miércoles

VIAJE AL MONASTERIO Y ERMITA DE SOPETRÁN, E HITA, GUADALALARA

Como en ocasiones anteriores, Antonio Dávila, Presidente de la Asociación cultural “Caminos Reales de Guadalupe”, me ha solicitado le acompañe en uno de sus numerosos recorridos por tierra de la Alcarria, a lo que accedo gustosamente, ya que es un placer acompañar a tan intrépido como conocedor caminante.

El viaje tiene dos partes perfectamente diferenciadas aunque complementarias entre sí: mi acompañante quiere conocer personalmente a mi amigo el poeta y folklorista verato Pedro Lahorascala, afincado desde hace muchos años en la ciudad de Guadalajara. Pedro es un hombre ya mayor, pero que conserva plenamente sus facultades de observación periodísticas y, por lo tanto, esa curiosidad infatigable por todo aquello que tenga que ver con la cultura.

No es nada nuevo lo que estoy diciendo. Nuestro querido amigo tiene escritos una veintena de poemarios, doce libros de narrativa, ha sido compilador y letrista del grupo musical “Manantial Folk”, cronista de Guadalajara, socio fundador del grupo literario “Enjambre”, miembro de la Institución Cultural “Marqués de Santillana” y ha sido mantenedor de distintos eventos culturales del lugar, por lo que se le ha nombrado “Popular del año” en 1984 y 1988, así como, junto a otro importante “recolector” de coplas y canciones de la tierra extremeña, han confeccionado uno de los más importantes estudios folklóricos, a la altura de lo publicado por Manuel García Matos y Bonifacio Gil, titulado: “Cancionero Popular Comentado de la Vera y el Valle del Jerte”, que en estos momentos, por decisión de Lahorascala, estamos estudiando su posible y necesaria edición en forma de libro.

La charla con el querido amigo ha sido agradable y muy amena. Pedro es muy buen comunicador, capaz de tenernos embelesado con su palabra el tiempo que él quiera y el café se nos enfría en la mesa sin que nos importe lo más mínimo a ninguno de los tres contertulios.

Pero había dos motivos importantes en la visita: el primero, la entrega por mi parte de mi nuevo libro titulado “Poetas de la Extremadura exterior, 1900-2010”, en la que el poeta Lahorascala está antologado; la segunda, un artículo publicado por nuestro amigo dentro del II Congreso Internacional de Caminería Hispánica, que aparece en el Acta del Congreso, tomo II, págs. 625-632, titulado: “Caminos de Sopetrán en la tradición mariana”, posterior destino de nuestro viaje, que Antonio Dávila quiere recorramos durante el resto del día.

Hemos tenido suerte, pues la mañana otoñal ha amanecido templada y luminosa, animando a los viajeros en su corto pero interesante recorrido.

Después de darle un último abrazo de despedida a mi amigo Pedro Lahorascala, Antonio enfila su coche hacia el valle de Solanillo que recorre el río Badiel, afluente del Henares y éste, a su vez, del Tajo. La carretera que une los dos puntos es corta, cómoda y bien asfaltada. Conforme el sol remonta en el cielo azul, va despejándose la tenue neblina que se agarra a los montes arbolados que quedan en la zona, en otras épocas frondosos bosques hoy desparecidos por la indiscriminada e irracional tala del hombre.

El valle es ancho y profundo, quebrado su horizonte solamente por suaves ondulaciones del terreno abierto por las rejas de los tractores a la espera de la tan deseada agua otoñal que dé comienzo a la siembra de los cereales.

La tierra de Hita forma parte de las tres regiones de Guadalajara: la Sierra, la Alcarria y la Campiña y participa de cada una de ellas. “Es, según por donde llegue el viajero, montuna y erizada, o cereal y colmenera, o gárrula y arbolada.” La parte por la que nosotros transitamos es tierra de labor donde se afanan potentes tractores en abrirla en rectilíneos surcos, formando, desde nuestra posición, un hermoso cuadro con grandes brochazos de color acre, mientras el cielo, muy alto, se va pintando con el transcurso de la mañana de un azul metálico, tan común de los cielos castellanos.

Cuando pasamos una cerrada curva y enfilamos nuevamente el camino elegido, aparece un altivo montículo coronado por las ruinas de lo que en otros tiempos debió ser inexpugnable castillo roquero, en cuyas faldas se esparce el caserío de la villa de Hita.

Para sorpresa del viajero acompañante, el coche gira a la izquierda para ir parando al lado de un hermoso y solitario edificio de noble arquitectura: estamos frente a la ermita de la Virgen de Sopetrán, que para asombro de quien la contempla, y rodeada de una bucólica y numerosa piara de ovejas merinas, se encuentra enclavada en medio de una bien trazada Cañada real que la unía a los reinos de Navarra y Aragón, siendo al mismo tiempo parte de la calzada romana de Caesaraugusta que enlaza con la de Mérida, en Extremadura.

La ermita está cerrada con fuertes puertas de nobles maderas, pero a través de sus amplios ventanales entrevemos parte de su interior, en el que destaca el barandal de hierro forjado que conduce a la cripta donde, según me explica mi acompañante, mana el agua de una fuente milagrosa. Agua que podemos beber plácidamente, porque al lado del recio edificio manan dos caños del fresco y cristalino líquido, que nos apresuramos a probar y de la que hacemos acopio en una práctica botella que Antonio me proporciona.

El paraje es bello y de arbolado exuberante, con un frescor natural que complace a los dos viajeros, pero no es el lugar al que acompasan los pies los caminantes. A unos 500 metros, rodeado de oxidados andamios, contemplamos las ruinas del amplísimo edificio que nos indican lo que en otros tiempos, allá por el siglo XIV, fue el próspero y bien asistido Monasterio de Sopetrán, de la Orden benedictina. Paréceme que hay que solicitar permiso para entrar en los solares que ocupan tanto el edificio como lo que en su día fueron fértiles huertas; nosotros pasamos la amplia puerta abierta en la valla sin que nadie nos moleste en nuestro recorrido alrededor del derruido edificio, en el que solo se mantiene en pie parte del claustro y una cuadrada torre correspondiente a lo que fue la sacristía.

Los andamios y el numeroso material de obra existente nos indican el deseo, hoy abandonado por falta de medios económicos, de rehabilitar el noble edifico y dedicarlo como sofisticado complejo turístico con connotaciones medievales, acorde a sus inicios y a la arquitectura de la cercana villa de Hita. Ojalá prospere el proyecto y puedan salvarse los resto del ya vencido y saqueado edifico víctima, como tantos otros, de la desamortización del siglo XIX. Junto a las ruinas del Monasterio, como único edificio habitable en temporadas de verano, un viejo molino acoje a la familia del profesor Criado del Val, verdadero impulsor del hoy fracasado proyecto.

Después de acercarnos a la higuera milagrosa, donde según la leyenda se le apareció la Virgen al infante moro Aly Maymon en el siglo XI, origen de la devoción mariana, de la ermita y del Monasterio de Sopetrán, volvemos sobre nuestros pasos con la tristeza de contemplar otro tesoro perdido de nuestro patrimonio nacional, ahora sí, camino de la villa de Hita.

No está lejana la villa, pero durante el camino vamos comentando la importancia que tuvieron, tienen y tendrán en el futuro las advocaciones marianas en la transmisión y desarrollo de las culturas de los pueblos, ya bien sea a través de la historia, o bien de la leyenda. Y leyenda es la advocación de la Virgen de Sopetrán (bajo piedra sería su significado), en territorio extremeño, concretamente en Jarandilla (Cáceres), donde según se nos cuenta, el príncipe Aly Maymon, ya abrazando y defendiendo cual nuevo Pablo de Tarso el cristianismo, huyó de la furia de su padre el rey moro al saber que su hijo había renegado de la fe de Mahoma, se instaló en esta lejana y abrupta comarca serrana (Jarandilla está asentada muy cerca de otra calzada romana que las une con la principal de Mérida), levantando nueva ermita a la Virgen aparecida sobre una higuera en las llanuras de Hita.

Curiosamente, en el pueblo cacereño de Almoharín, al sur de la provincia, también tienen como patrona a la Virgen de Sopetrán, cuya historia o leyenda coincide, en lo esencial, con la de Jarandilla e, incluso, con la de la aparecida en tierras castellanas. No tienen ustedes más que seguir los caminos de la Mesta, cuyos cordeles principales la comunican con tierras de Soria, y podrán constatar cómo la transmisión oral, también en temas religiosos, es la verdadera transmisora de estas hermosísimas historias de advocaciones marianas, llevadas por monjes, guerreros y pastores de un lugar a otro de la geografía española.

Ni el campo ni la villa es ahora como la conoció Juan Ruiz. De su orografía no se habían retirado tanto los terrenos de labranza y los tupidos bosques todavía resistían las acometidas del hacha. Pero aun más que sus campos, ha cambiado la villa. Ciudad en su tiempo de esplendor amurallada, las continuas guerras han desmochado sus muros y su caserío ha resbalado por la vertiente meridional del cerro que la protege de los malos vientos invernales.

Del castillo que lo corona y que tanto admiró Gonzalo de Berceo y en el que se recluyó, siglos después, el señor de Hita y marqués de Santillana, solo quedan ocultos restos esparcidos por la hierba, entremezclándose sus piedras con los restos de las murallas que cercaban la villa. Tampoco queda nada de lo que en su día fue el templo del Arcipreste, más que una desgastada losa que recuerda su emplazamiento: “Aquí estuvo la iglesia del Arcipreste”.

Hita es un caserío de recio porte, hoy recuperado gracias al aporte de dinero de la Comunidad europea; sus calles, empinadas y bien empedradas, forman un laberinto de callejuelas de difícil acceso para los transportes actuales, pero que con solvencia resuelve el conductor hasta llegar a la cuadrada e irregular plazoleta del pueblo, antiguamente mercado al aire libre, donde destacan las casas de los antiguos moradores judios. Todo en su conjunto es hermoso, cuidado, limpio y de una belleza que llena de gozo a los viajeros, si no fuera porque la inmensa mayoría de las casas están cerradas y sólo se abren en temporada de verano, cuando sus dueños, habitantes de otras ciudades cercanas (Guadalajara y Madrid), vuelven en temporada de vacaciones. Podemos decir que en este momento Hita es casi un pueblo fantasma, habitado solamente en la parte que dá a la carretera, no encontrando en sus calles más que a cuatro viejos que nos miran con indiferencia.

Nuestro deambular por las calles del pueblo termina frente a la iglesia, que encontramos cerrada, hoy reconstruida, donde destaca la torre de trazos herrerianos, única parte de la misma que no sufrió los desastres de la guerra civil.

Frente a la iglesia, una gran terraza nos enfrenta al hermoso valle de Solomillo; un tenue y ronco murmullo de los tractores en plena brega nos señala que la villa, aunque silenciosa, no está muerta y que continúan las labores agrícolas como en tiempos del Arcipreste.

Es tiempo de regreso. El coche baja por las empinadas calles empedradas donde se divisan los preparativos para la fiesta medieval que anualmente se celebran en el pueblo. Antonio quiere saludar al actual párroco, amigo suyo y escritor, pero está ausente del pueblo. No importa, la parada cerca de la carretera nos conduce a un buen restaurante donde nos tomamos un vino de la tierra, y con las copas en la mano brindamos por el Arcipreste, por la villa de Hita y por tan buenos momentos pasados en el presente día.

Otros habrá que empequeñezcan al de hoy.

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