siempre presente.
Su portada es hermosa, de piedra de cantería labrada por manos de artistas; también su interior nos señala otros tiempos más prósperos que los actuales. Un amplio y noble crucero se cierne sobre robustas y bien trabajadas columnas de granito, en la que destacan sus floreados capiteles. Debió ser una iglesia rica y bien adornada en tiempos pretéritos. Hoy, nos descubre la infamia de los hombres al ver desnudas sus paredes y desaparecido su retablo principal, sin duda de estilo barroco. Pudiera ser que la guerra civil del 36-39 se llevara consigo estos tesoros, bien por incendios de unos cafres, o bien por expolio de los mismos, al socaire de una ideas políticas pintadas de diferente colores. El caso, a estas alturas da igual. Como tantas otras iglesias, conventos y ermitas de la zona, fueron saqueadas, incendiadas y robados sus tesoros, siendo sustituidas sus tallas de madera policromada por humildes réplicas de escayola, sin que por ello haya disminuido la fe de sus moradores. Esta es la triste realidad de nuestra España.
Desazonado por la visión tan poco ejemplarizante, los viajeros se asoman sobre el pretil de una hermosa y amplia terraza, divisando a lo lejos la espadaña de la iglesia del monasterio de San Bartolomé, último destino de los esforzados viajeros.
Nuevamente subimos al robusto transporte mecánico y en pocos minutos, por una estrecha carretera de asfalto nos vamos acercando a los viejos tapiales monacales que lo separan, absolutamente, del espacio exterior.
La imagen idealizada que todos tenemos de un monasterio medieval, la cumple a la perfección el de Lupiana: una torre almenada, un templo solemne, grandes edificios sobrios en su derredor y algunos claustros donde el sonoro silencio se pasea entre los arcos de talladas florituras. Así es visto el conjunto, rodeado de una espesa arboleda, por el viajero que se acerca a San Bartolomé de Lupiana.
Lástima que tan hermoso conjunto sea hoy día un amasijo de de ruinas, conservadas todavía por sus propietarios, que han sabido darle un fin más prosaico, como son celebraciones de bodas, bautizos y retiros de empresarios capitalinos. Ha desaparecido por completo su iglesia, de la que solamente se mantiene en pie su espadaña, que en otras fechas recibió la dote, rica dote, certificado en su testamento por la duquesa de Arjona, doña Aldonza de Mendoza, hermanastra y gran enemiga del primer marqués de Santillana, quien la amplió en el siglo XV, costeó la sillería gótica del coro, y mandó tallar su enterramiento, con su imagen yacente de alabastro blanco, que después de muchas peripecias, fue llevado al Museo Arqueológico Nacional y, finalmente, situado en el Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara, en la planta baja del Palacio del Infantado, donde la hemos visitado, dada su belleza, en más de una ocasión; falta al completo todo el mobiliario que un día tuvo, así como su espléndida biblioteca, y solamente las bodegas mantienen su prestancia de antaño, hoy salón comedor de los fastos civiles. La desamortización, que fue utilizada como una medida de protección social, llevó a la ruina a mucho de estos maravillosos monumentos, sin que las arcas del estado recogieran los beneficios de sus ventas, que engrosaron, no obstante, los capitales de los ricos de siempre.
Triste final para tanta historia.

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